Las uvas de la ira (49 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Timothy clavó los ojos en el suelo.

—Yo lo tomo, trabajo —dijo.

—Yo también —dijo Wilkie.

Tom dijo:

—Parece que he dado con algo interesante. Yo desde luego que lo tomo. Necesito trabajar.

Thomas sacó un pañuelo de su bolsillo delantero y se secó la boca y la barbilla. —No sé cuánto tiempo se va a poder seguir así. No sé cómo podéis alimentar a la familia con lo que ganáis ahora.

—Podemos hacerlo mientras trabajamos —dijo Wilkie—. El problema surge cuando no conseguimos trabajo.

Thomas echó una mirada a su reloj.

—Bien, vamos a cavar alguna zanja. ¡Qué coño!, os voy a decir algo —dijo—. Vosotros vivís en ese campamento del gobierno, ¿no?

—Sí, señor —Timothy se puso rígido.

—Y tenéis baile todos los sábados por la noche.

—Y tanto que sí —sonrió Wilkie.

—Pues estad al tanto el próximo sábado por la noche.

Timothy se puso derecho súbitamente. Caminó hasta ponerse al lado de su jefe.

—¿Qué quiere decir? Yo formo parte del Comité Central. He de saberlo.

—No se te ocurra decir nunca que te lo he dicho yo —Thomas le miró aprensivo.

—¿De qué se trata? —exigió saber Timothy.

—Mira, a la Asociación no le gustan los campamentos del gobierno, donde no puede colarse ningún ayudante del sheriff. He oído que la gente hace sus propias leyes y no se puede arrestar a nadie sin una orden. Pero si se organiza una pelea a lo grande y hubiera tiros… unos cuantos ayudantes podrían entrar y desmantelar el campamento.

Timothy había cambiado. Había echado los hombros para atrás y sus ojos eran fríos.

—¿Qué significa todo eso?

—No digas nunca dónde lo has oído —dijo Thomas nerviosamente—. Va a haber una pelea en el campamento el sábado por la noche. Y habrá representantes de la ley preparados para entrar.

—¿Pero por qué, por el amor de Dios? —se exaltó Tom—. Esa gente no está molestando a nadie.

—Te voy a decir por qué —replicó Thomas—. La gente que vive en el campamento se está acostumbrando a que se la trate como a seres humanos. Cuando vuelvan a los otros campamentos ya no será fácil manejarles —se secó la cara de nuevo—. Ahora a trabajar. Dios, espero que no vaya a perder mi granja por haber hablado demasiado. Pero vosotros me caéis bien.

Timothy se paró delante de él y alargó su mano dura y delgada y Thomas la estrechó.

—Nadie sabrá quién me lo dijo. Le damos las gracias. No habrá pelea el sábado.

—Al trabajo —dijo Thomas—. Y son veinticinco centavos por hora.

—Lo tomamos —dijo Wilkie—, por ser usted.

Thomas se alejó hacia la casa.

—Saldré dentro de un rato —dijo—. Vosotros empezad a trabajar —la puerta de tela metálica se cerró de golpe detrás de él.

Los tres hombres siguieron andando, dejaron atrás el pequeño granero encalado y caminaron por el borde del campo. Llegaron a una larga zanja estrecha junto a la que descansaban secciones de tuberías de hormigón.

—Aquí es donde estamos trabajando —dijo Wilkie.

Su padre abrió el granero y sacó dos picos y tres palas. Y le dijo a Tom:

—Aquí tienes a tu belleza.

Tom sopesó el pico.

—¡Caramba! Me sienta bien volver a coger un pico.

—Espera a que lleguen las once —sugirió Wilkie—. Ya verás lo bien que te sienta entonces.

Fueron hasta el final de la zanja. Tom se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre el montón de tierra. Empujó su gorra hacia arriba y se metió en la zanja. Entonces escupió en sus manos. El pico se elevó en el aire y cayó como un rayo. Tom gruñó suavemente. El pico subió y bajó y el gruñido se oía en el momento en que la herramienta se hundía en el suelo y soltaba la tierra.

Wilkie dijo:

—Pues sí, Padre, aquí tenemos un picador de primera clase. Este chico parece estar casado con esa excavadora en miniatura.

Tom dijo:

—Tengo experiencia (umf). Sí, señor, (umf), he pasado años haciéndolo (umf). Casi me gusta este trabajo (umf) —la tierra se desmigaba conforme él avanzaba. El sol daba a los árboles frutales ahora un color más claro y las hojas de las vides eran de un verde dorado. Tras avanzar unos docientos metros Tom se apartó y se secó la frente. Wilkie iba detrás de él. La pala subía y volvía a caer y la tierra volaba e iba a amontonarse al lado de la zanja cada vez más larga.

—He oído algo de ese Comité Central —dijo Tom—. ¿Así que tú eres miembro?

—Sí —replicó Timothy—. Y es una responsabilidad, toda esa gente… Hacemos todo lo que está en nuestra mano. Lo mismo que toda la gente del campamento. Ojalá esos granjeros poderosos no nos persiguieran de esa forma. Daría algo por que no lo hicieran.

Tom volvió a la zanja y Wilkie permaneció a su lado. Tom dijo:

—¿Y qué hay de esa pelea (umf) en el baile de la que te habló (umf)? ¿Para qué la quieren provocar?

Timothy iba siguiendo a Wilkie y con la pala igualaba el fondo de la zanja y lo dejaba liso y dispuesto para poner la tubería.

—Parece que no quieren que nos establezcamos en un sitio fijo —dijo Timothy—. Temen que lleguemos a organizamos, supongo. Y quizá tengan razón. Este campamento es una organización. La gente cuida allí de ella misma. Tenemos la mejor banda de cuerda de estos contornos. Tenemos una pequeña cuenta en la tienda para la gente que tiene hambre. Cinco dólares… puedes comprar comida por ese valor y el campamento lo respalda. Nunca hemos tenido ningún lío con la ley. Creo que a los grandes granjeros eso les asusta. No nos pueden meter en la cárcel… y les da miedo. Quizá se imaginan que si podemos gobernarnos a nosotros mismos, tal vez nos dé por hacer otras cosas.

Tom salió de la zanja y se quitó el sudor de los ojos.

—¿Oísteis lo que decía aquel periódico sobre «agitadores al norte de Bakersfield?»

—Claro —dijo Wilkie—. Dicen cosas así continuamente.

—Bueno, yo estaba allí. No había agitadores ni por casualidad. Lo que ellos llaman rojos. ¿Qué coño son rojos de todas formas?

Timothy aplanó un pequeño promontorio del fondo de la zanja. El sol hacía brillar su blanca barba hirsuta.

—Hay muchos que quisieran saber lo que son rojos —rio—. Uno de nuestros chicos lo averiguó —aplanó suavemente con la pala la tierra amontonada—. Un tipo llamado Hines… tiene unos treinta mil acres, melocotones y uvas, una conservera y un lagar. Estaba todo el tiempo hablando de «esos condenados rojos». «Esos rojos de mierda están llevando el país a la ruina» —decía—, y «tenemos que echar a estos rojos cabrones de aquí». Un día le estaba oyendo un joven recién llegado al oeste. Se rascó la cabeza y le dijo: «Señor Hines, yo llevo por aquí poco tiempo. ¿Qué son los malditos rojos?» Pues bien, Hines le contestó: «¡Un rojo es un hijo de puta que pide treinta centavos por hora cuando lo que pagamos son veinticinco!» El joven se lo pensó, se rascó la cabeza y dijo: «Bueno, señor Hines, yo no soy un hijo de puta, pero si eso es lo que es un rojo… pues yo quiero treinta centavos por hora. Todo el mundo lo quiere. Diablos, señor Hines, todos somos rojos» —Timothy pasó la pala a lo largo del suelo de la zanja y la tierra sólida brilló en los puntos en que la paja cortaba.

Tom se echó a reír.

—Supongo que yo también —su pico dibujó un arco hacia arriba y cayó y la tierra se agrietó bajo el golpe. El sudor le caía por la frente y los lados de la nariz y brillaba en su cuello—. Maldita sea —dijo—, un pico es una buena herramienta (umf), si no te peleas con ella (umf). Tú y el pico (umf) tenéis que trabajar juntos (umf).

Los tres hombres trabajaban en fila y la zanja fue abriéndose palmo a palmo mientras el sol brillaba cada vez más caliente sobre ellos en la mañana que avanzaba.

Cuando Tom se fue, Ruthie estuvo un tiempo asomándose a la puerta de la unidad sanitaria. Su valor no era mucho si Winfield no estaba allí para poder presumir ante él. Puso un pie descalzo en el suelo de cemento y luego lo retiró. Un poco más allá una mujer salió de una tienda y encendió un fuego en un hornillo de latón. Ruthie dio unos cuantos pasos en esa dirección, pero no podía alejarse. Se acercó furtivamente a la entrada de la tienda de su familia y se asomó al interior. En uno de los lados, tumbado en el suelo, yacía el tío John con la boca abierta, sus ronquidos burbujeando en la garganta. Madre y Padre estaban tapados con un edredón hasta la cabeza, ocultándose de la luz. Al estaba en el lado opuesto al tío John y tenía un brazo cubriéndole los ojos. Cerca de la parte delantera de la tienda yacían Rose of Sharon y Winfield y era visible el hueco que había ocupado Ruthie, al lado de Winfield. Ella se puso en cuclillas y escudriñó el interior. Fijó los ojos en la cabeza de estopa de Winfield; y mientras le observaba, el pequeño abrió los ojos y la miró con una expresión solemne en la mirada. Ruthie se llevó el dedo a los labios y le hizo una señal con la otra mano. Winfield giró los ojos hacia Rose of Sharon, cuyo rostro encendido, con la boca ligeramente abierta, estaba cerca de él. Winfield aflojó con cuidado la manta y se deslizó fuera. Salió de la tienda cauteloso y se reunió con Ruthie.

—¿Cuánto tiempo llevas levantada? —susurró.

Ella le guió hasta apartarse un poco con cautela exagerada, y cuando estuvo a una distancia prudencial le contestó:

—No me he acostado. Estuve levantada toda la noche.

—Si que te acostaste —dijo Winfield—. Es una mentira podrida.

—Vale —dijo ella—. Si soy una mentirosa no pienso decirte nada de lo que ha pasado. No te voy a decir cómo murió el hombre acuchillado ni cómo llegó un oso y se llevó a un niño pequeño.

—No vino ningún oso —dijo Winfield inquieto. Se alisó el pelo con los dedos y tiró hacia abajo de su mono entre las piernas.

—Muy bien… no vino ningún oso —dijo ella en tono sarcástico—. Ni tampoco hay cosas blancas hechas de ese material, como las de los catálogos.

Winfield la contempló con seriedad. Señaló a la unidad sanitaria.

—¿Están allí? —preguntó.

—Soy una mentirosa —dijo Ruthie—. No me va a servir de nada decirte cosas.

—Vamos a ver —dijo Winfield.

—Yo ya he ido —replicó Ruthie—. Ya me he sentado en ellos. Incluso he meado en uno.

—No me lo creo —dijo Winfield.

Se encaminaron al edificio de la unidad y esta vez Ruthie no estaba asustada. Abrió la marcha con audacia al interior del edificio. Los retretes se alineaban en uno de los lados de la amplia habitación y cada uno tenía un compartimiento con una puerta delante. La porcelana blanca relucía. Los lavabos se alineaban en la otra pared mientras que en la tercera pared había cuatro compartimientos con duchas.

—Ahí lo tienes —dijo Ruthie—. Esos son los retretes. Los he visto en el catálogo —los niños se acercaron a uno de los retretes. Ruthie, en un arranque de valor, se levantó la falda y se sentó—. Ya te dije que había estado aquí —dijo. Y como prueba se oyó un tintineo de agua en la taza.

Winfield estaba avergonzado. Su mano torció la palanca de la cisterna. El agua cayó con un rugido. Ruthie brincó en el aire y se alejó de otro salto. Ella y Winfield se quedaron parados en el centro de la habitación y miraron al retrete. El silbido del agua continuaba.

—Has sido tú —dijo Ruthie—. Vas y lo rompes. Te he visto.

—Yo no he sido. Te juro que yo no he sido.

—Te he visto —dijo Ruthie—. Simplemente no se te puede dejar acercarte a las cosas finas.

Winfield hundió la barbilla. Levantó la vista hacia Ruthie y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Le empezó a temblar la barbilla. E inmediatamente Ruthie se arrepintió.

—No te apures —le dijo—. No te voy a delatar. Haremos como si ya hubiera estado roto. Como si ni siquiera hubiéramos estado aquí —le condujo fuera del edificio.

El sol asomaba ya por encima de las montañas, refulgía en los tejados de hierro galvanizado de las cinco unidades sanitarias, brillaba en las tiendas grises y en el suelo barrido de las calles que separaban las tiendas. Y el campamento comenzaba a despertar. Los fuegos ardían en los fogones portátiles, hechos de latas de queroseno y láminas de metal. El olor del humo llenaba el aire. Las solapas de las tiendas se retiraban hacia detrás y la gente empezaba a moverse por las calles. Delante de su tienda, Madre miraba a un lado y a otro de la calle. Vio a los niños y se dirigió hacia ellos.

—Me estaba empezando a preocupar —les dijo—. No sabía dónde estabais.

—Estábamos echando un vistazo por ahí —dijo Ruthie.

—Bueno, ¿dónde está Tom? ¿Le habéis visto?

Ruthie adoptó una actitud de importancia.

—Sí. Tom me despertó y me dijo qué tenía que decirte —hizo una pausa para que su importancia se hiciera evidente.

—Bueno… ¿qué? —se impacientó Madre.

—Dijo que te dijera… —volvió a parar y miró a Winfield para cerciorarse de que este apreciaba su posición.

Madre levantó la mano con el dorso apuntando a Ruthie.

—¿Qué?

—Consiguió trabajo —dijo Ruthie rápidamente—. Se fue a trabajar —vigiló con aprensión la mano alzada de Madre. Ésta bajó de nuevo la mano y luego la alargó hacia Ruthie. Le rodeó los hombros en un abrazo rápido y tembloroso y después la soltó.

Ruthie fijó la vista en el suelo, avergonzada, y cambió de tema.

—Allí hay retretes —dijo—. Son blancos.

—¿Habéis estado allí? —preguntó Madre.

—Yo y Winfield —dijo ella; y luego, a traición—, Winfield se cargó un retrete.

Winfield se puso rojo. Miró a Ruthie.

—Y ella ha meado en uno —dijo con rencor.

—¿Qué es lo que hiciste? —dijo Madre recelosa—. Enséñamelo —les empujó hasta la puerta y les hizo entrar—. Ahora dime lo que hiciste.

Ruthie señaló el retrete.

—Era como un silbido. Ahora ha parado.

—Enséñame lo que hiciste —exigió Madre.

Winfield se acercó reacio al retrete.

—No lo empujé muy fuerte —dijo—. Sólo agarré esto de aquí y… —el silbido del agua se repitió. El dio un salto hacia atrás.

Madre echó la cabeza para atrás y rompió a reír, mientras Ruthie y Winfield la contemplaban ofendidos.

—Así es como funcionan —explicó Madre—. Ya los he visto antes de ahora. Cuando has terminado, has de apretar la palanca.

La vergüenza de su ignorancia fue demasiado profunda para los niños. Salieron y bajaron por la calle y se quedaron mirando cómo desayunaba una gran familia.

Madre les contempló mientras salían. Y luego dio una vuelta por la habitación. Fue a las cabinas de las duchas y se asomó dentro. Se acercó a los lavabos y pasó el dedo por la blanca porcelana. Abrió un grifo y puso un dedo bajo el chorro, y apartó bruscamente la mano al salir el agua caliente. Consideró durante un momento el lavabo y luego, tras colocar el tapón, lo llenó con un poco de agua caliente y otro poco de fría. Y entonces se lavó la cara y las manos en el agua tibia. Se estaba mojando el pelo con los dedos cuando oyó un paso en el piso de cemento a su espalda. Madre se volvió al oír el ruido. Un hombre mayor la miraba, inmóvil, con expresión de justo asombro.

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