Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—Tranquilo —advirtió Tom—. Si lo fuerzas, va a reventar. Tenemos que llegar allí. Quizá incluso podamos hacer hoy algún trabajo.
Madre dijo excitada:
—Con cuatro hombres trabajando puede que me den algún crédito inmediatamente. Lo primero que voy a comprar es café, porque es lo que echáis de menos, y luego algo de harina y levadura en polvo y un poco de carne. Mejor será no comprar costillar ahora mismo y dejarlo para más adelante. Puede que el sábado. Y jabón. Hay que comprar jabón. A ver dónde podemos quedarnos —siguió parloteando—. Y leche. Compraré algo de leche porque Rosasharn debe tomarla. La enfermera lo dijo.
Una serpiente culebreó por la caliente carretera. Al pasó como un rayo, la atropello y volvió a su carril.
—Una serpiente ardilla —dijo Tom—. No debías haberlo hecho.
—No las puedo ver —respondió Al alegremente—. Detesto todos los tipos de serpientes. Me dan dolor de estómago.
El tráfico de antes del mediodía se incrementó en la carretera, viajantes en cupés relucientes con las insignias de sus compañías pintadas en las puertas, camiones rojos y blancos de gasolina arrastrando tintineantes cadenas tras ellos, grandes camionetas de puertas cuadradas de almacenes de venta al por mayor, repartiendo productos agrícolas. A lo largo de la carretera el campo era fértil. Había huertas, en todo su esplendor, cubiertas de hojas, y viñedos con las largas y verdes enredaderas alfombrando el suelo entre hilera e hilera. Había parcelas de melones y campos de cereales. Entre el verdor había casas blancas, con rosas creciendo encima. Y el sol era de oro y cálido.
En el asiento delantero del camión a Madre, Tom y Al les inundaba la dicha.
—Hace mucho tiempo que no me siento tan bien —dijo Madre—. Si recogemos muchos melocotones podríamos comprar una casa, o pagar incluso alquiler por un par de meses. Tenemos que tener una casa.
Al dijo:
—Yo voy a ahorrar. Y cuando haya ahorrado me iré a la ciudad y me emplearé en un garaje. Voy a vivir en una habitación y a comer en restaurantes. Iré al cine todas las malditas noches. No cuesta demasiado. A ver películas del oeste —sus manos se tensaron sobre el volante.
El radiador borboteó y arrojó siseante vapor.
—¿Lo llenaste? —preguntó Tom.
—Sí. Llevamos el viento detrás. Eso es lo que le hace hervir.
—Es un día precioso —dijo Tom—. Cuando estaba en MacAlester trabajando solía pensar en las cosas que haría. Me iba a ir lejísimos en línea recta sin parar nunca. Parece que hace mucho tiempo. Parece que hace años que salí. Había allí un guarda que nos lo ponía difícil. Yo quería acecharle y atacarle. Supongo que eso es lo que me hace enfurecerme ante los policías. Me parece que todos tienen su misma cara. Éste se solía poner muy rojo en la cara. Parecía un cerdo. Tenía un hermano en el oeste, decían. Solía mandarle gente en libertad condicional que tenía que trabajar por nada. Si decían algo, les enviaba de vuelta por violar la libertad bajo palabra. Eso es lo que decían aquellos.
—No pienses en ello —le rogó Madre—. Voy a poner un montón de cosas para comer. Mucha harina y manteca.
—Quizá debiera pensar en ello —replicó Tom—. Si intento olvidarlo, se me va a revolver. Había un tipo muy estrafalario. Nunca os he contado nada de él. Parecía Happy Hooligan. Era un tipo inofensivo. Siempre iba a escaparse. Todos le llamaban Hooligan —Tom se rió para sí mismo.
—No pienses en ello —rogó Madre.
—Sigue —pidió Al—. Cuéntame algo de ese.
—No hace daño, Madre —dijo Tom—. Este tipo estaba siempre diciendo que se iba a escapar. Hacía un plan; pero no se lo podía callar, y al poco todo el mundo lo sabía, incluso el vigilante. Se escapaba y lo cogían de la mano y lo volvían a llevar. Pues bien, una vez trazó un plan que incluía escapar saltando la valla. Por supuesto, se lo enseñó a todo el mundo y todos se callaron. Se escondió y todos callaron. Había conseguido una cuerda en algún sitio y por fin saltó el muro. Había afuera seis guardas con un saco grande y Hooligan iba bajando silenciosamente por la cuerda y ellos sujetaron el saco y él se fue directamente adentro. Ataron la boca del saco y se lo volvieron a entrar. Los otros casi se mueren de risa. Pero eso acabó con el espíritu de Hooligan. Se puso a llorar sin parar y a gimotear y cayó enfermo. De tanto como habían herido sus sentimientos. Se cortó las venas con un alfiler y se murió desangrado porque estaba dolido. No había malicia en él. Hay toda clase de tipos raros en la trena.
—No hables de eso —dijo Madre—. Yo conocí a la madre de Floyd Niño Bonito. No era mal muchacho. Sólo que le acosaron en un rincón.
El sol se movió hacia el mediodía y las sombras del camión adelgazaron y se metieron bajo las ruedas.
—Eso debe ser Pixley, allí delante —dijo Al—. He visto un cartel hace poco.
Entraron en la pequeña ciudad y se desviaron al este por una carretera más estrecha. Y las huertas flanqueaban el camino y marcaban un pasillo.
—Espero que lo encontremos con facilidad —dijo Tom.
Madre intervino:
—Ese hombre habló del rancho Hooper. Que cualquiera nos podría informar. Espero que allá haya una tienda cerca. Podría conseguir algún crédito, con cuatro hombres trabajando. Puedo preparar una cena rica si me dan algo a crédito. Tal vez haga un gran estofado.
—Y café —dijo Tom—. Puede que hasta me compre una bolsa de tabaco Durham. Hace mucho tiempo que no tengo tabaco propio.
A lo lejos la carretera estaba bloqueada de coches y había una fila de motos blancas al lado de la carretera.
—Debe de haber habido un accidente —dijo Tom.
Mientras se acercaban, un policía federal, con botas y cinturón de cartuchera, rodeó el último coche aparcado.
Puso la mano en alto y Al frenó. El policía se apoyó con aire confidencial en el lado del camión.
—¿A dónde se dirigen?
Al dijo:
—Un hombre nos dijo que por esta carretera había un lugar donde hay trabajo recogiendo melocotones.
—Quieren trabajar, ¿no es eso?
—Exacto —dijo Tom.
—De acuerdo. Esperen un minuto —se fue a la orilla de la carretera y llamó hacia adelante—. Uno más. Éste hace el sexto coche. Será mejor pasar ya a este grupo.
Tom llamó:
—¡Eh! ¿Qué es lo que pasa?
El hombre se volvió con lentitud.
—Hay un pequeño problema más adelante. No se preocupen. Podrán pasar. Simplemente siga la línea.
Surgió el ruido de explosiones del encendido de las motos. La fila de coches se puso en movimiento, el camión de los Joad en último lugar. Dos motos abrían la marcha y otras doce les seguían.
—Me pregunto qué es lo que pasa.
—Quizá la carretera esté cortada —sugirió Al.
—No necesitaríamos cuatro policías que nos lo muestren. No me gusta.
Las motos que iban al frente aceleraron. La fila de coches viejos aceleró. Al pisó para mantenerse junto al último coche.
—Esta gente es de los nuestros, todos ellos —dijo Tom—. Esto no me gusta.
Repentinamente los policías a la cabeza salieron de la carretera a una entrada amplia de gravilla. Los viejos coches corrieron tras ellos. Los motores de las motos rugieron. Tom vio una fila de hombres de pie en la cuneta junto a la carretera, vio que sacudían los puños y sus rostros mostraban furia, vio sus bocas abiertas como si estuvieran gritando. Una mujer robusta corrió hacia los coches, pero una moto rugiente se puso en su camino. Una alta puerta de alambre oscilaba abierta. Los seis coches viejos la cruzaron y la puerta se cerró tras ellos. Las cuatro motos dieron la vuelta y marcharon velozmente por donde habían venido. Ahora que el ruido de las motos había desaparecido, se podía oír el distante griterío de los hombres de la cuneta. Había dos hombres junto a la carretera de grava, cada uno llevaba una escopeta.
Uno gritó:
—Adelante, adelante. ¿A qué diablos esperan?
Los seis coches continuaron, doblaron una curva y se encontraron de pronto con el campamento de melocotones.
Había cincuenta casitas de tejado plano, cada una con una puerta y una ventana y todo el grupo formando un cuadrado. Un depósito de agua sobresalía en un extremo del campamento. Y al otro lado habia una tiendecita de comestibles. Al final de cada hilera de casas cuadradas había dos hombres armados con escopetas, que llevaban estrellas grandes y plateadas prendidas en las camisas.
Los seis coches se detuvieron. Dos contables iban de coche en coche.
—¿Quieren trabajar?
Tom preguntó:
—Claro, pero ¿qué es esto?
—No es asunto suyo. ¿Quieren trabajar?
—Claro que sí.
—¿Nombre?
—Joad.
—¿Cuántos hombres?
—Cuatro.
—¿Mujeres?
—Dos.
—¿Niños?
—Dos.
—¿Pueden trabajar todos?
—Pues… creo que sí.
—De acuerdo. Encuentren la casa sesenta y tres. El jornal es cinco centavos por caja. La fruta que no esté estropeada. Bien, ahora muévanse. Tienen que ponerse a trabajar en este momento.
Los coches se movieron. Había un número pintado en la puerta de cada casa roja.
—Sesenta —dijo Tom—. Esa es la sesenta. Debe estar por ahí. Allí, sesenta y uno, sesenta y dos… allí está.
Al aparcó el camión cerca de la puerta de la casita. La familia bajó del camión y miró alrededor con asombro. Dos ayudantes del sheriff se acercaron. Se fijaron en cada rostro.
—¿Nombre?
—Joad —respondió Tom con impaciencia—. Oiga, ¿qué es esto?
Uno de los ayudantes sacó una larga lista.
—No están aquí. ¿Alguna vez les has visto por aquí? Mira la matrícula. No. No los tenemos. Supongo que estarán en regla.
—Miren. No queremos problemas con ustedes. Limítense a hacer su trabajo y ocúpense de sus asuntos y no habrá problema —los dos se volvieron abruptamente y se marcharon. Al final de la calle polvorienta se sentaron en dos cajas y supervisaron la calle en toda su longitud desde sus posiciones.
Tom se quedó mirándoles.
—Está claro que quieren que nos sintamos como en casa.
Madre abrió la puerta de la casa y entró. El suelo estaba salpicado de grasa. En la única habitación había una oxidada cocina de latón y nada más. La cocina descansaba sobre cuatro ladrillos y su tubo herrumbroso salía por el tejado. La habitación olía a sudor y a grasa. Rose of Sharon se quedó de pie junto a Madre.
—¿Vamos a vivir aquí?
Madre permaneció en silencio un momento.
—Pues claro —dijo finalmente—. No estará tan mal una vez que la limpiemos. Hay que fregarla.
—Prefiero la tienda —dijo la muchacha.
—Esto tiene suelo —sugirió Madre—. No habrá goteras si llueve —se volvió hacia la puerta—. Podríamos descargar —dijo.
Los hombres descargaron el camión silenciosamente.
El miedo había caído sobre ellos. El gran cuadrado de casas estaba en silencio. Una mujer pasó a su lado en la calle, pero no les miró. Llevaba la cabeza gacha y su sucio vestido de algodón tenía el bajo deshilachado y formaba pequeñas banderas.
La tristeza del ambiente habia afectado a Ruthie y Winfiel. No salieron corriendo a inspeccionar el lugar. Permanecieron cerca del camión, cerca de la familia. Miraron con aspecto triste la calle arriba y abajo. Winfíeld encontró un trozo de alambre de embalar y lo torció a uno y otro lado hasta que se rompió. Hizo una manivela pequeña del trozo más corto y le dio vueltas y vueltas en las manos. Tom y Padre estaban llevando los colchones a casa cuando llegó un empleado. Llevaba pantalones color caqui y una camisa azul y corbata negra. Llevaba gafas con montura de plata, y sus ojos, a través de las gruesas lentes, se veían débiles y rojos y las pupilas eran como pequeños centros de diana que miraran. Se inclinó hacia adelante para mirar a Tom.
—Quiero inscribirles —dijo—. ¿Cuántos van a trabajar?
Tom dijo:
—Hay cuatro hombres. ¿Es trabajo duro?
—Recoger melocotones —dijo el empleado—. Trabajo cuidadoso. Son cinco centavos por caja.
—No hay razón para que no trabajen los pequeños, ¿verdad?
—Claro que no, si son cuidadosos.
Madre salió a la entrada.
—En cuanto me organice saldré a ayudar. No tenemos qué comer. ¿Nos pagan de inmediato?
—Bueno, no con dinero. Pero en la tienda le pueden dar crédito.
—Venga, deprisa —dijo Tom—. Quiero meterme algo de pan y carne en el cuerpo esta noche. ¿Dónde tenemos que ir?
—Yo voy ahora para allá. Vengan conmigo.
Tom, Padre, Al y el tío caminaron con él por la calle polvorienta hasta llegar a la huerta, entre los melocotoneros. Las hojas estrechas empezaban a tornarse de un amarilio pálido. Los melocotones eran pequeños globos de rojo y oro en las ramas. Entre los árboles había montones de cajas vacías. Los recolectores se movían a toda prisa, llenando sus cubos de las ramas, poniendo los melocotones en las cajas, acarreando las cajas hasta la estación de recogida; y en las estaciones, donde los montones de cajas llenas esperaban a los camiones, esperaban también empleados que ponían marcas junto a los nombres de los recolectores.
—Aquí hay cuatro más —le dijo el guía a un empleado.
—De acuerdo. ¿Han recogido antes?
—No, nunca —dijo Tom.
—Bueno, recojan con cuidado. Nada de fruta estropeada ni fruta caída. Si estropean la fruta no cuenta. Allí hay algunos cubos.
Tom cogió un cubo de tres galones y lo miró.
—Está lleno de agujeros en el fondo.
—Claro —dijo el empleado corto de vista—. Eso evita que la gente los robe. Bien, por aquella sección. Muévanse.
Los cuatro Joad cogieron sus cubos y fueron a la huerta.
—No pierden el tiempo —comentó Tom.
—Dios Todopoderoso —dijo Al—. Prefiero trabajar en un garaje.
Padre les había seguido dócilmente hacia el campo. De pronto se volvió hacia Al.
—Para ya —dijo—. Has estado suspirando, protestando y quejándote. Ponte a trabajar. Todavía no eres tan grande que no pueda zurrarte.
El rostro de Al se puso rojo de ira. Empezó a defenderse. Tom se acercó a él.
—Venga, Al —dijo quedamente—. Pan y carne. Tenemos que comprarlo.
Cogían la fruta y la dejaban en los cubos. Tom trabajaba corriendo. Un cubo lleno, dos cubos. Los vació en una caja. Tres cubos. La caja estaba llena.
—Acabo de ganar cinco centavos —anunció. Cogió la caja y se apresuró hacia la estación—. Ahí van cinco centavos de melocotón —le dijo al que lo apuntaba.