Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
L
a primavera es hermosa en California. Valles en los que las frutas maduras son fragantes aguas rosas y blancas de un mar poco profundo. Luego los primeros zarcillos de las uvas, hinchándose desde las viejas vides nudosas, caen como una cascada y cubren los troncos. Las verdes colinas llenas son redondeadas y suaves como senos. Y a ras del suelo las tierras de verduras y hortalizas dan hileras de millas de longitud con lechugas verde claro y pequeñas coliflores esbeltas, plantas de alcachofa verde-grisáceas, que no parecen de esta tierra.
Y entonces las hojas salen en los árboles y los pétalos caen de los frutales y alfombran la tierra de rosa y blanco, los centros de las flores se hinchan, crecen y se colorean: cerezas y manzanas, melocotones y peras, higos cuya flor se cierra sobre la fruta. Toda California se acelera con productos de la tierra y la fruta se hace pesada y las ramas se van inclinando poco a poco bajo el peso de la fruta de modo que deben ponerse bajo ellas pequeñas horquillas para soportar el peso.
Detrás de esa fertilidad hay hombres con comprensión, sabiduría y habilidad, que experimentan con semillas, desarrollando sin descanso las técnicas para conseguir cosechas mayores de plantas cuyas raíces resistirán los miles de enemigos de la tierra: los topos, los insectos, las royas, las plagas. Estos hombres trabajan con cuidado y sin pausa para perfeccionar la semilla, las raíces. Y están los químicos que rocían los árboles contra las plagas, que sulfatan las uvas, eliminan las enfermedades y la podredumbre, los mohos y otros males. Médicos de medicina preventiva, hombres que en los arriates buscan insectos de las frutas, escarabajos japoneses, hombres que ponen en cuarentena los árboles enfermos y los desarraigan y los queman, hombres de sabiduría. Los hombres que injertan los árboles jóvenes, las pequeñas vides, son los más inteligentes porque su trabajo es el del cirujano, tierno y delicado; y estos hombres deben tener manos y corazón de cirujano para hender la corteza, colocar el injerto, cerrar las heridas y resguardarlas del aire. Estos son grandes hombres.
A lo largo de las hileras se mueven los campesinos, arrancando las hierbas de primavera y apisonándolas para que la tierra sea fértil, abriendo la tierra para que el agua quede cerca de la superficie, haciendo caballones en el suelo para formar pequeñas lagunas para la irrigación, destruyendo las hierbas de las raíces que podrían beberse el agua de los árboles.
Y constantemente la fruta se hincha y las flores surgen en largos racimos en los viñedos. Y en el año que avanza el calor crece y las hojas se tornan de color verde oscuro. Las ciruelas pasas se alargan como verdes huevecillos de pájaros, y las ramas cuelgan apoyadas en las horquillas bajo el peso. Y las pequeñas y duras peras toman forma y el pelillo comienza a salir en los melocotones. Las flores de las uvas dejan caer sus diminutos pétalos y los duros huesecillos se transforman en botones verdes y los botones cogen peso. Los hombres que trabajan en los campos, los propietarios de las pequeñas huertas, observan y hacen cálculos. El año viene cargado de producción. Los hombres están orgullosos porque con sus conocimientos pueden hacer que sea así. Han transformado el mundo con sus conocimientos. El trigo corto y delgado se ha hecho grande y productivo. Las manzanitas ácidas se han vuelto grandes y dulces, y esa vieja uva que crecía entre los árboles y servía de alimento a los pájaros, su fruto diminuto ha sido la madre de mil variedades, roja y negra, verde y rosa pálido, morada y amarilla; y cada variedad con su propio sabor. Los hombres que trabajan en las granjas experimentales han conseguido nuevos frutos; nectarinas y cuarenta clases de ciruelas, nueces con cáscara de papel. Y siempre trabajando, seleccionando, injertando, cambiando, obligándose a si mimos, obligando a la tierra a producir.
Y primero maduran las cerezas. Un centavo por media libra. Mierda, no la podemos recoger por ese dinero. Cerezas negras y cerezas rojas, gordas y dulces y los pájaros se comen la mitad de cada cereza y las avispas zumban por los agujeros que hicieron los pájaros. Y las semillas caen a la tierra y se secan con hilos negros colgando de ellas.
Las ciruelas pasas moradas se vuelven suaves y se endulzan. Dios mío, no podemos recogerlas, secarlas y sulfatarlas. No podemos pagar jornales de ningún tipo. Y las ciruelas moradas alfombran el suelo. Primero las pieles se arrugan un poco y enjambres de moscas vienen a darse un festín y el valle se llena de olor de la dulce podredumbre. La carne se torna oscura y la cosecha se marchita en el suelo.
Y las peras ya están amarillas y blandas. Cinco dólares la tonelada. Cinco dólares por cuarenta cajas de veinticinco kilos; árboles podados y pulverizados, huertas cultivadas, coger la fruta, ponerla en cajas, cargar los camiones, llevar la fruta a las fábricas de conserva —cuarenta cajas por cinco dólares. No podemos. Y la fruta amarilla cae pesadamente y se revienta en la tierra. Las avispas escarban la dulce carne y se eleva el olor del fermento y la podredumbre.
Luego las uvas… no podemos hacer buen vino. La gente no lo puede comprar. Arranca las uvas de las viñas, uvas buenas, podridas, picadas por las avispas. Prensa los tallos, prensa la porquería y la podredumbre.
Pero hay moho
y
ácido fórmico en las tinajas.
Añádele sulfuro y ácido tánico.
El olor del fermento no es el rico aroma del vino, sino el olor de lo podrido y los productos químicos.
Ah, bueno. De todas formas tiene alcohol. Se pueden emborrachar.
Los pequeños campesinos veían aproximarse las deudas como una marea. Pulverizaban los árboles y no vendían la cosecha, podaban e injertaban y no podían recoger. Y los hombres de ciencia han trabajado, han considerado y la fruta se está pudriendo en el suelo y la mezcla podrida de las tinajas de vino está envenenando el aire. Y prueba el vino… nada de sabor a uva, solo sulfato y ácido tánico y alcohol.
Esta pequeña huerta será parte de una gran propiedad el año próximo, porque las deudas habrán ahogado al propietario.
El viñedo pertenecerá al banco. Sólo los grandes propietarios pueden sobrevivir porque también son suyas las conserveras. Y cuatro peras, peladas y partidas por la mitad, cocidas y enlatadas, siguen costando quince centavos, y las peras en lata no se ponen malas. Pueden durar años.
La podredumbre se extiende por el Estado y el dulce olor es una desgracia para el campo. Hombres que pueden hacer injertos en los árboles y hacer la semilla fértil y grande, no saben cómo hacer para dejar que gente hambrienta coma los productos. Hombres que han creado nuevos frutos en el mundo no pueden crear un sistema para que sus frutos se coman. Y el fracaso se cierne sobre el Estado como una enorme desgracia.
Los frutos de las raíces de las vides, de los árboles, deben destruirse para mantener los precios y esto es lo más triste y lo más amargo de todo. Cargamentos de naranjas arrojados en el suelo. La gente vino de muy lejos para coger la fruta, pero no podía ser. ¿Cómo iban a comprar naranjas a veinte centavos la docena si podían salir y recogerlas? Y hombres con mangueras arrojan chorros de queroseno en las naranjas y se enfurecen ante semejante crimen y se enfadan con la gente que ha venido a por la fruta. Un millón de personas hambrientas, que necesitan la fruta… y el queroseno rociado sobre las montañas doradas.
Y el olor a podrido llena el campo.
Quemar café como combustible en los barcos. Quemar maíz para calentarse, hace un cálido fuego. Tirar patatas a los ríos y poner vigilantes a lo largo de las orillas para evitar que la gente hambrienta las pesque. Matar a los cerdos y enterrarlos y dejar que la putrefacción se filtre en la tierra.
Eso es un crimen que va más allá de la denuncia. Es una desgracia que el llanto no puede simbolizar. Es un fracaso que supera todos nuestros éxitos. La tierra fértil, las rectas hileras de árboles, los rubustos troncos y la fruta madura. Y niños agonizando de pelagra deben morir por no poderse obtener un beneficio de una naranja. Y los forenses tienen que rellenar los certificados —murió de desnutrición— porque la comida debe pudrirse, a la fuerza debe pudrirse.
La gente viene con redes para pescar en el río y los vigilantes se lo impiden; vienen en coches destartalados para coger las naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar podredumbre; y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia.
E
n el campamento de Weedpatch, una noche en que hilachas de nubes largas colgaban sobre la puesta del sol, que incendiaba sus extremos, la familia Joad se entretuvo después de cenar. Madre vaciló antes de empezar a fregar los platos.
—Tenemos que hacer algo —dijo. Y señaló a Winfield—. Miradle —insistió. Y cuando miraron al niño—, tiembla y se retuerce en el sueño. Mirad qué color tiene —los miembros de la familia volvieron la vista a la tierra, avergonzados—. Color de masa frita —dijo Madre—. Hemos estado aquí un mes. Tom ha trabajado cinco días y los demás habéis salido todos los días para no encontrar trabajo. Os da miedo hablar. Y no hay ya dinero. Tenéis miedo de decirlo. Todas las noches nada más cenar os vais por ahí. No podéis resistir el hablar. Pues tenéis que hacerlo. A Rosasharn no le queda mucho y mirad qué color tiene. Tenéis que hablar de ello. Que nadie se levante hasta que pensemos algo. Nos queda grasa para un día, harina para dos y diez patatas. Sentaos aquí y poneos a pensar.
Ellos miraban al suelo. Padre se limpió las recias uñas con la navaja. El tío John arrancó una astilla de la caja en la que estaba sentado. Tom se pellizcó el labio inferior y tiró de él apartándolo de los dientes.
Soltó el labio y dijo suavemente:
—Hemos estado buscando, Madre. Hemos salido a pie desde que se nos acabó la gasolina. Hemos entrado por todos los portones, llegado a todas las casas, incluso cuando sabíamos que no habría nada. Uno acaba agobiándose cuando sale a buscar algo que sabe que no va a encontrar.
Madre contestó con fiereza:
—No tenéis derecho a desanimaros. Esta familia se está yendo abajo. Y no tenéis derecho.
Padre se inspeccionó la uña limpia.
—Tenemos que irnos —dijo—. No queríamos, se está bien aquí y la gente es amable. Tenemos miedo de tener que ir a vivir a uno de esos Hoovervilles.
—Bueno, si tenemos que hacerlo, lo haremos. Pero lo primero es que hay que comer.
Al la interrumpió.
—El depósito de gasolina del camión está lleno. No dejé que nadie lo usara.
Tom sonrió.
—Este Al tiene buen juicio, además de buen humor.
—Ahora pensad —dijo Madre—. No pienso seguir viendo cómo esta familia se muere de hambre. Queda grasa para un dia. Es lo que hay. Cuando llegue el momento tendremos que alimentar bien a Rosasharn. Ya podéis poneros a pensar.
—Aquí hay agua caliente y servicios —empezó Padre.
—Pero los servicios no se comen.
Tom dijo:
—Hoy vino por aquí un tipo buscando hombres para ir a Marysville. A recoger fruta.
—Bien, ¿por qué no vamos a Marysville? —exigió Madre.
—No sé —respondió Tom—. Por alguna razón tenía mala pinta. El tipo estaba muy ansioso y no quiso decir cuánto iban a pagar. Dijo que no lo sabía exactamente.
Madre dijo:
—Nos vamos a Marysville. No me importa cuánto paguen. Nos vamos.
—Está demasiado lejos —replicó Tom—. No tenemos dinero para la gasolina. No sé cómo vamos a llegar. Madre, dices que tenemos que pensar, yo no he hecho otra cosa en todo el tiempo.
El tío John dijo:
—Me ha dicho uno que hay algodón en el norte, cerca de un lugar llamado Tulare. Dijo que no está muy lejos.
—Bueno, tenemos que movernos y movernos pronto. No pienso quedarme sentada aquí por muy bonito que esto sea —Madre cogió el cubo y fue a los servicios por agua caliente.
—Madre se vuelve dura —comentó Tom—. Ya la he visto enfadarse un montón de veces y explotar.
Padre dijo aliviado:
—Bueno, de todas formas ella ha sacado el tema. He estado estrujándome los sesos por las noches. Ahora por lo menos podemos hablarlo.
Madre regresó con el cubo lleno de agua humeante.
—Bien —insistió—, ¿se os ha ocurrido algo?
—Estamos dándole vueltas —contestó Tom—. Podríamos hacer el equipaje y viajar hacia el norte, a donde está ese algodón. Ya hemos estado aquí y sabemos que aquí no hay nada. Podríamos recoger los bártulos y largarnos al norte. Para estar allí cuando el algodón esté a punto. No me importaría volver a trabajar en el algodón. ¿Tienes el depósito lleno, Al?
—Casi lleno, menos unos cinco centímetros.
—Supongo que bastará para llegar hasta allí.
Madre mantuvo un plato suspendido sobre el cubo.
—¿Bien? —preguntó.
Tom dijo:
—Tú ganas. Creo que debemos movernos. ¿Eh, Padre?
—Parece que no hay más remedio —dijo Padre.
Madre fijó la vista en él.
—¿Cuándo?
—Bueno… no hay porqué esperar. Podríamos irnos por la mañana.
—Tenemos que irnos por la mañana. Ya te he dicho lo que nos queda.
—Mira, Madre, no pienses que no quiero marchar. Hace dos semanas que no me lleno la barriga con gusto. Claro que me he llenado, pero sin sacar nada bueno de ello.
Madre dejó caer el plato en el cubo.
—Nos iremos por la mañana —dijo.
Padre respiró haciendo ruido.
—Parece que los tiempos están cambiando —dijo con sarcasmo—. En otros tiempos era el hombre el que decidía qué hacer. Parece que ahora lo deciden las mujeres. Me da la impresión de que va siendo hora de sacar el palo.
Madre puso el plato limpio y chorreante en una caja. Sonrió con la vista fija en su trabajo.
—Saca el palo, Padre —dijo—. En tiempos en que hay comida y un lugar donde sentarse quizá puedas usar el palo y conservar la piel. Pero no estás haciendo tu parte, ni pensando ni trabajando. Si lo estuvieras haciendo podrías usar tu palo y las mujeres iríamos por ahí llorando, escondiéndonos como ratones. Pero coge el palo ahora y no te creas que vas a zurrar a ninguna mujer; vas a pelear porque yo también tengo mi palo preparado.