Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—Ahora ve con cuidado —aconsejó—. Ve despacio o le romperás también una ballesta.
El rostro de Al se tornó rojo de furia. Estranguló el motor.
—¡Maldita sea! —gritó—, yo no he quemado ese cojinete. ¿Qué quieres decir con eso de que también me cargaré una ballesta?
Tom sonrió.
—No eches las patas por alto —dijo—. No he querido decir nada. Sólo que llevaras cuidado con la cuneta.
Al masculló mientras llevaba muy poco a poco el coche hasta abajo y remontaba la cuneta por el otro lado.
—No se te ocurra darle a nadie la idea de que he sido yo el que he quemado ese cojinete —el motor hacía ya un ruido escandaloso. Al aparcó a la sombra y apagó el motor.
Tom levantó el capó y lo enganchó para que quedara abierto.
—Ni siquiera podemos empezar a trabajar hasta que se enfríe —dijo. Los demás fueron saliendo de los vehículos y se reunieron alrededor del turismo.
Padre preguntó:
—¿Cómo es de grave? —y se puso en cuclillas.
—¿Alguna vez has ajustado uno? —se volvió Tom hacia Al.
—No —respondió—, nunca. Pero sí que he sacado el cárter.
—Bueno, hay que romper el cárter y sacar la biela —dijo Tom—. Luego tenemos que comprar la pieza, afilarla, igualarla y ajustaría. Es trabajo para un día. Tenemos que volver al último sitio que pasamos, a Santa Rosa, para comprar la pieza. Albuquerque está a unas setenta y cinco millas… ¡Vaya por Dios!, mañana es domingo. No podremos hacer nada —la familia quedó en silencio. Ruthie se acercó sin hacer ruido y miró el motor, esperando ver la pieza rota. Tom continuó quedamente—: Mañana es domingo. El lunes compraremos la pieza y probablemente no la podremos poner hasta el martes. No tenemos herramientas que nos faciliten el trabajo. Va a ser complicado —la sombra de un buitre pasó sobre la tierra y todos miraron al negro pájaro que surcaba el cielo.
—Lo que me da miedo es que nos quedemos sin dinero y no podamos llegar —dijo Padre—. Hemos de comer y comprar gasolina y aceite. Si se acaba el dinero no sé lo que vamos a hacer.
—Me parece que es culpa mía —intervino Wilson—. Este maldito cacharro me ha dado problemas desde el principio. Ustedes se han portado bien con nosotros. Deberían recoger sus cosas y seguir adelante. Sairy y yo nos quedamos, ya se nos ocurrirá algo. No queremos fastidiarles los planes.
—No vamos a hacer eso —dijo Padre lentamente—. Somos casi de la familia. El abuelo murió en su tienda.
—No les hemos causado más que molestias, hemos sido un estorbo —dijo Sairy con cansancio.
Tom lió despacio un cigarrillo, lo observó y lo encendió. Se quitó la estropeada gorra y se enjugó la frente.
—Tengo una idea —dijo—. Quizá no le guste a nadie, pero ahí va: cuanto más cerca lleguemos de California, más pronto empezará a correr el dinero. Este coche puede ir dos veces más deprisa que el camión. Ésta es mi idea. Sacamos algunas cosas del camión y os vais todos menos el predicador y yo. Yo y Casy nos quedamos aquí, arreglamos el coche y continuamos, día y noche y ya os alcanzaremos, o si no nos encontramos en la carretera, de todas formas ya estaréis trabajando. Si tenéis avería, no tenéis más que acampar junto a la carretera hasta que lleguemos. Peor no puede ser, y si conseguís llegar, tendréis trabajo y todo será más fácil. Casy puede echarme una mano con el coche y podremos ir muy deprisa.
La familia consideró la propuesta reunida. El tío John se acuclilló al lado de Padre.
—¿No necesitas que te ayude con esa biela? —preguntó Al.
—Tú mismo has dicho que nunca has arreglado ninguna.
—Eso es verdad —admitió Al—. Lo único que necesitarás es una espalda fuerte. Quizá el predicador no quiera quedarse.
—Bueno, quien sea, a mí me da igual —dijo Tom.
Padre rascó la tierra seca con el dedo índice.
—Me da la impresión de que Tom tiene razón —dijo—. No sirve de nada que nos quedemos todos aquí. Podríamos avanzar cincuenta, cien millas antes de que anochezca.
—¿Cómo nos vais a encontrar? —preguntó Madre, preocupada.
—Estaremos en la misma carretera —la tranquilizó Tom—. Es la 66 hasta el final. Hasta un lugar llamado Bakersfield. Lo he visto en el mapa que tenemos. Hay que seguir la carretera recta hasta allí.
—Sí, pero cuando lleguemos a California y tengamos que coger alguna otra carretera…
—No te preocupes —le aseguró Tom—. Os encontraremos. California no es el mundo.
—Pues en el mapa parece muy grande —insistió Madre.
—John, ¿ves alguna razón en contra? —le pidió consejo Padre.
—No —contestó John.
—Wilson, es su coche. ¿Tiene alguna objeción a que mi hijo lo arregle y venga después con él?
—Nada en absoluto —respondió Wilson—. Parece que ustedes ya nos han ayudado todo lo que podían. No veo por qué no puedo echarle un cable a su hijo.
—Podéis estar trabajando y consiguiendo algo de dinero si no os alcanzamos antes —dijo Tom—. Imaginad que nos quedamos todos aquí. No hay agua cerca y el coche no podemos moverlo. Pero si conseguís llegar y encontráis trabajo, pues tendréis dinero o quizá una casa donde vivir. ¿Qué le parece, Casy? ¿Quiere quedarse conmigo y echarme una mano?
—Yo quiero hacer lo que sea mejor para ustedes —dijo Casy—. Ustedes me acogieron y me han traído hasta aquí. Haré lo que mejor les parezca.
—Bueno, si se queda, tendrá que tumbarse de espaldas y llenarse la cara de grasa —advirtió Tom.
—No hay ningún problema.
—Bien, si es esto lo que vamos a hacer, más vale que nos pongamos en marcha —opinó Padre—. Podemos apurar quizá unas cien millas antes de detenernos.
—Yo no voy —se plantó Madre delante de él.
—¿Qué quieres decir con eso? Tienes que venir y cuidar de la familia —Padre estaba asombrado ante esta insubordinación.
Madre se acercó al turismo y se agachó al suelo del asiento trasero. Sacó una barra de hierro y la balanceó en la mano con facilidad.
—No voy a ir —repitió.
—Te digo que tienes que venir. Hemos tomado una decisión.
Madre adquirió una expresión resuelta. Dijo quedamente:
—De la única forma que conseguirás que vaya es a golpes —volvió a mover levemente la barra—. Y te pondré en evidencia, Padre, porque no pienso estarme quieta mientras me pegas, llorando y suplicando. Me voy a defender. De todas formas, no estés tan seguro de poder darme una paliza. Y si me vences, juro por Dios que esperaré a que me des la espalda o estés sentado y te abriré la cabeza con un cubo. Juro por Jesucristo que lo haré.
Padre miró al grupo sin saber qué hacer.
—Es una descarada —dijo—. Nunca la había visto tan deslenguada —Ruthie soltó una risita aguda.
La barra osciló provocativamente de un lado a otro, en la mano de Madre.
—Venga —dijo Madre—. Has tomado una decisión. Vamos, ven a pegarme. Inténtalo siquiera. Pero yo no me voy; y si lo hago, no vas a volver a dormir porque estaré continuamente esperando y en el momento que se te cierren los ojos, te atizaré con un madero. —Maldita descarada —murmuró Padre—. Y eso que ni siquiera es joven.
El grupo completo observaba la revuelta. Contemplaron a Padre, esperando que estallara toda su furia. Miraron sus manos relajadas para verlas transformarse en puños. Y la cólera de Padre no creció y sus manos permanecieron colgando a sus lados. Al cabo de un momento, todos supieron que Madre había ganado. Y Madre también lo supo.
—Madre, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó Tom—. ¿Por qué haces esto? ¿Qué pasa contigo? ¿Te vas a volver contra nosotros?
El rostro de Madre perdió algo de su dureza, pero sus ojos seguían mostrándose fieros.
—Habéis decidido esto sin pensarlo demasiado —explicó Madre—. ¿Qué nos queda en el mundo? Nada sino nosotros mismos, nada sino la familia. Partimos y el abuelo se fue derecho a la tumba. Y ahora, en un momento, queréis dividir a la familia…
—Madre, os íbamos a alcanzar —gritó Tom—. No íbamos a separarnos mucho tiempo.
Madre balanceó la barra.
—Imagínate que estuviéramos acampados y pasarais de largo, que nosotros continuáramos… ¿dónde podríamos dejar recado, cómo sabríais dónde preguntar? Tenemos por delante un camino amargo. La abuela está enferma. Está ahí arriba en el camión pidiendo ya una pala para su tumba. Está agotada. Nos enfrentamos a un camino largo y difícil.
—Pero podríamos estar ganando dinero —dijo el tío John—. Podríamos tener algo ahorrado para cuando llegara el resto.
Los ojos de todos se volvieron hacia Madre de nuevo. Ella tenía la fuerza y había tomado el control.
—El dinero que ganáramos no serviría de nada —dijo—. Lo único que tenemos de valor es la familia sin dividir. Igual que las vacas de un rebaño se agrupan juntas cuando los lobos andan al acecho. No temo a nada mientras estemos aquí todos los que seguimos con vida, pero no pienso consentir que nos separemos. Los Wilson están con nosotros y el predicador también. No puedo decir nada si se quieren marchar, pero si alguno de mi familia quiere dividirnos lo impediré, con esta barra y todas mis fuerzas —su tono era frío y no admitía discusión.
—Madre, no podemos acampar todos aquí —intentó calmarla Tom—. No hay agua, ni siquiera hay sombra. La abuela necesita estar a la sombra.
—De acuerdo —concedió Madre—. Seguiremos adelante. Pararemos en el primer lugar donde haya agua y sombra. Y… el camión regresará, te llevará a la ciudad a comprar la pieza y te volverá a traer. No vas a ir andando bajo el sol y no permito que vayas solo. Si tienes cualquier problema, habrá alguien de tu familia para ayudarte.
Tom estiró los labios sobre los dientes y luego los separó con un chasquido. Extendió las manos en un gesto de impotencia y las dejó caer a sus lados.
—Padre —dijo—, si te la cogieras rápidamente por un lado y yo por el otro y todos los demás se le tiraran encima y la abuela saltara en lo alto del montón, quizá podríamos reducir a Madre sin que matara a más de dos o tres de nosotros con esa barra. Pero si no estás dispuesto a que te aplaste la cabeza, creo que Madre nos tiene cogidos. ¡Dios, una persona decidida puede hacer lo que quiera con un montón de gente! Tú ganas, Madre. Suelta ya esa barra antes de que le hagas daño a alguien.
Madre miró sorprendida la barra de hierro. Su mano tembló. Dejó caer su arma al suelo y Tom, con un cuidado exagerado, la recogió y la metió de nuevo en el coche.
—Padre, ponte de pie —dijo—. Al, llévate a la familia y cuando hayáis acampado vuelve aquí con el camión. Yo y el predicador iremos quitando el cárter. Luego, si nos da tiempo, podemos ir corriendo a Santa Rosa y tratar de comprar una biela. Quizá podamos, siendo sábado por la noche. Ahora moveos deprisa a ver si nos da tiempo a ir. Déjame que saque la llave inglesa y los alicates del camión —tocó por debajo del coche y sintió el grasiento cárter—. Ah, sí, déjame una lata, ese cubo viejo para recoger el aceite, no vayamos a perderlo —Al le pasó el cubo y Tom lo colocó bajo el coche y aflojó el tapón del aceite con unos alicates. El aceite negro corrió por su brazo mientras desenroscaba el tapón con los dedos y luego el negro río cayó silenciosamente al cubo. Al tenía a la familia apilada en el camión para cuando el cubo estuvo medio lleno. Tom, con el rostro manchado ya de aceite, se asomó entre las ruedas—. ¡Vuelve rápido! —gritó. Cuando el camión cruzó suavemente la cuneta poco profunda y se alejó arrastrándose, él estaba aflojando los tornillos del cárter. Tom giraba cada tornillo una sola vez, soltándolos con regularidad para que no se rompiera la junta.
El predicador se puso de rodillas al lado de las ruedas.
—¿Qué puedo hacer?
—En este momento nada. En cuanto haya salido todo el aceite y todos los tornillos estén sueltos me puede ayudar a sacar el cárter —se revolvió bajo el coche, aflojando los tornillos con una llave inglesa y girándolos luego con los dedos. Los dejó enganchados para que el cárter no se cayera, pero muy sueltos.
—El suelo aún está caliente aquí debajo —dijo Tom. Y añadió—: Casy, ha estado usted muy callado estos últimos días. ¿Cómo es eso? Al principio de encontrarnos hacía usted un discurso cada media hora más o menos. Y este último par de días no ha llegado a decir ni diez palabras. ¿Qué le pasa, se está quemando?
Casy estaba estirado sobre el estómago, mirando debajo del coche. Descansaba en el dorso de una mano la barbilla, erizada con una barba rala. Tenía el sombrero echado hacia atrás de manera que le cubría la nuca.
—Cuando era predicador hablé suficiente para el resto de mi vida —replicó.
—Sí, pero también decía cosas sensatas.
—Estoy muy preocupado —dijo Casy—. Cuando iba por ahí predicando ni siquiera me daba cuenta, pero la verdad es que tenía bastantes mujeres. Si ya no voy a predicar tengo que casarme. Tommy, lo que me pasa es que necesito estar con una mujer con urgencia.
—Yo también —confesó Tom—. Mire, el día que salí de McAlester estaba que echaba humo. Perseguía a una chica, a una putilla, como si fuera un conejo. No le voy a decir lo que pasó, no puedo decírselo a nadie.
—Ya sé lo que pasó —se echó a reír Casy—. Una vez fui al desierto a ayunar y cuando volví, me pasó exactamente la misma puñetera cosa.
—¡Y un cuerno! —dijo Tom—. Bueno, en cualquier casó me ahorré el dinero y le di una carrera a aquella chica. Pensó que estaba loco. Debía haberle pagado, pero solo tenía cinco dólares. Ella dijo que no quería dinero. Ahora, métase aquí debajo y sujételo. Yo lo aflojo. Luego usted saca ese tornillo y yo saco este de mi lado y lo bajamos despacio. Cuidado con una junta. ¿Ve?, sale de una pieza. Estos Dodge viejos solo tienen cuatro cilindros. Una vez desmonté uno. Los cojinetes principales son tan grandes como melones. Ahora… hacia abajo… sujételo. Súbala y tire de esa junta que se ha enganchado, despacio, con cuidado. ¡Ya está! —el grasiento cárter quedó en el suelo entre los dos, aún con un poco de aceite en los recovecos. Tom metió la mano en una de las cavidades anteriores y sacó algunos trozos rotos de antifriccionante—. Aquí está —dijo. Hizo girar el antifriccionante entre sus dedos—. El cigüeñal está subido. Mire atrás y coja la manivela. Gírela hasta que yo le diga.
Casy se puso en pie, encontró la manivela y la ajustó.
—¿Preparado? Agarre, despacio, un poco más, un poco más, ahí.
Casy se arrodilló y volvió a mirar por debajo. Tom hizo sonar el cojinete de la biela contra el cigüeñal.
—Ahí está.
—¿Por qué crees que ha pasado esto? —preguntó Casy.