Las uvas de la ira (68 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Tom se estaba riendo.

—Yo siempre decía que iba a llamar al tío John, pero él nunca quiso perseguirles. No es más que charla de críos, Madre. No pasa nada.

—No —dijo Madre—. Esos niños lo dirán por ahí y sus familias les oirán y lo dirán, y dentro de nada mandarán hombres en tu busca, solo por si acaso. Tom, tienes que irte.

—Es lo que dije desde el principio. Siempre temí que alguien te viera poner las cosas en la alcantarilla y se quedara a mirar.

—Lo sé. Pero te quería cerca. Estaba asustada por ti. No te he visto. Ahora no te puedo ver. ¿Cómo tienes la cara?

—Se me está curando rápidamente.

—Acércate, Tom. Deja que la toque. Acércate —él se aproximó. La mano de ella encontró su cabeza en la oscuridad y sus dedos bajaron a la nariz y luego fueron a la mejilla izquierda.

—Tienes una mala cicatriz, Tom. Y la nariz toda torcida.

—Tal vez sea una buena cosa. Quizá nadie me reconozca. Si no tuvieran mis huellas estaría contento —volvió a ponerse a comer.

—Calla —dijo ella—. ¡Escucha!

—Es el viento, Madre. Sólo es el viento —la ráfaga de viento continuó río abajo y los árboles susurraron a su paso.

Ella se acercó al lugar del que procedía la voz.

—Quiero tocarte una vez más, Tom. Está tan oscuro que parece que fuera ciega. Quiero recordar, incluso aunque sean mis dedos los que recuerden. Tienes que irte, Tom.

—Sí. Lo supe desde el principio.

—Nos ha ido bien —dijo ella—. He estado guardando dinero. Alarga la mano, Tom. Tengo aquí siete dólares.

—No pienso coger tu dinero —Replicó él—. Ya me las arreglaré.

—Alarga la mano, Tom. No voy a poder dormir si te vas sin dinero. Quizá tengas que coger un autobús o alguna cosa así. Querría que te fueras lejos, a trescientas o cuatrocientas millas.

—No pienso cogerlo.

—Tom —dijo ella con severidad—. Coge este dinero, ¿has entendido? No tienes derecho a causar dolor.

—No juegas limpio —dijo Tom.

—He pensado que quizá podrías ir a una ciudad grande. Los Ángeles, tal vez. Nunca te buscarán allí.

—Hmm —dijo él—. Mira, Madre. He estado todo el día y toda la noche escondido solo. Adivina en quién he estado pensando. ¡En Casy! Él hablaba mucho. Antes me molestaba. Pero ahora he estado pensando en lo que decía y puedo recordarlo… todo. Decía que una vez se fue al desierto a encontrar su propia alma y descubrió que no tenía un alma que fuese suya. Que descubrió que él solo tenía un pedacito de una enorme alma. Decía que el desierto no servía de nada porque su pedacito de alma no servía, a menos que estuviera con el resto, y estuviera entera. Es curioso lo que recuerdo. Ni siquiera me daba cuenta de que estuviera escuchando. Pero ahora sé que un hombre no sirve para nada si está solo.

—Era un buen hombre —dijo Madre.

Tom prosiguió:

—Una vez recitó una parte de las Escrituras y no sonaba al fuego del infierno. La dijo dos veces y la recuerdo. Dice que es del Predicador.

—¿Cómo era, Tom?

—Va así: «Dos son mejor que uno, porque tienen una buena recompensa por su trabajo. Porque si caen, el uno levantará a su compañero, pero desgracia para aquel que esté solo cuando caiga porque no tiene otro que le ayude.» Esto es una parte,

—Continúa —dijo madre—. Sigue, Tom.

—Sólo un poco más: «De nuevo, si dos yacen juntos, entonces tendrán calor: pero ¿cómo se puede calentar uno solo? Y si uno le derrota, dos se le unirán y una cuerda entre tres es difícil de romper.»

—¿Y eso es de las Escrituras?

—Casy así lo dijo. Le llamó el Predicador.

—Calla… escucha.

—Es solo el viento, Madre. Conozco el viento. Y me ha dado por pensar. Madre… La mayoría de los sermones son acerca del pobre que siempre tenemos con nosotros y si no tienes nada, junta las manos y a la mierda, vas a comer helado en platos de oro cuando estés muerto. Y entonces el Predicador este dice que dos consiguen mayor recompensa por su trabajo.

—Tom —dijo ella—. ¿Qué piensas hacer?

El permaneció callado largo rato.

—He estado pensando en el campamento del gobierno, cómo nuestra gente se cuidaban unos a otros, y si había pelea la arreglaban ellos mismos; y no había policías moviendo sus armas, pero había más orden del que los policías podrían haber proporcionado nunca. He estado preguntándome por qué no podríamos hacerlo por todas partes. Echar a los policías, que no son nuestra gente. Trabajar juntos por nuestra propia causa… trabajar todos nuestra propia tierra.

—Tom —repitió Madre—, ¿qué vas a hacer?

—Lo que hacía Casy —respondió él.

—Pero le mataron.

—Sí —dijo Tom—. No lo esquivó con la suficiente rapidez. No hacía nada que fuera contra la ley, Madre. He estado pensando mucho, pensando en nuestra gente viviendo como cerdos y la buena tierra fértil en barbecho, o quizá un tipo con un millón de acres, mientras cien mil buenos granjeros se mueren de hambre. Y he pensado que si todos nos juntamos a gritar, como hacían aquellos, solo unos pocos en el rancho Hooper…

Madre dijo:

—Tom, te van a acosar y a destrozar como hicieron con el joven Floyd.

—Me van a acosar de todas maneras. Están acosando a toda nuestra gente.

—No pretendes matar a nadie, ¿verdad, Tom?

—No lo pretendo. He estado pensando que mientras siga fuera de la ley, quizá podría… Mierda, no lo tengo bien pensado, Madre. No me preocupes ahora. No me preocupes.

Siguieron sentados en silencio en la cueva de vides, negra como el carbón. Madre dijo:

—¿Cómo voy a saber de ti? Podrían matarte y yo no me enteraría. Podrían herirte. ¿Cómo lo voy a saber?

Tom se echó a reír incómodo.

—Bueno, quizá es como dice Casy, uno no tiene un alma suya, sino un trozo de la gran alma… y entonces…

—¿Entonces qué, Tom?

—Entonces no importa. Entonces estaré en la oscuridad. Estaré en todas partes… donde quiera que mires. En donde haya una pelea para que los hambrientos puedan comer, allí estaré. Donde haya un policía pegándole a uno, allí estaré. Si Casy sabía, por qué no, pues estaré en los gritos de la gente enfurecida y estaré en la risa de los niños cuando están hambrientos y saben que la cena está preparada. Y cuando nuestra gente coma los productos que ha cultivado y viva en las casas que ha construido, allí estaré, ¿entiendes? Dios, estoy hablando como Casy. Es por pensar tanto en él. A veces me parece verlo.

—Yo no lo entiendo —dijo Madre—. En realidad no sé.

—Yo tampoco —dijo Tom—. Son solo cosas sobre las que he estado pensando. Se piensa mucho cuando uno no puede moverse. Tienes que volver, Madre.

—Coge el dinero, entonces.

Durante un momento, él estuvo callado.

—De acuerdo —dijo.

—Y, Tom, más adelante… cuando haya pasado, volverás. ¿Nos encontrarás?

—Claro que sí —la tranquilizó—. Ahora más vale que te vayas. Dame la mano —él la guió hacia la salida. Los dedos de ella se aferraban a la muñeca de Tom. Él retiró las vides a un lado y la siguió fuera—. Ve por ese campo hasta llegar a un sicómoro que hay al borde y luego cruza el arroyo. Adiós.

—Adiós —dijo ella y se alejó rápidamente. Tenía los ojos húmedos y ardientes, pero no lloró. Sus pasos eran ruidosos y descuidados sobre las hojas mientras atravesaba la maleza. Y conforme seguía caminando, la lluvia empezó a caer del sombrío cielo, gotas grandes y escasas, salpicando pesadas en las hojas secas. Madre se detuvo y se paró en la chorreante maleza. Se volvió… volvió tres pasos hacia la maraña de vides; y luego se volvió con rapidez y regresó al campamento de los furgones. Fue derecha hacia la alcantarilla y trepó hasta la carretera. La lluvia había pasado, pero el cielo estaba cubierto. Detrás de ella oyó pasos y se volvió nerviosa. El parpadeo de una débil luz de linterna jugueteaba sobre la carretera. Madre se volvió y se dirigió hacia su casa. Al cabo de de un momento la alcanzó un hombre. Cortésmente mantuvo la luz en el suelo y no se la enfocó a la cara.

—Buenas tardes —dijo él.

Madre respondió:

—¿Qué tal está?

—Parece que tenemos un poco de lluvia.

—Espero que no. Se acabaría la recogida. Necesitamos trabajar.

—Yo también. ¿Vive en el campo ese?

—Sí, señor —los pasos de ambos iban al mismo tiempo por la carretera.

—Tengo veinte acres de algodón. Un poco tardío, pero ahora está a punto. Pensé ir para allá y conseguir algunos recolectores.

—Los conseguirá. La temporada casi ha concluido.

—Eso espero. Mi propiedad está solo a una milla por ese camino.

—Somos seis —dijo Madre—. Tres hombres, yo y dos pequeños.

—Pondré un letrero. A dos millas, esta carretera.

—Estaremos allí por la mañana.

—Espero que no llueva.

—Yo también —dijo madre—. Veinte acres no durarán mucho.

—Cuanto menos duren, más contento estaré. Mi algodón es tardío. No lo planté hasta tarde.

—¿Cuánto va a pagar?

—Noventa centavos.

—Recogeremos. He oído decir a la gente que el próximo año pagarán setenta y cinco e incluso sesenta.

—Es lo que he oído.

—Habrá problemas —dijo Madre.

—Claro. Lo sé. Un pequeño granjero como yo no puede hacer nada. La Asociación fija el precio y tenemos que acatarlo. Si no… nos quedamos sin granja. Los pequeños granjeros siempre tenemos problemas.

Llegaron al campamento.

—Estaremos allí —dijo Madre—. Aquí no queda demasiado que recoger —ella fue al furgón último y subió por la pasarela de tablas. La luz baja del farol proyectaba sombras lógregas en el furgón. Padre y el tío John y un hombre mayor estaban en cuclillas contra la pared del furgón.

—Hola —saludó Madre—. Buenas noches, señor Wainwright.

El levantó un rostro delicado y bien dibujado. Sus ojos eran profundos bajo una cejas muy pobladas. Tenía el pelo de color blanquiazul y fino. Una pálida barba plateada le cubría las mandíbulas y la barbilla.

—Buenas noches, señora —respondió él.

—Mañana hay recogida —observó madre—. A una milla hacia el norte. Veinte acres.

—Será mejor llevar el camión —dijo Padre—. Para poder recoger más tiempo.

Wainwright levantó la cabeza con ilusión.

—¿Cree que nosotros también podremos?

—Pues claro. Caminé un rato con el hombre. Venía a buscar recolectores.

—El algodón casi se ha terminado ya. La segunda vuelta va a ser escasa. Va a ser difícil ganar el jornal en la segunda vuelta. La primera vez ya quedó bastante limpio.

—Su gente quizá podría venir con nosotros —dijo Madre—. Repartir el gasto de gasolina.

—Vaya, muy amable por su parte, señora.

—Así ahorraremos todos —dijo Madre.

Padre dijo:

—El señor Wainwright… tiene una preocupación y ha venido a hablarla con nosotros. Estábamos dándole vueltas.

—¿Qué es lo que pasa?

Wainwright miró al suelo.

—Nuestra Aggie —dijo—, es mayor… Tiene casi dieciséis años y está crecida.

—Aggie es una muchacha guapa —dijo Madre.

—Escúchale —dijo Padre.

—Bueno, ella y su hijo Al están yendo a pasear todas las noches. Y Aggie es una chica guapa que debería tener un marido; de lo contrario podría tener problemas. Nunca hemos tenido esa clase de problemas en nuestra familia. Pero ahora con lo pobres que somos, a la señora Wainwright y a mí nos ha dado por preocuparnos. Imagínese que se quede embarazada.

Madre desenrolló un colchón y se sentó en él.

—¿Ahora han salido? —preguntó.

—Siempre salen —dijo Wainwright—. Todas las noches.

—Bueno, Al es un buen muchacho. Estos días se cree muy gallito, pero es un chico en quien se puede confiar. Yo no pediría un muchacho mejor.

—No, si no nos quejamos de Al como persona. Nos cae bien. Lo que tememos la señora Wainwright y yo… bueno, ella es una mujercita crecida. Y ¿qué pasa si nosotros nos vamos o ustedes se van y descubrimos que Aggie está embarazada? No ha habido nunca esas vergüenzas en nuestra familia.

Madre dijo quedamente:

—Nosotros intentaremos no ponerles en vergüenza.

Él se levantó rápidamente.

—Gracias señora. Aggie es una mujercita crecida. Es una buena chica… amable y buena. Le agradeceríamos mucho que no nos pusieran en vergüenza. No es culpa de Aggie. Está crecida.

—Padre hablará con Al —dijo Madre—. Y si no quiere, lo haré yo.

Wainwright dijo:

—Entonces buenas noches y muchas gracias —desapareció al otro lado de la cortina. Le podían oír hablando en voz baja en el otro extremo del furgón, explicando el resultado de su embajada.

Madre escuchó un momento y luego:

—Vosotros dos —dijo—. Venid a sentaros aquí.

Padre y el tío John se levantaron con esfuerzo. Se sentaron en el colchón junto a Madre.

—¿Dónde están los pequeños?

Padre señaló un colchón en el rincón.

—Ruthie saltó sobre Winfield y le mordió. Les hice acostarse. Supongo que estarán dormidos. Rosasharn se fue a sentarse un rato con una señora que conoce.

Madre dejó escapar un suspiro.

—Encontré a Tom —dijo suavemente—. Le dije que se fuera. Muy lejos.

Padre asintió despacio. El tío dejó caer la barbilla sobre el pecho.

—No podía hacer otra cosa —dijo Padre—. ¿Crees que podía, John?

El tío John levantó la mirada.

—No puedo pensar en nada —dijo—. Parece que ya apenas estoy despierto.

—Tom es un buen muchacho —dijo Madre; y entonces se disculpó—: No pretendía nada malo diciendo que hablaría con Al.

—Lo sé —dijo Padre en voz baja—. Ya no sirvo para nada. Me paso el día pensando en el pasado, pensando en nuestro hogar que no volveré a ver.

—Esto es más hermoso, la tierra es mejor —dijo Madre.

—Ya ni siquiera la veo, pensando en los sauces que perdían sus hojas ahora. A veces pensando cómo arreglar el agujero de la cerca del sur. ¡Curioso! Una mujer haciéndose con el control de la familia. Una mujer diciendo haremos esto, iremos allá. Y ni siquiera me importa.

—Una mujer puede cambiar mejor que un hombre —dijo Madre consoladora—. La mujer tiene la vida en los brazos. El hombre la tiene toda en la cabeza. No te importe. Quizá… bueno, quizá el año que viene tengamos una casa.

—No tenemos nada ahora —dijo Padre—. Va a venir una larga temporada sin trabajo ni cosechas. ¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Cómo vamos a comprar comida? Y a Rosasharn no le falta mucho. Se pone tan mal que no soporto pensar. Me pongo a rebuscar en el pasado para evitar pensar. Parece que nuestra vida ha llegado a su fin.

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