Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
Padre hizo una mueca de vergüenza.
—No es bueno que los pequeños te oigan hablar así —dijo.
—Tú ocúpate de llenar con un poco de tocino a los pequeños antes de venir diciendo lo que es bueno para ellos —dijo Madre.
Padre se levantó disgustado y se alejó y el tío John le síguió.
Las manos de Madre siguieron moviéndose en el agua, pero contempló cómo se iban y le dijo orgullosamente a Tom:
—Él está bien. No está vencido. Estaba a punto de pegarme una bofetada.
Tom se echó a reír.
—¿Sólo estabas viendo hasta dónde podía aguantar?
—Claro —dijo Madre—. Mira, un hombre se puede preocupar y preocupar hasta consumirse y al poco se echará y se dejará morir con el corazón seco. Pero si lo coges, le haces enfurecerse, entonces se pondrá bien. Padre no ha dicho nada, pero ahora está enfadado. Y me lo va a demostrar. Eso es que está bien.
Al se puso en pie.
—Voy a caminar un poco por ahí —dijo.
—Más te vale revisar el camión a ver si está a punto —le advirtió Tom.
—Está a punto.
—Si no lo está, te echaré encima a Madre.
—Está a punto —Al paseó con garbo a lo largo de la fila de tiendas.
Tom suspiró.
—Me estoy cansando, Madre. ¿Qué tal si me enfureces a mí un poco?
—Tú tienes más juicio, Tom. A ti no necesito enfadarte. Tengo que apoyarme en ti. Estos otros… son una especie de extraños, todos menos tú. Tú no te rindes, Tom.
El deber cayó sobre él.
—No me gusta —dijo—. Quiero salir como Al. Y enfadarme como Padre y quiero emborracharme como el tío John.
Madre meneó la cabeza.
—No puedes, Tom. Lo supe desde que eras un crío. No puedes. Hay algunos que son ellos mismos y nada más. Ahí tienes a Al, no es más que un joven detrás de una muchacha. Tú nunca fuiste así, Tom.
—Claro que sí —rebatió Tom—. Y lo sigo siendo.
—No es verdad. Todo lo que haces va más allá de ti. Lo supe cuando te metieron en la cárcel. Tú estás comprometido.
—Venga, Madre, déjalo ya. Eso no es verdad. Son imaginaciones tuyas.
Madre amontonó los cuchillos y los tenedores encima de los platos.
—Tal vez, tal vez son imaginaciones. Rosasharn, seca estos de aquí y guárdalos.
La joven se levantó sin aliento, con la panza hinchada colgando delante de ella. Se dirigió perezosamente hacia la caja y cogió un plato lavado.
Tom dijo:
—Está poniéndose tan tensa que se le abren los ojos.
—No empieces a molestar —dijo Madre—. Lo está llevando bien. Tú lárgate a despedirte de quien quieras.
—De acuerdo —accedió él—. Voy a enterarme a cuánto está aquello.
Madre le dijo a la muchacha:
—No dice esas cosas para hacer que te sientas mal. ¿Dónde están Ruthie y Winfield?
—Se escabulleron detrás de Padre. Les vi irse.
—Bueno, que vayan.
Rose of Sharon hacía su trabajo con calma. Madre la inspeccionó cuidadosamente.
—¿Te encuentras bien? Parece que te cuelgan las mejillas.
—Me dijeron que debía tomar leche y no he tomado.
—Ya lo sé. Simplemente es que no teníamos leche.
Rose of Sharon dijo en tono apagado:
—Si Connie no se hubiera marchado, ahora ya tendríamos una casita y él estaría estudiando. Habría podido tomar la leche que debía. Habría tenido un hermoso bebé. Este niño no va a estar bien. Tenía que haber tomado leche —se llevó la mano al bolsillo del delantal y se metió algo en la boca.
Madre dijo:
—Te he visto mordisqueando algo. ¿Qué comes?
—Nada.
—Venga, dime qué comes.
—Un poco de cisco. Encontré un trozo grande.
—Pero si eso es comer suciedad…
—Me siento como si me apeteciera.
Madre se quedó silenciosa. Abrió las rodillas y se estiró la falda.
—Te entiendo —dijo finalmente—. Una vez que estaba embarazada comí carbón. Un gran pedazo de carbón. La abuela me dijo que no debía. No digas esas cosas del niño. No tienes derecho a pensarlo.
—¡No tengo marido! ¡No tomo leche!
Madre dijo:
—Si estuvieras bien te daría una bofetada. En toda la cara —se puso en pie y entró en la tienda. Salió y se puso delante de Rose of Sharon y alargó la mano—. ¡Mira! —tenía los pequeños pendientes de oro en la mano—. Son para ti.
Durante un momento los ojos de la muchacha se iluminaron y luego desvió la mirada.
—No tengo agujeros.
—Bueno, pues te los voy a hacer —Madre volvió a entrar presurosa en la tienda. Regresó con una caja de cartón. Rápidamente enhebró una aguja, puso el hilo doble y ató en él una serie de nudos. Enhebró una segunda aguja y anudó el hilo. En la caja encontró un trozo de corcho.
—Me va a doler. Me va a doler.
Madre llegó a su lado, puso el corcho en la parte de detrás del lóbulo de la oreja y empujó la aguja a través de la oreja hasta que se clavó en el corcho. La joven se crispó.
—Me pincha. Me va a doler.
—No más de lo que te ha dolido.
—Si, seguro que sí.
—Bueno. Estonces veamos primero la otra oreja —colocó el corcho y agujereó la otra oreja.
—Me va a doler.
—Venga, ya está —dijo Madre—. Ya está todo hecho.
Rose of Sharon la miró con asombro. Madre sacó las agujas y pasó un nudo de cada hilo a través de los lóbulos.
—Ya está —dijo—. Cada día pasaremos un nudo y dentro de dos semanas estará listo y podrás ponértelos. Aquí los tienes… ahora son tuyos. Guárdalos tú.
Rose of Sharon se tocó las orejas con delicadeza y miró las manchitas de sangre de sus dedos.
—No me ha dolido. Sólo pincha un poco.
—Debía haberte hecho los agujeros hace mucho —dijo Madre. Contempló el rostro de la joven y sonrió satisfecha—. Ahora acaba de recoger esos platos. Tu niño va a ser un buen bebé. Estuve a punto de dejarte tener el niño sin agujeros en las orejas. Pero ya estás a salvo.
—¿Es que significa algo?
—Pues claro —dijo Madre—. Por supuesto que sí.
Al paseó por la calle hacia la pista de baile. Junto a una tienda pequeña y pulcra silbó suavemente y luego siguió calle abajo. Caminó hasta la linde del campamento y se sentó en la hierba.
Las nubes que colgaban por el oeste habían perdido sus bordes rojos y en el centro estaban negras. Al se rascó la pierna y contempló el cielo del anochecer.
Al cabo de unos momentos se acercó caminando una joven rubia; era guapa y de rasgos marcados. Se sentó en la hierba junto a él, sin hablar. Al le puso la mano en la cintura y movió los dedos por alrededor.
—No hagas eso —dijo ella—. Me haces cosquillas.
—Mañana nos marchamos —dijo Al.
Ella le miró sorprendida.
—¿Mañana? ¿A dónde?
—Hacia el norte —dijo él a la ligera.
—Pero nosotros vamos a casarnos, ¿no es eso?
—Claro que sí, con el tiempo.
—¡Tú dijiste que sería muy pronto! —gritó ella enfadada.
—Bueno, pronto es cuando pronto llega.
—Me lo has prometido —él movió los dedos más allá.
—Quita —gritó ella—. Me dijiste que nos íbamos a casar.
—Pero si es verdad.
—Y ahora te marchas.
Al exigió:
—¿Qué te pasa? ¿Es que estás embarazada?
—No.
Al se echó a reír.
—No he hecho más que perder el tiempo, ¿eh?
Ella sacó la barbilla. Se puso en pie de un salto.
—Apártate de mí, Al Joad. No quiero volver a verte.
—Venga ya. ¿Qué es lo que pasa?
—Te crees que eres… lo más duro que corre por ahí.
—Espera un momento.
—No, señor… quita ya.
Al arremetió de repente, la cogió por un tobillo y le hizo tropezar. La aprisionó cuando ella cayó y la sujetó y le puso una mano sobre la boca furibunda. Ella intentó morderle la palma, pero él la ahuecó sobre su boca y la sujetó con el otro brazo. Después de un momento ella se quedó inmóvil y un poco más tarde los dos reían juntos sobre la hierba seca.
—Mira, estaré de vuelta dentro de nada —dijo Al—. Y con el bolsillo lleno de pasta. Iremos a Hollywood a ver películas.
Estaba tumbada de espaldas. Al se inclinó sobre ella.
Y vio la brillante estrella de la tarde reflejada en sus ojos, al igual que la negra nube.
—Iremos en tren —dijo.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó ella.
—Bah, puede que un mes —respondió él.
La oscuridad del anochecer cayó y Padre y el tío John se acuclillaron con los cabezas de familia al lado de la oficina. Estudiaban la noche y el futuro. El pequeño director, con sus ropas blancas, deshilachadas y limpias, apoyó los codos en el pasamanos del porche. Su rostro mostraba tensión y cansancio.
Huston levantó la mirada hacia él.
—Más le valdría dormir un poco.
—Es lo que debería hacer. Anoche nació un niño en la unidad tres. Me estoy convirtiendo en una buena comadrona.
—Uno tiene que saber de todo —dijo Huston—. Los casados deberían saber.
Padre dijo:
—Nos marchamos por la mañana.
—¿Sí? ¿En qué dirección?
—Pensamos subir un poco hacia el norte. Intentar coger el primer algodón. No hemos encontrado trabajo. No nos queda comida.
—¿Sabéis si hay trabajo? —preguntó Huston.
—No, pero estamos seguros de que aquí no hay nada.
—Habrá trabajo un poco más adelante —dijo Huston—. Nosotros vamos a aguantar.
—No queremos irnos —explicó Padre—. La gente de aquí ha sido muy amable… y las instalaciones y todo lo demás. Pero hay que comer. Tenemos el depósito de gasolina lleno. Eso bastará para subir un poco hacia el norte. Aquí nos bañábamos todos los días. Nunca he estado tan limpio en toda mi vida. Es curioso… antes solo me bañaba una vez por semana y no parecía apestar. Pero ahora si no me baño cada día ya huelo. Me pregunto si es consecuencia de bañarse tan a menudo.
—Tal vez es que antes no podías olerte —dijo el director.
—Tal vez. Ojalá pudiéramos quedarnos.
El pequeño director se sujetó las sienes con las palmas de las manos.
—Creo que esta noche va a haber otro nacimiento —dijo.
—En nuestra familia habrá uno dentro de poco —dijo Padre—. Me gustaría que naciera aquí. De verdad que me gustaría.
Tom y Willie y Jule el mestizo estaban sentados en el borde de la pista de baile con los pies colgando.
—Tengo un saco de tabaco Durham —dijo Jule—. ¿Queréis un cigarrillo?
—Pues sí me gustaría —dijo Tom—. Hace un montón de tiempo que no me fumo uno —lio el cigarrillo marrón cuidadosamente para reducir al mínimo la pérdida de tabaco.
—Vaya, sentiremos que te vayas —dijo Willie—. Sois buena gente.
Tom encendió su cigarrillo.
—He estado pensándolo mucho. Dios mío, ojalá pudiéramos establecernos en un sitio fijo.
Jule recogió su Durham.
—No está bien —dijo—. Tengo una niña pequeña. Pensé que cuando llegáramos aquí podría ir a la escuela. Pero, maldita sea, apenas estamos en cada sitio el tiempo suficiente. La marcha continúa y nosotros nos seguimos arrastrando hacia adelante.
—Espero que no acabemos en otro Hooverville —dijo Tom—. Allí me asusté de verdad.
—¿Los ayudantes del sheriff te acosaron?
—Tenía miedo de matar a alguien —dijo Tom—. Estuvimos allí poco tiempo, pero estuve constantemente hirviendo. Uno de los ayudantes vino y se llevó a un amigo solo por hablar cuando no le tocaba. Yo estaba hirviendo todo el tiempo.
—¿Has estado alguna vez en una huelga? —preguntó Willie.
—No.
—Bueno, he estado pensando mucho. ¿Por qué no entran aquí los ayudantes y montan la bronca como en todos los demás sitios? ¿Creéis que ese pequeñín de la oficina es el que los detiene? No, señor.
—Ya. ¿Qué es lo que les detiene? —preguntó Jule.
—Te lo voy a decir. Es porque trabajamos todos juntos. Un ayudante no puede meterse con uno que viva en este campamento, se mete con todo el maldito campamento. Y no se atreve. Sólo tenemos que dar un giro y allí hay doscientos hombres. Un organizador del sindicato estuvo hablando en la carretera. Decía que podríamos hacer eso en cualquier parte. No pueden montar bronca con doscientos hombres. Se meten con personas sueltas.
—Sí —dijo Jule—, y supón que tienes un sindicato. Necesitas líderes. Se limitarán a llevarse a los líderes, y ¿dónde queda tu sindicato?
—Bueno —replicó Willie—, alguna vez habrá que planearlo. Llevo aquí un año y los jornales bajan sin cesar. Uno no puede dar de comer a su familia con su trabajo ahora, y cada vez está peor. No va a servir de nada quedarse sentado y morirse de hambre. No sé qué hacer. Si uno tiene un tiro de caballos no pone el grito en el cielo si los tiene que alimentar cuando no están trabajando. Pero si uno tiene hombres trabajando para él, le importa un comino. Los caballos valen mucho más que los hombres. No lo entiendo.
—Se pone tan feo que no quiero ni pensar en ello —dijo Jule—. Y tengo que pensar. Tengo una niña pequeña. Ya sabéis lo guapa que es. Una semana le dieron un premio en este campamento por lo guapa que es. Bueno, ¿y qué le va a pasar a ella? Está adelgazando. No lo voy a soportar. Es tan guapa… Voy a explotar.
—¿Cómo? —preguntó Willie—. ¿Qué vas a hacer… robar y acabar en la cárcel? ¿Matar a alguien y que te cuelguen?
—No sé —dijo Jule—. Me vuelve loco pensarlo. Me vuelve loco del todo.
—Voy a echar de menos esos bailes —dijo Tom—. Algunos han sido los más bonitos que he visto nunca. Bueno, me retiro. Hasta otra. Nos veremos en algún otro lugar —se estrecharon las manos.
—Claro que volveremos a vernos —dijo Jule.
—Bueno, hasta pronto —Tom se alejó en la oscuridad.
En la oscuridad de la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield estaban acostados en su colchón y Madre estaba echada a su lado. Ruthie susurró:
—¡Madre!
—¿Sí? ¿Aún no te has dormido?
—Madre… en el sitio a donde vamos ¿habrá croquet?
—No lo sé. Duérmete. Queremos salir temprano.
—Bueno, ojalá pudiéramos quedarnos aquí, donde estamos seguros de que hay croquet.
—Sh —acalló Madre.
—Madre, Winfield le pegó a un niño esta noche.
—No debía haberlo hecho.
—Ya lo sé. Se lo dije, pero le dio al niño en toda la nariz y, Jesús, cómo le corría la sangre.
—No hables así. No es una forma bonita de hablar.
Winfield se dio la vuelta.
—Ese niño dijo que éramos okies —dijo indignado—. Dijo que él no era okie porque viene de Oregón. Que nosotros éramos unos malditos okies. Le zurré.