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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (37 page)

BOOK: Legado
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—¡Al cuerno! —me gritó Kissbegh, regresando a cubierta y ayudando a Ridjel en medio de la maraña de cuerdas—. ¡Al cuerno con todos!

Thornwheel recobró el equilibrio a pesar del zarandeo de la cubierta. Las olas nos habían embestido tan repentinamente que la nave tardó un buen rato en atravesarlas. Ambas guardias recogían y plegaban velas frenéticamente. El cursor de trinquete estaba desgarrado y sus jirones aleteaban chasqueando como un látigo. Ahora soplaba un fuerte viento de estribor, como yo había temido, arrastrándonos hacia la tormenta.

No veía los barcos de vapor. Habíamos hecho nuestra apuesta, y habíamos escogido lo que ahora parecía el mayor de dos males. Me imaginaba sobreviviendo entre piratas, pero sobrevivir a la tormenta parecía mucho más improbable.

—¿Cuántos nudos? —gritó Thornwheel. Todavía aferraba su libreta, que estaba empapada.

Miré la espuma que caía de la borda goteante y de los estays y escotines.

—Cuarenta —calculé.

Thornwheel metió un brazo bajo la cuerda sujeta al extremo del bauprés, se acuclilló y escribió la cifra en la libreta mojada.

—¿Qué hora es? —preguntó.

Yo no lo sabía.

Nuestro mundo parecía limitado a la cubierta del castillo de proa. La tormenta y las súbitas olas nos habían privado de todo sentido del tiempo. No podía regresar al amparo de mi litera.

—Es por la tarde —dije.

Thornwheel frunció el entrecejo y sacudió con fastidio la libreta goteante.

El viento cobró fuerza rápidamente, era de cincuenta nudos. El Vigilante ya estaba preparado para una tormenta, con todos los cursores plegados, salvo los de trinquete y del árbol mayor, que estaban pegados a las vergas, tirando de sus badernas. Vi hombres y mujeres que corrían por la cubierta, o que bajaban por los obenques con prudente lentitud, pero no pude distinguir sus rasgos entre la espuma. En medio de tanta algarabía no parecía importar quién era quién. Mientras yo mantuviera mi posición, nadie podría acusarme de faltar a mi deber, y de pronto eso tenía más importancia de lo que hubiese creído. Les debía algo a mis camaradas, a mi capitán, me debía al barco. Si no era así, entonces no formaba parte de algo fuerte y capaz de sobrevivir. Bien podía estar perdido en la espuma del oleaje. Lo vi claramente. Me vi a mí mismo rodeado por montañas de agua fría. Mis pulmones brincaron en el repentino zarandeo del viento espumoso, mi cuerpo creyó que me ahogaba. Mi cuerpo ya no confiaba en mis sentidos.

El capitán fue hacia proa, aferrando las cuerdas tendidas entre los mástiles y la borda. Salap lo siguió, pero pronto cayó sobre nosotros otra ola y ambos perdieron el equilibrio. Poniéndose de pie, sujetándose las cuerdas a la cintura, avanzaron hacia el castillo de proa, treparon, siguieron adelante.

Salap vio que yo ya no tenía la libreta y sacudió la cabeza.

—Ser Olmy, ¿cómo legarás esto a la posteridad? —me reprochó. Y le gritó a Thornwheel—: Espero que tú hayas apuntado algo.

—No sabemos la hora —dijo Thornwheel.

Eso contuvo a Salap. Miró al capitán, que nos miró a todos y se echó a reír.

—Por Dios, son más de las cuatro y media. Creo.

La tormenta parecía igualarnos a todos, como niños en un juego.

—Cassir acaba de arrojar una nota atada a un objeto. Casi descerebra al segundo oficial —dijo Salap—. Dicen que ven agua en calma más adelante, una milla a estribor.

—Están locos —gritó Keyser-Bach, procurando ver en medio de la espuma de las olas que se partían sobre la proa. Las olas habían menguado un poco en los últimos minutos.

—¿Ven algún barco? —preguntó Thornwheel.

—No —dijo Salap—. ¡Ojalá esos bastardos se hundan!

Sonreía con malicia, y los ojos le relucían como si disfrutara de aquel enfrentamiento.

El viento soplaba con mayor fuerza que nunca —el medidor registraba cincuenta y cinco nudos— y la nave trepaba y brincaba y hendía las olas, pero las olas disminuían cada vez más. Vi objetos flotantes en las relucientes columnas de agua, formas grises y rosadas como paraguas cerrados volando sobre las aguas. Otra ola enorme se desplomó sobre el barco y nos aferramos a las cuerdas y a todo lo que pudimos hallar. Thornwheel alzó triunfalmente su libreta sobre un torrente de aguas azules, se levantó escupiendo y gritando; Salap resbaló y patinó por cubierta hasta que la cuerda lo detuvo bruscamente, la chaqueta empapada y pegada a las piernas flacas y tambaleantes, el rostro y la barba chorreando. El capitán logró mantener el equilibrio, pero tenía mal aspecto y buscaba un lugar tranquilo como si fuera nuestra" única esperanza.

Miré los árboles y las vergas, las velas plegadas, las jarcias, el cielo verdoso. Todo brincaba y saltaba menos el cielo, que formaba franjas grises perpendiculares a la nave. Dentro de esas franjas vi un resplandor cortante, el flujo cegador de miríadas de corpúsculos chispeantes.

La nave giraba como un patinador que se hubiera caído y se deslizase sobre el trasero. El mar amenazaba con partirla en dos y matarnos a todos.

A popa, al descender el casco, veíamos olas furiosas y una bruma de espuma arremolinada. Pero unos cientos de metros más adelante las olas se achataban, aplastadas por gruesas capas de almohadillas pardas, rojas y amarillas. Del centro de cada almohadilla salía una especie de paraguas plegado, y en la punta de cada paraguas se abría un abanico de dos metros de diámetro, negro de un lado, blanco del otro. Parecíamos atrapados en el campo de juego de un deporte imposible. El viento aún sacudía los aparejos, pero no podía agitar aquel retazo de mar dentro de la tormenta.

El viento soplaba de estribor. Al darme la vuelta sentí su soplido en la boca entreabierta. Me esforcé para llenar mis pulmones de aire. Salap aferró la borda y se asomó para mirar las aguas bajo la proa. Yo hice lo mismo, y vi que el tajamar hendía las anchas almohadillas, apartando los abanicos, algunos de los cuales se curvaban y giraban a poca distancia. En el borde de las almohadillas, brotes gruesos y romos como dientes de engranajes encajaban en las almohadillas contiguas y las impulsaban al girar. Cuando la proa del barco apartaba las almohadillas, con un sonido de ventosa, el agua que se veía era negra como la noche.

Triángulos plateados de hasta medio metro de largo surcaban el cielo en gruesas cortinas de humedad. El aire era alternativamente helado o caliente y húmedo, como si el barco estuviera atrapado en un clima inseguro, entre el invierno y el verano tropical.

—¡Está viva! —gritó Salap sobre el bramido del viento—. ¡Tiene el control!

—¿Qué? —respondió Keyser-Bach—. ¿Qué es lo que tiene el control?

Una bandada de triángulos chocó con los mástiles, se despedazó, se perdió en la tormenta. Los trozos cayeron y giraron, arrastrándose por la cubierta como hojas.

—¡Es una bestia-tormenta! Es dueña de las aguas cálidas y del aire que sube y baja. No estamos cerca del centro, sino apenas en los bordes. ¿Cómo será más adentro?

Thornwheel garabateaba en la libreta. Las páginas gemían bajo el lápiz, pero él seguía anotando: velocidad del viento, presión, las cosas que veíamos en el aire y en el agua. Miró hacia arriba, frunciendo los labios, escrutando esos vientos calientes y fríos.

Salap señaló hacia delante.

—Aquí todo vive y florece. Un jardín en un remolino. Aun así, si es ciclónico, debe haber un centro en calma.

Randall fue hacia proa, sorteando con cuidado cada cuerda de seguridad, sujetando la suya, desatándola de la guía y atándola de nuevo. Subió a la cubierta del castillo de proa.

—Entra agua como por un colador —le gritó al capitán—. Todas las tablas están rajadas. La mitad de la tripulación está bombeando y calafateando, pero no creo que duremos más de una hora.

—Fija el cursor de trinquete y las gallardas del mayor —dijo Keyser-Bach—. Mantén el viento a babor.

—Eso nos llevará directamente al centro.

—Allí quiere ir Salap —replicó el capitán, casi asfixiado por el viento.

—¡De acuerdo! —dijo Randall, alzando las manos y disponiéndose a regresar a popa. Alzó el puño contra el caótico cielo hasta que llegó a la escalerilla, luego miró hacia atrás y dijo algo que nadie oyó.

Miré hacia delante. Los abanicos ondulantes y giratorios habían quedado atrás. El océano estaba cubierto por una hierba plateada más alta que nuestras gallardas; producía grandes olas constantes en la dirección de las agujas del reloj, como los cilios en la piel de una célula.

—¡Una célula tormentosa! —le grité a Thornwheel.

Salap se volvió hacia mí. Ambos preguntaron:

—¿Qué?

—Estamos dentro de una célula de tormenta —dije, pero no pude transmitir la broma, si era una broma. Tal vez fuera una observación seria, una metáfora inteligente, un modo descabellado de abordar fenómenos incomprensibles. No me importaba. Me sentía maltrecho y deslumbrado, estaba más allá del miedo, y caía lentamente en un agotado distanciamiento. La hierba plateada y ondulante podría haberse transformado en el cabello de un gigante que emergiera del mar como el viejo Neptuno, y no me habría sorprendido.

Orientadas las velas, nuestra velocidad aumentó y el Vigilante se desplazó a quince o veinte nudos hacia la inmensa y rodante muralla. La tripulación trabajaba sin cesar en la cubierta y los aparejos. Soterio los dirigía como podía desde la cubierta principal. Randall había trepado a los obenques para inspeccionar algo en el árbol de trinquete. Me pregunté si Shirla seguiría a cargo del timón. Vi que Ry Diem y Meissner levantaban los jirones de una vela arrancada a popa.

El trinquete y el árbol mayor y sus velas se perfilaban contra una franja de luz semejante al haz de un faro; miré aquel resplandor que se alzaba sobre la muralla de hierba. Las chispas se habían unido hasta formar una fluorescencia concentrada que alumbraba el mar como una lente o un espejo cóncavo. Toda la tormenta era un sistema para reflejar y absorber la luz solar, y los vástagos atmosféricos estimulaban el calentamiento o el enfriamiento del aire mientras lo surcaban, poniéndose blancos o negros. Los vástagos de la superficie oceánica giraban controlando los vientos, y tal vez también conservaban o irradiaban el calor del agua.

Salap se paseaba por cubierta, mirando como un halcón a babor y estribor, tratando de verlo y entenderlo todo. El capitán sólo prestaba atención a la nave y a los obstáculos inmediatos. Alzó el brazo, bramó algo, y todos miramos a babor. Si podíamos lograr que la nave virase un poco más a estribor, atravesaríamos una abertura en la muralla de hierba, un espacio de aguas anchas como la brecha dejada por una guadaña.

Randall fue a proa y el capitán impartió órdenes. La tripulación trabajó —Ridjel cogió una braza de estribor con Shankara y Kissbegh e hizo girar la verga del cursor de trinquete— y lentamente el Vigilante se dirigió hacia la entrada.

—Entraremos en su vientre —dijo Thornwheel—. ¿Cuánto nos hemos internado ya?

—No lo sé. Siete u ocho millas.

—Por lo menos veinte, con este viento —dijo Salap.

A ambos lados, la ondulante y plateada hierba se elevaba sobre nosotros. El Vigilante entró en la brecha. De pronto el viento cesó y las velas colgaron flojamente.

Keyser-Bach las miró frunciendo el ceño, desconcertado. ¿Qué haría a continuación? ¿Desplegar más velas para aprovechar el poco viento que soplaba, o ir a la deriva y esperar otra ráfaga? Salap no ofreció ningún consejo. Estábamos más allá de toda experiencia humana.

Discos rojos y negros se alternaban en las aguas que rodeaban el barco; un mar moteado bajo una luz titilante. Los discos cabeceaban en el suave oleaje, y más allá de la abertura el viento gemía como un eco que se pierde en la distancia.

El cielo estaba cubierto de gruesas y negras masas de nubes. Llovía. Un viento cálido sopló de cara y el barco se inclinó a estribor. El viento cesó tan de repente como había comenzado.

Reinaba la calma, aunque no un completo silencio. Una corriente nos empujaba despacio por la curva de la entrada. Randall fue bajo cubierta para supervisar el bombeo. Me sentí culpable de no participar, pero Salap sacudió la cabeza al ver mi expresión.

—Ojos y oídos —dijo—. Que ahora trabajen los músculos. Colaboraremos si el segundo oficial lo exige.

Esto no me hizo sentir más cómodo, pero era una orden.

Cientos de metros después de la entrada, oímos un estruendo monótono, como un enorme corazón palpitando, aunque rápido, como el de un ave. Las velas estaban orientadas a satisfacción del capitán, las bombas de mano expulsaban el agua de la bodega y tanto el primero como el segundo oficiales estaban en cubierta para observar la escena.

Thornwheel había tomado todas las notas que se podían tomar. El viento soplaba a cinco nudos, la hierba ondulaba como lo había hecho en los últimos diez o quince minutos, y él había anotado el momento del inicio de aquel ruido. Nos miramos, cabeceamos como si nos saludáramos y seguimos observando la hierba, el agua moteada, las masas de nubes y los vástagos que giraban en lo alto.

—¿Vale la pena? —le preguntó el capitán a Salap. Nos habíamos habituado tanto a gritar que su voz tronó en cubierta.

—¿Quieres decir si vale la pena arriesgar la vida para experimentar esto? —preguntó Salap.

—Hemos visto muchas cosas juntos —dijo el capitán—. Sería adecuado morir en estas circunstancias.

Lamarckia es un buen lugar para morir. Morir devorado por una tormenta viviente, sin la menor oportunidad de ser útil para el Hexamon, ya no me parecía el mejor final para mí. Yo había respondido a esa pregunta horas antes, pero luego había cambiado de parecer.

—Hay muchas cosas más que me gustaría ver —dijo Salap—. Cosas aún más notables. Y morir sin contarlo... Con lo que sabemos...

—No tengo la intención de morir —dijo el capitán—. Pero mis intenciones no cuentan mucho aquí.

—Cassir y yo iremos a recoger especímenes a popa —dijo Salap.

Bajó por la escalerilla y se alejó, llevándose a Cassir. Trozos de vástagos destrozados yacían marchitos en cubierta, y su gloriosa blancura plateada se desvanecía rápidamente. Cassir recogió algunos y los metió en frascos, luego guardó los frascos bajo cubierta y regresó con una red y una caña para colaborar con el jefe de investigadores.

La palpitación era más fuerte. Las murallas de hierba se volvieron rojizas, aunque las hojas aún tenían la punta plateada. Las puntas se achataron, los tallos se acortaron, el ritmo de la ondulación se aceleró. A ambos lados, brechas en las murallas permitían que fuertes brisas zarandearan la nave.

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