Las uvas de la ira (65 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Padre, el tío John y Al entraron en casa. Iban cargados de palitos y de arbustos pequeños. Soltaron la carga al lado de la cocina.

—¿Qué pasa ahora? —exigió Padre.

—Es Winfield. Necesita leche.

—¡Dios Todopoderoso! Todos necesitamos cosas.

Madre preguntó:

—¿Cuánto ganamos hoy?

Un dólar cuarenta y dos.

—Bueno, ve ahora mismo a por una lata para Winfield.

—¿Por qué ha tenido que ponerse enfermo?

—No lo sé, pero está enfermo. ¡Ve! —Padre salió refunfuñando—. ¿Estás revolviendo esas gachas?

—Sí —Rose of Sharon aceleró el movimiento para probarlo.

Al protestó:

—¡Dios!, Madre. ¿No hay más que gachas después de trabajar hasta el anochecer?

—Al, sabes que tenemos que irnos. Todo lo que tenemos debe ir para gasolina. Lo sabes.

—Pero, ¡Dios Todopoderoso! Madre. Un hombre necesita carne si va a trabajar.

—Siéntate y calla —dijo ella—. Hay que atender las cosas importantes primero. Y ya sabes cuál es esa cosa.

Tom preguntó:

—¿Tiene que ver conmigo?

—Hablaremos cuando hayamos comido —dijo Madre—. Al, hay gasolina para un poco, ¿no es eso?

—Alrededor de un cuarto de depósito —dijo Al.

—Me gustaría que me lo dijerais —dijo Tom.

—Después. Espera un poco.

—Tú sigue removiendo esas gachas. Déjame poner un poco de café. Podéis poner azúcar en las gachas o en el café. No hay suficiente para todo.

Padre volvió con una lata grande de leche.

—Once centavos —dijo en tono disgustado.

Madre cogió la lata y la abrió. Dejó resbalar el denso líquido en una taza y se lo alargó a Tom.

—Dáselo a Winfield.

Tom se arrodilló junto al colchón.

—Toma, bébete esto.

—No puedo. Lo vomitaría. Déjame en paz.

Tom se puso en pie.

—No se lo puede tomar ahora, Madre. Espera un poco.

Madre cogió la taza y la puso en el antepecho de la ventana.

—Que nadie lo toque —advirtió—. Eso es para Winfield.

—Yo no he tomado leche —dijo Rose of Sharon de mal humor—. Debería tomar alguna.

—Lo sé, pero todavía te mantienes en pie. El pequeño está por los suelos. ¿Están las gachas bien espesas?

—Sí. Apenas puedo remover ya.

—De acuerdo, vamos a cenar. Aquí está el azúcar. Hay una cucharada para cada uno. Para las gachas o para el café.

Tom dijo:

—A mí me gustan las gachas con sal y pimienta.

—Ponle sal si quieres —dijo Madre—. Pimienta no nos queda.

Ya no tenían cajas. Se sentaron en los colchones a comer las gachas. Se sirvieron una y otra vez hasta que el cazo estuvo casi vacío.

—Dejad algo para Winfield —dijo Madre.

Winfield se sentó y bebió la leche y al momento tuvo muchísima hambre. Puso el cazo de gachas entre sus piernas y comió lo que quedaba y rebañó los lados. Madre virtió la leche que quedaba en una taza y se la pasó a Rose of Sharon para que la bebiera en secreto en un rincón. Sirvió el café, caliente y negro, en las tazas y las fue pasando.

—¿Me diréis ahora lo que pasa? —preguntó Tom—. Quiero oírlo.

Padre dijo incómodo:

—Preferiría que Ruthie y Winfield no tuvieran que oírlo. ¿No pueden salir?

Madre dijo:

—No. Tienen que actuar como adultos aunque no lo sean. No hay más remedio. Ruthie… tú y Winfield no tenéis que decir nunca lo que vais a oír, o nos destrozaréis.

—No lo diremos —dijo Ruthie—. Somos mayores.

—Bueno, pues silencio entonces —las tazas de café estaban en el suelo. La corta llama del farol, como el ala achaparrada de una mariposa, proyectaba una oscura luz amarilla en las paredes.

—Decidlo ya —dijo Tom.

Madre dijo:

—Padre, dilo tú.

El tío John sorbió el café. Padre dijo:

—Bueno, bajaron el precio, como tú dijiste. Y había un grupo de recolectores nuevos tan hambrientos que habrían trabajado por una barra de pan. Ibas por un melocotón y alguien lo cogía primero. Van a tener la cosecha recogida inmediatamente. Gente corriendo a un árbol nuevo. He visto peleas… uno diciendo que era su árbol, el otro que quería coger de él. Han traído gente de muy lejos, hasta de El Centro. Hambrientos como lobos. Trabajan todo el día por un pedazo de pan. Le dije al que anota: No podemos trabajar por dos cincuenta la caja, y me dijo: váyase entonces. Éstos sí pueden. Yo dije: solo hasta que se harten. Y él dijo: pero los melocotones estarán recogidos antes de que se harten —Padre calló.

—Era un infierno —dijo el tío John—. Dicen que esta noche llegarán doscientos hombres más.

Tom dijo:

—Sí. Pero, ¿qué hay del otro?

Padre permaneció en silencio un rato.

—Tom —dijo—, parece que la has hecho.

—Tenía esa impresión. No pude ver. Pero eso me pareció.

—La gente parece que no habla de otra cosa —dijo el tío John—. Han salido pelotones en su busca y hay gente hablando de linchamiento; cuando cojan al tipo, por supuesto.

Tom miró a los niños, que tenían los ojos muy abiertos. Apenas parpadeaban. Era como si temieran que algo pasara en el segundo de oscuridad. Tom dijo:

—Bueno… el que lo hizo, lo hizo solo después de que mataran a Casy.

Padre interrunpió:

—No es así como lo cuentan ahora. Dicen que lo hizo primero.

Tom dejó escapar un suspiro:

—Ah, ya.

—Están consiguiendo que se nos pongan todos en contra. Es lo que he oído. Esos de la banda de tambores y las logias y todo eso. Dicen que van a coger al culpable.

—¿Saben cómo es? —preguntó Tom.

—Bueno, no exactamente, pero por lo visto piensan que fue golpeado. Piensan que tendrá…

Tom subió la mano lentamente y se tocó la mejilla magullada.

Madre gritó:

—No es cierto lo que dicen.

—Tranquila, Madre —dijo Tom—. Es su juego. Todo lo que dicen esos es verdad si es contra nosotros.

Madre miró a través de la débil luz y se fijó en el rostro de Tom, sobre todo en sus labios.

—Lo prometiste —dijo.

—Madre yo… quizá ese hombre debería marcharse. Si… ese hombre hubiera hecho mal, quizá pensaría: de acuerdo. Que acaben pronto. He hecho mal y tengo que pagar. Pero ese hombre no hizo nada malo. No se siente peor que si hubiera matado a una mofeta.

Ruthie intervino:

—Madre, yo y Winfield lo sabemos. No tiene que seguir con «ese hombre» por nosotros.

Tom rió entre dientes.

—Bien, ese hombre no quiere que le cuelguen porque lo volvería a hacer. Y al mismo tiempo no quiere causar problemas a su familia. Madre… he de irme.

Madre se tapó la boca con los dedos y tosió para aclararse la garganta.

—No puedes —dijo—. No te podrías esconder. No podrías confiar en nadie. Pero en nosotros sí que puedes. Podemos esconderte y ocuparnos de que tengas comida mientras se te cura la cara.

—Pero, Madre…

Ella se puso en pie.

—No te vas a ir. Te llevamos con nosotros. Al, pon la trasera del caminón junto a la puerta. Lo tengo todo planeado. Pondremos un colchón abajo y que Tom se ponga encima y luego ponemos otro colchón doblado de forma que haga como una cueva y Tom esté dentro; y luego ponemos paredes. Puedes respirar por el extremo, ¿veis? No discutas. Eso es lo que vamos a hacer.

Padre protestó:

—Parece que el hombre no tiene ya nada que decir. Esta mujer es una liosa. Cuando nos instalemos fijos, le voy a dar una paliza.

—Cuando eso llegue, podrás —dijo Madre—. Muévete, Al. Ya hay oscuridad suficiente.

Al salió a por el camión. Maniobró y puso la parte de atrás junto a los escalones.

Madre dijo:

—Rápido. Meted ese colchón.

Padre y el tío John tiraron el colchón por encima de la puerta del camión.

—Ahora ese otro.

Arrojaron el segundo colchón.

—Ahora… Tom, salta y métete debajo. Deprisa.

Tom trepó rápidamente y se dejó caer. Estiró un colchón y se puso el otro encima de él. Padre lo dobló hacia arriba de modo que el arco cubriera a Tom. Podía ver el exterior entre los listones laterales del camión. Padre, Al y el tío John cargaron con rapidez, apilaron las mantas encima de la cueva de Tom, pusieron los cubos contra los lados, extendieron el último colchón detrás. Los cazos y sartenes, y la ropa fueron sueltos porque las cajas habían sido quemadas. Estaban a punto de terminar de cargar cuando un guarda se acercó, llevando la escopeta en el brazo doblado.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

—Nos vamos —dijo Padre.

—¿Por qué?

—Nos han ofrecido un trabajo, un buen trabajo.

—¿Sí? ¿Y dónde es?

—Hacia el sur, en Weedpatch.

—Vamos a ver —enfocó la linterna a los rostros de Padre, el tío John y Al—. ¿No iba otro hombre con ustedes?

Al dijo:

—¿Se refiere al autostopista? ¿Un tipo pequeño de cara pálida?

—Sí, creo que era así.

—Lo recogimos al venir. Se marchó esta mañana cuando bajó el jornal.

—Dime otra vez cómo era.

—Un hombre bajo. Cara pálida.

—¿Estaba magullado esta mañana?

—Yo no vi nada —dijo Al—. ¿Está abierto el surtidor de gasolina?

—Sí, hasta las ocho.

—Arriba —gritó Al—. Si queremos llegar a Weedpatch antes de la mañana, tenemos que movernos. ¿Pasas delante, Madre?

—No, iré detrás —dijo ella—. Padre, ven tú también aquí detrás. Deja a Rosasharn delante con Al y el tío John.

—Dame el vale, Padre —dijo Al—. Pago la gasolina y a ver si queda algo de cambio.

El guarda los miró marchar y torcer a la izquierda hacia los surtidores de gasolina.

—Ponga dos —dijo Al.

—No irá muy lejos.

—No, no vamos lejos. ¿Puede darme el cambio de este vale?

—Bueno… en teoría no.

—Mire —dijo Al—. Tenemos una oferta de trabajo si llegamos allí esta noche. Si no llegamos, lo perderemos. Háganos el favor.

—Bueno, de acuerdo. Fírmemelo a mi nombre.

Al salió y dio la vuelta al morro del Hudson.

—No faltaba más —dijo. Desenroscó el tapón del agua y llenó el radiador.

—¿Dos me ha dicho?

—Sí, dos.

—¿En qué dirección van?

—Al sur. Tenemos trabajo.

—¿Sí? El trabajo está escaso, el trabajo fijo.

—Tenemos un amigo —dijo Al—. El trabajo nos está esperando. Bueno, hasta otra —el camión dio la vuelta y fue dando botes por la calle de tierra hasta la carretera. La débil luz de los faros daba saltos en el camino y el faro derecho parpadeaba por una mala conexión. A cada salto los cazos y sartenes que iban sueltos en la caja del camión chocaban con estrépito.

Rose of Sharon gimió suavemente.

—¿Te encuentras mal? —preguntó el tío John.

—Sí. Me encuentro mal todo el tiempo. Me gustaría poderme sentar tranquila en un sitio agradable. Ojalá estuviéramos en casa y nunca hubiéramos venido. Connie no se habría marchado si estuviéramos en casa. Habría estudiado y llegado a ser algo —ni Al ni el tío John respondieron. Estaban avergonzados por Connie.

En la puerta pintada de blanco del rancho un guarda se acercó al lado del camión.

—¿Se van definitivamente?

—Sí —dijo Al—. Vamos al norte. Tenemos trabajo.

El guarda enfocó la linterna en el camión, miró en la parte de atrás, Madre y Padre le dirigieron miradas pétreas.

—De acuerdo —el guarda abrió la puerta. El camión giró a la izquierda y avanzó hacia la 101, la gran carretera norte-sur.

—¿Sabes dónde vamos? —preguntó el tío John.

—No —dijo Al—. Sólo sé que vamos, y ya me estoy hartando.

—A mí no me falta mucho —dijo Rose of Sharon amenazadora—. Más vale que vayamos a un buen sitio para mí.

El aire de la noche era frío y tenía el primer picor de la helada. Junto a la carretera las hojas de los árboles frutales empezaban a caer. Encima de la carga, Madre iba sentada con la espalda apoyada en el lado del camión y Padre frente a ella.

Madre llamó:

—¿Estás bien, Tom?

Recibió una respuesta amortiguada.

—Esto es un poco estrecho. ¿Ya hemos salido del rancho?

—Lleva cuidado —dijo Madre—. Podrían pararnos.

Tom levantó un lado de su cueva. En la oscuridad del camión sonaban las cazuelas.

—Puedo bajarlo rápidamente —dijo—. Además, no me gusta estar atrapado ahí —descansó apoyado en un codo—. Diablos, se está poniendo frío ¿verdad?

—Hay nubes —dijo Padre—. Dijo uno que habría un invierno temprano.

—¿Las ardillas parapetándose o las semillas de la hierba? —preguntó Tom—. Se puede predecir el tiempo por cualquier cosa. Apuesto a que hay alguno que predice el tiempo con unos calzoncillos.

—No sé —dijo Padre—. A mí me parece que llega el invierno. Uno tendría que vivir aquí mucho tiempo para poder decir.

—¿En qué dirección? —preguntó Tom.

—No lo sé. Al giró a la izquierda. Parece que vamos por donde vinimos.

Tom dijo:

—No sé lo que será mejor. Parece que si nos quedamos en la carretera principal habrá más policías. Con la cara así, me cogerían en un momento. Quizá deberíamos ir por carreteras secundarias.

Madre dijo:

—Da unos golpes ahí detrás. Que Al pare.

Tom golpeó con el puño; el camión se detuvo a un lado de la carretera. Al salió y caminó hacia la parte de atrás. Ruthie y Winfield se asomaron por debajo de la manta.

—¿Qué queréis? —exigió Al.

Madre dijo:

—Tenemos que pensar qué vamos a hacer. Tal vez sea mejor que vayamos por carreteras secundarias. Eso dice Tom.

—Es por mi cara —agregó Tom—. Todo el mundo me reconocería. Cualquier policía sabría quién soy.

—Bueno, ¿a dónde vamos? He pensado que al norte. En el sur ya hemos estado.

—Sí —dijo Tom—, pero por carreteras secundarias.

Al preguntó:

—¿Qué tal si paramos, dormimos un poco y seguimos mañana?

Madre dijo rápidamente:

—Todavía no. Vamos a alejarnos más primero.

—Bien —Al volvió a su asiento y siguió conduciendo.

Ruthie
y
Winfield se taparon de nuevo la cabeza. Madre preguntó:

—¿Está bien Winfield?

—Sí, está bien —contestó Ruthie—. Ha estado durmiendo.

Madre volvió a apoyarse contra el lado del camión.

—Es un sentimiento curioso el ser perseguido. Me estoy volviendo mala.

—Todo el mundo se está volviendo malo —dijo Padre—. Todo el mundo. Ya has visto hoy esa pelea. Uno cambia. En el campamento del gobierno no éramos así.

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