Las uvas de la ira (46 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—Venga. No podemos irnos si no vienes.

—Marchaos. Yo no sirvo para nada, para nada. Lo único que hago es ir arrastrando mis pecados, manchando a todos a mi alrededor.

—No tienes más pecados que cualquier otro.

John acercó la cabeza y le guiñó un ojo sabiamente. Tom pudo ver débilmente su rostro a la luz de las estrellas.

—Nadie conoce mis pecados, excepto Jesús. Él sabe.

Tom se puso de rodillas. Colocó su mano en la frente del tío John y la notó caliente y seca. John le apartó la mano torpemente.

—Venga —suplicó Tom—. Vamonos ahora, tío John.

—Yo no pienso ir. Estoy cansado. Voy a descansar aquí mismo. Aquí mismo.

Tom estaba muy próximo. Puso su puño contra la barbilla del tío John. Trazó un par de veces un arco de prueba, para calcular la distancia; y entonces, haciendo un balanceo desde el hombro, dio en la barbilla un puñetazo limpio y perfecto. La barbilla de John se fue hacia arriba con un golpe seco y él cayó hacia detrás e intentó volver a sentarse. Pero Tom, que estaba arrodillado junto a él, le volvió a golpear mientras John levantaba un codo. El tío John permaneció inmóvil en la tierra.

Tom se levantó e, inclinándose, recogió el cuerpo relajado y flojo y lo impulsó hacia arriba hasta colocárselo sobre el hombro. Se tambaleó bajo el peso muerto. Las manos de John le palmeaban la espalda al andar, lentamente, resoplando mientras ascendía por el terraplén hasta la carretera. Una vez pasó un coche y le iluminó con el hombre desmayado sobre el hombro. El coche disminuyó la velocidad un instante y luego se alejó rugiendo.

Tom jadeaba cuando llegó al Hooverville, bajó por el camino y alcanzó el camión de su familia. John estaba volviendo en sí; se resistió débilmente. Tom lo dejó con cuidado en el suelo.

El campamento había sido levantado en su ausencia. Al pasaba los bultos al camión. La lona encerada esperaba lista para cubrir la carga.

Al dijo:

—No cabe duda de que decidió hacerlo por la vía rápida.

Tom se disculpó.

—Le tuve que dar un par de golpes para conseguir que viniera. Pobre hombre.

—¿No le habrás hecho daño? —preguntó Madre.

—No creo. Ya se está recuperando.

El tío John se encontraba débil y mareado, en el suelo. Tenía espasmos de vómitos en pequeños jadeos.

—Te guardé un plato de patatas, Tom —dijo Madre.

—En este momento no estoy precisamente de humor —rió Tom entre dientes.

—Venga, Al —llamó Padre—. Coloca la lona por la cuerda.

El camión estaba cargado y listo. El tío John se había quedado dormido. Tom y Al lo izaron y lo subieron encima de la carga mientras Winfield imitaba el sonido de arcadas detrás del camión y Ruthie se metía la mano en la boca para no soltar la carcajada.

—Todo listo —anunció Padre.

—¿Dónde está Rosasharn? —preguntó Tom.

—Allí —respondió Madre—. Vamos, Rosasharn. Es hora de irnos.

La muchacha estaba sentada, inmóvil, con la barbilla hundida en el pecho. Tom se acercó a ella.

—Venga —le dijo.

—Yo no voy —dijo, sin levantar la cabeza.

—Tienes que venir.

—Quiero que venga Connie. No pienso irme hasta que regrese.

Tres coches salieron del campamento, camino adelante hacia la carretera, coches viejos cargados con los enseres de acampar y la gente. Llegaron con estruendo hasta la carretera y se alejaron, sus débiles luces alumbrando la ruta.

Tom dijo:

—Connie nos encontrará. Le dejé recado en la tienda de dónde estaríamos. Él nos encontrará.

Madre se llegó junto a ellos y se detuvo al lado de su hijo.

—Venga, Rosasharn. Vamos, cariño —dijo con dulzura.

—Quiero esperar.

—No podemos esperar —Madre se inclinó, tomó a su hija del brazo y la ayudó a ponerse de pie.

—El nos encontrará —repitió Tom—. No te preocupes. Ya nos encontrará.

Caminaron flanqueando a la joven.

—Quizá haya ido a comprar los libros para estudiar —dijo Rose of Sharon—. Quizá quería darnos una sorpresa.

—Puede que eso sea justo lo que haya hecho —dijo Madre. La condujeron hasta el camión y la ayudaron a encaramarse en la carga y ella se arrastró bajo la lona y desapareció en la oscura cueva.

Entonces el barbudo de la chabola de maleza se acercó tímidamente al camión. Se quedó allí con las manos unidas detrás de la espalda.

—¿Van a dejar alguna cosa que uno pueda aprovechar? —preguntó al fin.

—No se me ocurre nada —replicó Padre—. No tenemos nada que podamos dejar.

—¿Es que no se van a ir? —preguntó Tom.

Durante largo rato el barbudo le miró fijamente.

—No —dijo por último.

—Pero si van a quemar el campamento.

Sus ojos huidizos se clavaron en la tierra.

—Ya lo sé. Ya lo han hecho otras veces.

—Bueno, y ¿por qué rayos no se largan?

Los ojos aturdidos miraron arriba un momento y luego volvieron a bajar y la luz agonizante de la hoguera tenía un resplandor rojizo.

—No lo sé. Se tarda mucho en volver a acumular cosas.

—No le quedará nada si todo arde.

—Lo sé. ¿No van a dejar nada aprovechable?

—Estamos limpios, pelados —dijo Padre. El hombre se alejó como ausente—. ¿Qué es lo que le pasa? —exigió Padre.

—Demasiada policía —explicó Tom—. Como me dijo uno, este está sonado. Le han dado demasiados golpes en la cabeza.

Una segunda caravana en miniatura atravesó el campamento, trepó a la carretera y se alejó.

—Venga, Padre. Vámonos. Mira, tú, yo y Al vamos en el asiento. Madre puede viajar en la carga. No. Madre, tú siéntate en el medio. Al —Tom buscó debajo del asiento y sacó una gran llave inglesa—. Al, tú ve detrás. Llévate esto por si acaso. Si alguno intenta subir… dale fuerte.

Al cogió la llave inglesa, trepó por el tablón trasero y se acomodó con las piernas cruzadas, llave inglesa en mano. Tom sacó la barra de hierro de debajo del asiento y la dejó en el suelo, bajo el pedal del freno.

—Bien —dijo—. Siéntate en el medio, Madre.

—Yo no tengo nada en la mano —dijo Padre.

—Puedes estirarte y alcanzar la barra de hierro —dijo Tom—. Espero, por Dios, que no haga falta —apretó el estárter y el ruidoso volante giró, el motor encendió y se quedó muerto y volvió a encenderse. Tom encendió las luces y salió del campamento en primera. Las débiles luces palpaban nerviosamente la carretera. Subieron a la carretera y enfilaron en dirección sur. Tom dijo:

—Llega un momento en que uno se pone furioso.

Madre le interrumpió:

—Tom… me dijiste… me prometiste que no te habías vuelto así. Me lo prometiste.

—Ya lo sé, Madre. Lo estoy intentando. Pero esos ayudantes del sheriff… ¿Has visto uno alguna vez que no tuviera el culo gordo? Y menean el culo y muestran su revólver por ahí. Madre —dijo—, si ellos estuvieran trabajando con la ley, lo podríamos soportar. Pero no es eso. Su trabajo es minarnos la moral. Intentan que estemos encogidos, arrastrándonos como una perra apaleada. Tratan de destrozarnos. Por Dios, Madre, llega un momento en que lo único que uno puede hacer para conservar la dignidad es atizarle a un policía. Nos están comiendo la dignidad.

—Me lo prometiste, Tom —insistió Madre—. Eso que dices es lo que hizo Floyd Niño Bonito. Yo conocía a su madre. A su hijo le hicieron daño.

—Lo estoy intentando, Madre. Te juro por Dios que lo intento. Pero no querrás que me arrastre como una perra apaleada, con el vientre por el suelo, ¿verdad?

—Estoy rezando. No puedes meterte en líos, Tom. La familia se viene abajo. Tienes que portarte bien.

—Lo intentaré, Madre. pero cuando uno de esos culones se mete conmigo es que me cuesta un esfuerzo tremendo. Sería distinto si se tratara de la ley. Pero pegar fuego al campamento no es la ley.

El camión traqueteó avanzando. Al frente, una pequeña línea de faroles rojos se extendía a través de la carretera.

—Creo que hay una desviación —dijo Tom. Frenó y el camión se detuvo e inmediatamente un montón de hombres rodearon el vehículo. Iban armados con mangos de picos y escopetas. Llevaban cascos de trinchera y algunos gorros de la Legión Americana. Un hombre se asomó a la ventana; le precedía el aroma cálido del whisky.

—¿A dónde tienen intención de ir? —acercó su rostro rojo junto al de Tom.

Tom se puso rígido. Su mano se movió furtivamente hacia el suelo buscando la barra de hierro. Madre le agarró el brazo y lo sujetó con fuerza. Tom dijo:

—Pues… —y entonces su voz adoptó un tono de servilismo lastimero—. Somos forasteros —dijo—. Oímos que había trabajo en un lugar llamado Tulare.

—Maldita sea, pues van en dirección contraria. No queremos ningún okie desgraciado en este pueblo.

Los hombros y los brazos de Tom estaban tensos y le recorrió un escalofrío. Madre se aferró a su brazo. Por delante el camión estaba rodeado de hombres armados. Algunos de ellos, para sugerir una apariencia militar, llevaban guerreras y cartucheras.

Tom preguntó plañidero:

—¿Por dónde se va, señor?

—Da la vuelta y dirígete al norte. Y no volváis hasta que el algodón esté a punto.

Tom se estremeció de la cabeza a los pies.

—Sí, señor —dijo. Metió la marcha atrás y giró. Volvió a conducir por donde había venido. Madre le soltó el brazo y le palmeó suavemente. Y Tom intentó contener los sollozos violentos y ahogados.

—No hagas caso —dijo Madre—. No hagas caso.

Tom se sonó la nariz por la ventana y se secó los ojos con la manga.

—Hijos de la gran puta…

—Has hecho bien —dijo Madre con ternura—. Lo que tenías que hacer.

Tom se desvió por un camino de tierra, avanzó cien metros y apagó las luces y el motor. Se apeó del coche con la barra de hierro.

—¿Dónde vas? —exigió Madre.

—Sólo voy a echar una ojeada. No vamos a ir hacia el norte —los faroles rojos se movían carretera delante. Tom los vio pasar por la entrada al camino de tierra y seguir avanzando. En unos instantes se oyó el sonido de gritos y chillidos y luego la luz de las llamas se elevó en la dirección del Hooverville. La luz creció y se extendió, y de la distancia llegó el crepitar del fuego. Tom volvió a subir al camión. Dio la vuelta y recorrió el camino sin poner las luces. Una vez en la carretera giró de nuevo hacia el sur y encendió los faros.

Madre preguntó con timidez:

—¿A dónde vamos, Tom?

—Al sur —respondió él—. No permito que esos desgraciados nos digan a dónde tenemos que ir. No podemos permitirlo. Vamos a intentar pasar por fuera de la ciudad, sin tener que atravesarla.

—Sí, pero ¿dónde vamos? —habló Padre por primera vez—. Eso es lo que yo quisiera saber.

—Vamos a buscar ese campamento del gobierno —reveló Tom—. Un tipo me dijo que allí no dejan entrar a los ayudantes del sheriff. Madre… tengo que alejarme de ellos. Tengo miedo de acabar matando a alguno.

—Tranquilo, Tom —le calmó Madre—. Tranquilo, Tommy. Ya has hecho lo que debías una vez. Puedes volver a hacerlo.

—Sí, y después de un tiempo no me va a quedar ni una pizca de dignidad.

—Tranquilo —dijo ella—. Debes tener paciencia. Mira, Tom… nosotros, nuestra gente, seguirá viviendo cuando estos otros hayan desaparecido. Escucha, Tom, nosotros somos la gente que vive. No nos pueden borrar del mapa. Nosotros somos la gente, nosotros seguimos adelante.

—Nos apalean continuamente.

—Ya lo sé —Madre rió entre dientes—. Quizá es lo que nos hace fuertes. Los ricos van y se mueren y sus hijos no sirven para nada y van desapareciendo. Sin embargo, Tom, nosotros seguimos surgiendo. No te inquietes, Tom. Llegan nuevos tiempos, distintos.

—¿Cómo lo sabes?

—No sé cómo.

Entraron en el pueblo y Tom torció por una calle lateral para evitar el centro. A la luz de la calle contempló a su madre; su rostro estaba en calma y sus ojos tenían una extraña mirada, como los ojos intemporales de una estatua. Tom alargó la mano derecha y tocó el hombro de su madre. Tuvo que hacerlo. Y después retiró la mano.

—En mi vida te había oído hablar tanto —le dijo.

—Antes nunca hubo ninguna razón —replicó ella.

Tom condujo por las calles laterales, dejó el pueblo y volvió a la carretera. En un cruce vio la indicación de la carretera 99. Siguió por ella en dirección sur.

—Bueno, en cualquier caso no han conseguido echarnos hacia el norte —dijo—. Aún vamos a donde queremos, aunque para ello tengamos que arrastrarnos.

Las débiles luces caían a lo largo de la ancha y negra carretera que tenían por delante.

Capitulo XXI

A
hora las personas que estaban en movimiento, que iban en busca de algo, eran emigrantes. Las familias que habían vivido en una pequeña parcela de terreno, que habían vivido y habían muerto en un espacio de cuarenta acres, que habían comido o pasado hambre con lo que producían esos cuarenta acres, tenían ahora todo el oeste para recorrerlo a sus anchas. Y se extendían presurosas, buscando trabajo; las carreteras eran ríos de gentes y las cunetas a los bordes eran también hileras de gente. Tras estas gentes venían otras. Las grandes carreteras bullían de gente en movimiento. Allá en el medio oeste y el suroeste había vivido una población sencilla y campesina a la que no había afectado el cambio de la industria, que no había trabajado la tierra con maquinaria, ni conocido la fuerza y el peligro que las máquinas podían adquirir estando en manos privadas. No habían crecido en las paradojas de la industria. Sus sentidos todavía percibían con claridad lo ridículo de la vida industrial.

Y entonces, de pronto, las máquinas los expulsaron y ellos invadieron las carreteras. El movimiento les hizo cambiar; las carreteras, los campamentos a orillas de los caminos, el temor al hambre, y la misma hambre, les transformaron. Cambiaron porque los niños debian pasarse sin cenar y por estar en constante e incesante movimiento. Eran emigrantes. Y la hostilidad les hizo diferentes, los fundió, los unió: la hostilidad que hacía que en los pequeños pueblos la gente se agrupara y tomara las armas como para rechazar a un invasor, brigadas con mangos de picos, dependientes y tenderos con escopetas, protegiendo el mundo contra su propia gente.

En el oeste cundió el pánico cuando los emigrantes se multiplicaron en las carreteras. Los que tenían propiedades temieron por ellas. Hombres que nunca habían tenido hambre vieron los ojos de los hambrientos. Otros que nunca habían deseado nada con vehemencia, pudieron ver la llama del deseo en los ojos de los emigrantes. Y los hombres de los pueblos y de las suaves zonas rurales adyacentes se reunieron para defenderse; y se convencieron a sí mismos de que ellos eran buenos y los invasores malos, tal como debe hacer un hombre cuando se dispone a luchar. Dijeron: estos malditos okies son sucios e ignorantes. Son unos degenerados, maníacos sexuales. Estos condenados okies son ladrones. Roban todo lo que tienen por delante. No tienen el sentido del derecho a la propiedad.

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