Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
Tom se acercó un poco más. Percibió el olor de tocino frito y pan cociéndose. La luz creció rápida por el este. Tom se llegó hasta el fogón y alargó las manos hacia él. La muchacha le miró, le saludó con la cabeza y sus dos trenzas se agitaron.
—Buenos días —dijo, y dio la vuelta al tocino en la sartén.
La solapa de la tienda se apartó y salió un hombre joven seguido de otro mayor. Llevaban monos azules, nuevos y chaquetas de la misma tela, tiesos de almidón, con los botones de latón brillantes. Eran hombres de rostro afilado y se parecían mucho. El joven tenía una sombra de barba oscura y el hombre mayor una sombra blanca. Sus cabezas y caras estaban húmedas, el pelo les chorreaba, había gotas de agua en los pelos hirsutos de la barba. Sus mejillas brillaban de humedad. Contemplaron juntos y en silencio la luz naciente del este. Bostezaron al mismo tiempo mirando la luz en los bordes de las colinas. Y luego se volvieron y vieron a Tom.
—Buenos días —dijo el hombre mayor, y su rostro no mostraba cordialidad ni antipatía.
—Buenos días —contestó Tom.
Y «Buenos días», dijo el más joven.
El agua de sus semblantes se secaba lentamente. Se acercaron al fogón a calentarse las manos. La joven seguía con su trabajo. En una ocasión dejó al bebé y se ató las dos trenzas juntas a su espalda con una cuerda y las dos trenzas saltaban y oscilaban mientras trabajaba. Luego puso unas tazas de hojalata sobre una caja grande de embalar, platos, cuchillos y tenedores. Después sacó el tocino de la sartén y lo puso en una fuente de hojalata, y el tocino chirrió y susurró mientras se ponía crujiente. Abrió la puerta del horno y sacó una fuente cuadrada llena de galletas grandes.
Cuando el aroma de las galletas inundó el aire los dos hombres inhalaron profundamente. El más joven dijo:
—Cristo —quedamente.
Entonces el otro se dirigió a Tom:
—¿Has desayunado?
—Pues no, aún no. Pero mi familia está allí. No se han levantado. Necesitaban dormir.
—Bueno, entonces siéntate con nosotros. Tenemos de sobra… gracias a Dios.
—Vaya, muchas gracias —dijo Tom—. Huele tan bien que no podría decir que no.
—¿Verdad que sí? —preguntó el hombre joven—. ¿Has olido algo tan rico en tu vida? —fueron hacia la caja de embalar y se acuclillaron alrededor.
—¿Estáis trabajando por aquí? —preguntó el joven.
—Es lo que pretendemos —respondió Tom—. Llegamos anoche. Aún no hemos tenido ocasión de echar un vistazo por los alrededores.
—Nosotros hemos trabajado doce días —dijo el joven.
La chica, trabajando al lado del fogón, dijo:
—Incluso se han comprado ropa nueva.
Los dos hombres se miraron las tiesas ropas azules y sonrieron ligeramente con timidez. Ella colocó la fuente de tocino, las galletas doradas, un cuenco de salsa y una cafetera y luego se acuclilló también junto a la caja. El bebé seguía mamando, con la cabeza asomando bajo la blusa de la muchacha.
Se sirvieron en los platos, echaron salsa del tocino por encima de las galletas y azúcar en el café.
El hombre mayor se llenó la boca, masticó un par de veces y tragó.
—¡Por Dios, sí que está bueno! —exclamó y volvió a llenarse la boca.
El más joven dijo:
—Llevamos ya doce días comiendo bien. Doce días sin tener que pasar sin una comida… ninguno de nosotros. Trabajando, cobrando el salario y comiendo.
Atacó de nuevo, casi frenéticamente y volvió a llenarse el plato. Bebieron el café hirviendo, arrojaron los posos al suelo y rellenaron las tazas.
La luz ya mostraba color, un destello rojizo. El padre y el hijo dejaron de comer. Miraban hacia el este y el alba iluminaba sus semblantes. La imagen de la montaña y de la luz que la iba cubriendo se reflejaba en sus ojos. Y entonces tiraron los posos de las tazas a la tierra y se pusieron en pie a la vez.
—Hay que ponerse en camino —dijo el mayor.
El joven se volvió hacia Tom.
—Oye —le dijo—. Estamos colocando algunas tuberías. Si quieres acercarte con nosotros quizá te podamos ayudar para que te den trabajo.
Tom dijo:
—Muy amable por tu parte. Y muchas gracias por el desayuno.
—Es un placer —dijo el mayor—. Intentaremos que te den trabajo si quieres.
—Esté seguro de que sí quiero —dijo Tom—. Es solo un minuto. Voy a decírselo a mi familia —se alejó presuroso hacia la tienda de los Joad, se inclinó y se asomó al interior. En la penumbra bajo la lona vio los bultos de figuras dormidas. Pero un leve movimiento comenzó a notarse bajo las ropas de cama. Ruthie salió retorciéndose como una serpiente, con el pelo encima de los ojos y el vestido arrugado y torcido. Se arrastró con cuidado y se puso en pie. Sus ojos grises estaban límpidos y en calma después del sueño y no había en ellos expresión traviesa. Tom se apartó de la tienda y le hizo una seña para que le siguiera, y cuando se volvió ella levantó hacia él la mirada.
—Dios mío, te estás haciendo mayor —dijo él.
Ella apartó la vista súbitamente avergonzada.
—Escucha —dijo Tom—. No despiertes a nadie, pero cuando se levanten, diles que tengo una oportunidad de trabajar y voy a ver si lo consigo. Dile a Madre que desayuné con unos vecinos. ¿Has oído?
Ruthie asintió y miró hacia otro lado y sus ojos eran los de una niña pequeña.
—No les despiertes —advirtió Tom. Volvió con rapidez junto a sus nuevos amigos. Y Ruthie se aproximó cautelosa a la unidad sanitaria y curioseó por la entrada abierta.
Los hombres esperaban cuando Tom regresó. La joven había arrastrado afuera un colchón y puesto al niño en él mientras fregaba los platos.
Tom explicó:
—Quería decirle a mi familia dónde estaba. No estaban despiertos —los tres echaron a andar por la calle entre las tiendas.
El campamento había comenzado a volver a la vida. Las mujeres trabajaban junto a los fuegos recientes, cortando carne en lonchas, haciendo la masa para el pan de la mañana. Y los hombres hormigueaban entre las tiendas y los automóviles. El cielo estaba rosado ahora. Delante de la oficina un anciano enjuto rastrillaba la tierra cuidadosamente. Arrastraba el rastrillo de tal forma que dejaba pequeñas marcas rectas y profundas.
—Has madrugado, abuelo —dijo el hombre joven al pasar.
—Pues sí, sí. Tengo que pagarme el alquiler.
—¡Un cuerno el alquiler! —dijo el joven—. El sábado pasado se emborrachó y se pasó toda la noche cantando en su tienda. El comité le castigó a trabajar.
Caminaron por el borde de la carretera asfaltada; junto al camino crecía una hilera de nogales. El sol empezaba a asomar sobre las montañas.
Tom dijo:
—Es curioso. He estado comiendo con vosotros y no os he dicho mi nombre… ni vosotros a mí. Me llamo Tom Joad.
El hombre mayor le miró y luego se sonrió levemente.
—¿No llevas mucho tiempo por aquí?
—No, qué va. Nada más que un par de días.
—Me lo imaginaba. Es curioso, pierde uno el hábito de mencionar su nombre. Hay tantísimos… al final solo son gente. Bien, señor… yo soy Timothy Wallace y este es mi hijo Wilkie.
—Encantado —Dijo Tom—. ¿Lleváis mucho tiempo por aquí?
—Diez meses —contestó Wilkie—. Llegamos aquí justo después de las inundaciones del año pasado ¡Dios mío! ¡Menuda temporada pasamos! Estuvimos a punto de morirnos de hambre —sus pasos crujían en el camino asfaltado. Pasó un camión lleno de hombres, todos ellos embebidos en sí mismos. Se abrazaban a sí mismos en la trasera del camión y miraban hacia abajo con el ceño fruncido.
—Trabajan para la Compañía del Gas —dijo Timothy—. Es un buen empleo.
—Podría haber cogido nuestro camión —sugirió Tom.
—No —Timothy se agachó y cogió una nuez verde. La palpó con el pulgar y luego se la tiró a un mirlo posado en el alambre de una cerca. El pájaro echó a volar hacia arriba, dejó pasar la nuez por debajo de él y volvió a posarse en el alambre y se alisó las relucientes plumas negras con el pico.
Tom preguntó:
—¿No tenéis coche?
Los dos Wallace se quedaron callados, y Tom, mirándoles a la cara, vio que estaban avergonzados.
Wilkie dijo:
—El sitio donde trabajamos está solo a una milla.
Timothy habló malhumorado:
—No, no tenemos coche. Lo vendimos, no hubo más remedio. No nos quedaba comida, no nos quedaba nada. No encontrábamos trabajo. Todas las semanas venían unos a comprar coches. Si tenías hambre, pues nada, te compraban el coche. Y si estabas suficientemente hambriento, lo compraban por nada. Nosotros lo estábamos y nos dieron diez dólares por él —escupió en la carretera.
Wilkie dijo suavemente:
—Estuve en Bakersfield la semana pasada. Lo vi en un almacén de coches usados, allí mismo, con un letrero que ponía setenta y cinco dólares.
—Tuvimos que venderlo —dijo Timothy—. Se trataba de dejar que nos robaran el coche o de robarles nosotros. Aún no hemos tenido que robar, pero, ¡maldita sea!, nos ha faltado muy poco.
Tom dijo:
—Ya ves, antes de dejar nuestro hogar oímos que aquí había trabajo en abundancia. Vimos anuncios que pedían gente que viniera a trabajar.
—Sí —dijo Timothy—. Nosotros también. Y no hay demasiado trabajo. Y los salarios bajan constantemente. Se cansa uno simplemente teniendo que ingeniárselas para comer.
—Ahora tenéis trabajo —sugirió Tom.
—Sí, pero no va a durar mucho. Trabajamos para un buen hombre. Tiene una propiedad pequeña y trabaja a nuestro lado. Pero, mierda, no va a durar eternamente.
Tom dijo:
—¿Para qué coño me lleváis? Si me acepta, el trabajo durará aún menos. ¿Por qué os cortáis vuestro propio cuello?
Timothy meneó la cabeza despacio.
—No lo sé. Supongo que no tiene sentido. Pensábamos comprarnos un sombrero cada uno. Parece que no va a poder ser. Ése es el sitio, allí, a la derecha. Es un trabajo agradable. Nos pagan treinta centavos por hora. El patrón es un hombre cordial, es un buen jefe.
Salieron de la carretera y enfilaron por un camino de grava, a través de un pequeño huerto familiar; después de pasar los árboles llegaron a una casa blanca, unos cuantos árboles para dar sombra y un granero; detrás del granero se extendia un viñedo y un campo de algodón. Al tiempo que los tres hombres pasaban junto a la casa una puerta se cerró con un golpe y un hombre algo rechoncho y atezado por el sol bajó los escalones de la puerta trasera. Llevaba un gorro de papel para protegerse del sol y venía subiéndose las mangas mientras cruzaba el patio. Sus cejas espesas y quemadas por el sol se juntaban en un gesto ceñudo. Sus mejillas estaban bronceadas de un color rojo intenso.
—Buenos días, señor Thomas —saludó Timothy.
—Buenos días —respondió el hombre con irritación.
Timothy dijo:
—Este es Tom Joad. Pensemos que quizá podría usted emplearlo.
Thomas miró a Tom con el ceño fruncido y luego soltó una risa corta sin variar el gesto malhumorado de sus cejas.
—Ah, sí, claro. Le doy un empleo. Le daré un empleo a todo el que venga. Quizá hasta emplee a cien hombres.
—Nosotros pensamos que… —empezó Timothy en tono de disculpa.
Thomas le interrumpió.
—Sí, yo también he estado pensando —se dio la vuelta y se encaró con ellos—. Tengo algo que deciros. Os he estado pagando treinta centavos a la hora, ¿no es eso?
—Sí, desde luego… pero, señor Thomas…
—Y a cambio he obtenido treinta centavos de trabajo —juntó las manos endurecidas y pesadas.
—Intentamos hacer una buena jornada de trabajo.
—Bueno, maldita sea, pues esta mañana os pago veinticinco centavos por hora; lo tomas o lo dejas —la rabia que sentía hizo que el color rojo de su semblante se hiciera más intenso.
Timothy dijo:
—Hemos trabajado bien. Usted lo ha dicho.
—Ya lo sé. Pero la cosa es que al parecer ya no soy yo quien contrata a mis propios hombres —tragó saliva—. Mira—dijo—. Yo tengo sesenta y cinco acres. ¿Has oído alguna vez hablar de la Asociación de Granjeros?
—Pues claro que sí.
—Bueno, pues yo formo parte de ella. Anoche tuvimos una reunión. Ahora bien, ¿sabes quién dirige la Asociación? Te lo voy a decir. El Banco del Oeste. Ese banco posee la mayor parte de este valle y tiene acciones en todo lo que no es de su propiedad. Así que anoche el representante del banco me dijo, dice: «Usted está pagando treinta centavos por hora. Es mejor que lo reduzca a veinticinco.» Yo le dije: «Tengo buenos hombres. Merecen que les pague treinta.» Y él replicó: «No se trata de eso. El salario actual es de veinticinco centavos. Si usted paga treinta, provocará agitación. Y por cierto, ¿va usted a necesitar la cantidad acostumbrada del préstamo para la cosecha del año próximo?» —Thomas se interrumpió. Su respiración salía en jadeos entre sus labios—. ¿Entiendes? El salario es de veinticinco centavos… y tendrás que conformarte.
—Hemos trabajado bien —insistió Timothy en vano.
—¿Pero es que no te das cuenta? El banco emplea dos mil hombres y yo tres. Tengo letras que pagar. Si eres capaz de encontrar una salida, estaré encantado de ponerla en práctica. Estoy en sus manos, me tienen por el cuello.
Timothy meneó la cabeza.
—No sé qué decir.
—Espera aquí —Thomas caminó con premura hacia la casa. La puerta se cerró de golpe tras él. Volvió al cabo de un momento con un periódico en la mano—. ¿Has visto esto? Yo te lo leo: «Ciudadanos enfurecidos contra los agitadores rojos queman un campamento de emigrantes. Anoche un grupo de ciudadanos, encolerizados por las agitaciones que se estaban produciendo en un campamento local de emigrantes, redujeron las tiendas de campaña a cenizas y advirtieron a los agitadores que abandonaran el condado.»
Tom comenzó:
—Pero si yo… —y después cerró la boca y se quedó callado
Thomas dobló el periódico pulcramente y se lo metió en el bolsillo. Había recuperado el control de sí mismo una vez más. Dijo quedamente:
—Esos hombres fueron enviados por la Asociación. Ahora les estoy delatando. Si llegan a enterarse, el año que viene no tendré granja.
—Es que no sé qué decir —dijo Timothy—. Si había agitadores, comprendo que estuvieran furiosos.
Thomas dijo:
—Llevo mucho tiempo observándolo. Siempre hay agitadores rojos justo antes de una reducción de los salarios. Maldita sea, me tienen en una trampa. Bueno, ¿qué vais a hacer? ¿Veinticinco centavos?