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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (18 page)

BOOK: Legado
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Cuando los hombres se marcharon, hablando y señalando, Randall me llamó desde la pasarela.

—¿Aún no tienes equipaje, ser Olmy? —me preguntó—. Thomas pensará que eres un hombre sin raíces.

—Lo soy.

—Lamento haberte hecho esperar. ¿Ha sido mucho tiempo?

—No mucho. He tenido una charla con ser Shatro.

—¿Sí?

—Creo que él no aprueba mi presencia aquí.

Randall sonrió.

—El capitán escoge —dijo.

—Eso me dijo ser Shatro.

—¿Seguimos adelante? —preguntó Randall.

Cruzamos la pasarela y subimos al barco.

El capitán Keyser-Bach, un hombre menudo y nudoso de ojos penetrantes, dedos delgados y frente alta coronada por una mata de pelo rojo, me miró con preocupación. El segundo oficial y Shatro entraban y salían del camarote, trayendo formularios para firmar, un periódico impreso (yo nunca había visto uno), una caja de manuales y textos, también en papel. Mientras firmaba papeles con una pluma, el capitán dijo:

—Supongo que el respetable primer oficial te habrá dado una idea de a qué nos enfrentamos.

—Sí, ser.

—Capitán —puntualizó Randall.

—Capitán.

Examiné el camarote: paredes de árbol-catedral pintadas de blanco, con molduras de lizbú; suelo de xyla con cornamusas de bronce; conductos de cerámica bajo una pequeña mesa de laboratorio; una pared cubierta de mapas enrollados y una caja llena de gruesos libracos. Una pizarra colgaba del mamparo, junto a la estrecha litera del capitán. El aire olía a etanol y a otros productos químicos que ocupaban una mesa junto con el microscopio óptico. El microscopio era el foco de la habitación, como un icono; sin duda esos instrumentos eran mucho más raros que las pizarras, y Randall y el capitán habían luchado para obtener autorización para llevar uno en la travesía.

Había trozos de un vástago no identificado pinchados en una tabla y etiquetados.

Salvo por la ropa —camisas largas ceñidas con cinturón, pantalones holgados y sandalias— podríamos haber estado en un laboratorio de la Tierra de fines del siglo XIX.

—En Athenai nadie siente entusiasmo por esta expedición. Algunos nos demuestran su interés, otros nos dan ánimos, pero nadie está entusiasmado. El propio Lenk duda de su utilidad. —El capitán terminó de firmar y cogió el periódico—. Algunos, al menos, hemos redescubierto la ambición. ¿Cuál es tu ambición?

—Aprender acerca de los ecoi y del lugar que ocupamos en ellos, capitán.

—Si el primer oficial te considera adecuado, yo no pondré objeciones. Aún nos faltan tres personas... diez, si contamos a los tripulantes. El Hado y el Logos mediante, zarparemos. —Arrancó una hoja de la carpeta y se la mostró a Randall—. Recibimos esto mientras estabas en el Terra Nova. El permiso del administrador de Ciencia y Metalurgia de Athenai. Tendría que haber llegado hace tres meses. Nos prohíbe «arriesgar innecesariamente la nave Vigilante, ya que contiene metales, e informar sobre los hallazgos a nadie que no sean los funcionarios y ministros de Lenk». Ciencia y Metalurgia, ya lo creo. Como si el metal de la nave fuera más importante que los tripulantes o que la misión... —El capitán metió el permiso dentro de la carpeta. Agitó el periódico y le mostró los titulares a Randall, que se inclinó para leer—. Aldeas atacadas en la costa norte y Jakarta, y río arriba lo de Claro de Luna. Naves capturadas. Tripulaciones abandonadas en botes o balsas. —Hinchó los carrillos, entornó los ojos, se pasó la lengua por los dientes. Luego se irguió y alzó una mano como si nada de aquello le importara.

—Yo siento hambre de conocimiento —dije—. Necesito adquirir experiencia. También necesito llegar a Athenai. Eso es todo. Mis padres me dijeron adonde ir para recibir educación. Para aprender.

—¿Qué edad tienes? —preguntó el capitán. Tenía la curiosa costumbre de tocarse la prominente barbilla con los dedos y de tirar de ella hasta dejar un espacio de un par de centímetros entre los dientes, mientras mantenía los músculos de la mandíbula tensos, como en un desafío.

—Veinte años.

—¿Familia?

—Datchetong. Una rama no reasignada.

—¿Conque proscrito y sin educación?

Aparenté incomodidad, asentí.

—¿Vinculado o ligado?

—No pertenezco a una tríada. He pasado en la silva un par de años, a solas. Tratando de estudiar.

—Entonces al menos tienes aptitud para la supervivencia. ¿Debo consultar al disciplinario para cerciorarme de que no huyes de su ira?

—Ambos hemos visto al disciplinario —comentó Randall.

El capitán me estudió con ojos penetrantes.

—¿Sabes algo sobre nuestra expedición?

—Más de lo que sabía hace unos días —admití.

—Dos años en la silva... en la Zona de Elizabeth. Por el Hálito del Logos, eres un hombre misterioso. ¿De Claro de Luna? —Se volvió para mirar a Randall—. No me contaste eso, Erwin.

—No quería que tuvieras prejuicios. Regresamos de allí juntos.

—Debí adivinarlo. ¿Y el disciplinario lo aprueba?

—Hasta ahora —dijo Randall.

Keyser-Bach se acarició enérgicamente la barbilla.

—Dicen que los brionistas y el general Beys están operando en vanas rutas marítimas, requisando naves. No lo creo. Creo que a los brionistas les echan la culpa de demasiadas cosas. Pero no podemos permitirnos el lujo de no ser...

—Cautos —dije.

A Randall le gustó mi descaro, al capitán no tanto.

—Hace diez años que estamos organizando esta expedición, y comienza sin el respaldo entusiasta de ningún poderoso. Zarpamos con fe, mucha voluntad y nada más. —Hinchó los carrillos—. Te sorprenderás de nuestros jóvenes, y de la valentía de nuestros marinos.

»Pero si el primer oficial te juzga apropiado, te tomaremos como aprendiz. No esperes consagrarte mucho a la ciencia. Espera callos y gritos.

Antes de que se reuniera la tripulación, recorrí la nave para hacer mi propia evaluación. En las décadas que habían pasado en Lamarckia, los inmigrantes que habían explorado aquellos mares habían modificado algunas palabras del vocabulario náutico, añadiendo, suprimiendo y abreviando, pero en general la mayoría era reconocible. También era familiar el diseño del Vigilante, un navío de cuarenta metros y tres mástiles fabricado principalmente con xyla, con rebordes de acero y bronce. Algunos detalles habrían sorprendido a los marinos de la Tierra (o de la cuarta cámara de Thistledown, donde la réplica de un clíper había surcado alguna vez el lago de los Vientos): ancho de manga, castillo de proa prominente, proa afilada pero con una protuberancia bulbosa en la línea de flotación. Visto desde arriba, el buque habría parecido un cincel corto con una gota de pintura colgando del extremo en punta. A popa, dos molinos de viento con aspas de lona se inclinaban fuera de borda; sus rotores estaban conectados a generadores instalados dentro del casco.

Por lo que yo sabía del Cruce, Lenk había puesto trabas deliberadas al escoger a los naderitas más radicales para que evitaran la refinada tecnología del Hexamon. Los divaricatos aceptaban por decreto ciertos instrumentos y tecnologías que no existían en el siglo XX (corno las baterías de las pizarras). Pero, salvo las señaladas excepciones que mencionaba el relato de la pizarra de Nkwanno, los inmigrantes habían llegado a Lamarckia careciendo de los conocimientos más elementales en materia de ingeniería, matemática y física.

Tal vez la ingeniería náutica aún no se había recobrado de las decisiones de Lenk. Con viento fuerte, teniendo un castillo de proa alto y una toldilla elevada, el Vigilante tendería a volcar. Los molinos parecían estar soldados, y navegando contra el viento, o con viento de estribor o babor, desviarían la nave.

La escasez de hierro era evidente. El casco de xyla del Vigilante era sólido, pero tenía muy pocos componentes de hierro o acero; el aluminio, el bronce, el estaño y el cobre se usaban con mesura. Las velas y los mástiles se sostenían con una mezcla de sujetadores de soga y alambre; los obenques alternaban la soga con el alambre, y todas las flechaduras eran de soga o lizbú. La soga y el alambre parecían usarse caprichosamente, pues la burda principal era de soga y el estay de trinquete era de alambre, pero la burda recibía el impulso del viento. Súbitamente sentí preocupación. Esperaba equivocarme, pero sospechaba que el Vigilante tendría muchos problemas en alta mar.

Lo cual podía explicar la pérdida de tantos barcos. En cuanto a la tripulación: treinta y un hombres y doce mujeres, los aprendices jóvenes entregados por sus tríadas para un bautismo en el mar, tal vez por haber fracasado en la escuela Lenk (a pesar del discurso que me había endilgado el capitán); los mayores eran marineros, contratados entre los rechazados por las poco numerosas flotas mercantes. Aun con veinte mil habitantes, el comercio era lento, los viajes por mar precarios y peligrosos.

Entendí por qué el capitán me había aceptado con tanta facilidad.

El sol colgaba a poca distancia de los cerros de Calcuta. Una vez que terminaron de cargar y estibar los alimentos y el equipo en la bodega, el segundo oficial, un cuarentón fornido y rubicundo con el propicio nombre de Salvator Soterio, reunió a la tripulación en cubierta, delante de la timonera. Randall iba sentado en el cabestrante, los brazos cruzados, un rollo de quitasol de lizbú bajo un brazo. El ocaso arrojaba un fulgor resplandeciente sobre la nave, la tripulación, el puerto y los almacenes; el viento arrastraba hacia el mar el polvo negro de las silvas, realzando los colores del poniente.

Esperando al capitán, permanecí entre los aprendices y marineros. Los que se conocían murmuraban e intercambiaban gestos cómplices, pero en general me ignoraban salvo por miradas de soslayo y algunos consejos roncos; uno de ellos: «Observa las maneras ajenas y observa las tuyas. Aprende y mézclate.» Lo cual significaba que siguiera el ejemplo de los tripulantes experimentados y me adaptase a las costumbres de a bordo.

El segundo oficial nos pidió atención. El capitán salió de sus aposentos y miró el sol poniente con los ojos entornados, como si fuera un insecto saliendo de debajo de una roca. Echó una mirada a la tripulación.

—Hemos recibido las órdenes y nuestra misión está confirmada —declaró Keyser-Bach—. Mañana zarparemos con las primeras luces. La mayoría sois nuevos en el Vigilante. Nuevos para mí y también para el primer oficial. Procedéis de naves que transportan cereales de Tasman y de barcos mercantes, y algunos de yates de placer, y debéis saber que el Vigilante sigue otros rumbos. Nos interesa el conocimiento, no el comercio. Circunnavegaremos Lamarckia por la gloria del conocimiento.

»Estudiaremos la vida de Lamarckia en sus formas más extremas. Se ha intentado antes... Dos misiones, cuatro barcos, dos de ellos hundidos. Que el Hado sea benévolo y los vientos propicios. Hay muchos peligros allá adonde vamos, algunos conocidos, otros no.

»Somos como niños sobre la faz de Lamarckia. Hemos pasado veinte años en estos mares y aún los conocemos muy poco. Y nos queda por ver la mitad del mundo. La suerte de este viaje depende de que todos nos mantengamos alerta.

»Como lo que se enseña en las escuelas Lenk, aun en las de secundaria, es tan poco, entiendo que es mi deber inculcaros una mejor comprensión de la naturaleza. Por ello este barco no es sólo una nave de investigación y exploración, sino un buque-escuela.

»Algunos pensarán que soy un excéntrico. Y si mis excentricidades provocan comentarios a bordo y me convierten en vuestro hazmerreír, así sea.

»Todos conocéis mi estilo. La justicia sigue al rendimiento. Todos haremos historia, si prestamos atención al tiempo y mantenemos los ojos abiertos.

El desánimo de los últimos días se disipaba. Miré a los tripulantes, a Randall. El rostro del primer oficial parecía cobrar una nueva luz, como si superase su fatiga.

Aquí vivían la época de empezar a explorar, los riesgos eran suficientes para cualquier aventurero. Miré el Vigilante, con todas sus rarezas y carencias, con creciente afecto.

Yo era el último de la nueva tripulación. El navegante y encargado del aprovisionamiento, French, a quien había conocido antes, me incluyó en la lista de tripulantes y de provisiones, me dio un grueso chaquetón de hule, unos pantalones, un par de botas más apropiadas para estar a bordo, y me llevó a mi puesto en el castillo de proa.

Soteno, el segundo oficial, un hombre de mandíbula fuerte, mejillas mofletudas, hombros enormes y ojos despiadados, reunió a la tripulación antes del ocaso en cubierta. Randall observaba displicente desde estribor. Ocupé mi lugar entre los aprendices, sujetos esmirriados, poco más que muchachos boquiabiertos e inquietos.

—Buenas noches —dijo Soterio, con una sonrisa forzada.

—Buenas noches —murmuramos.

—Y también podríamos decir gloriosas noches —declaró, aunque sin mayor entusiasmo—. Pero dejaré los discursos sobre el orgullo y la gloria para el primer oficial y el capitán. Soy un hombre práctico a quien sólo le interesan su pellejo, su nave y su tripulación, en el orden que más os guste. —Hinchó los carrillos y sacudió la cabeza—. Pero hay reglas que fijaremos aquí y ahora.

Se paseó delante de nosotros, los gruesos brazos sobre el pecho, la mandíbula hacia delante.

—Yo cumplo las órdenes del primer oficial, y vosotros las mías. Sin remilgos ni titubeos. A la menor protesta, me tendréis encima. En este mundo no hay barco que se conduzca solo, y no hay ninguno que sea tan complicado como para que un tonto no pueda aprender a tripularlo. Pero debemos aprender. Esto no es un yate, así que olvidad vuestros días en la escuela Lenk o lo que fuere. El Gran Darwin no es un lago, sino un mar espumoso y rugiente, y tan despiadado como cualquiera que un hombre o mujer haya recorrido en cualquier mundo. —Nos miró con sus ojillos fríos.

—Sí, ser —respondimos.

—Y cuando comience el viaje, no seré «ser». Seré «señor», como exige la tradición marina, y no por cortesía.

—Sí, señor.

—Algunos habéis navegado, la mayoría no. Algunos habéis navegado al mando del primer oficial y del mío. Pero todos me seguiréis por cubierta esta noche y aprenderéis a conocer esta nave.

Soterio nos condujo por la nave, de proa a popa, hablando rápidamente durante una hora. Con lo que yo había estudiado sobre buques y navegación de cara a la misión, estaba apenas preparado para los cambios idiomáticos, para la inventiva de los inmigrantes. Muchos términos que usaba el segundo oficial me resultaban familiares, pero los inmigrantes habían construido sus buques sin la ventaja de la experiencia, y sólo usaban la terminología que encontraban en las pizarras que habían llevado consigo. Había diferencias, y mezclas de términos de varios siglos.

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