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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (40 page)

BOOK: Legado
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Soplaba poco viento para maniobrar. El capitán ordenó bajar dos botes con cuerdas sujetas a la proa. Esta vez tuve que ofrecerme como voluntario, al menos para conservar la cordura, y bajé al bote. Ni Salap ni Randall se opusieron. Shatro se ofreció después de que yo lo hiciera, pues no quería que lo superase en nada.

Shirla subió al bote y se sentó junto a mí, sonriéndome. Tenía la tez pálida. Estaba aterrorizada.

La masa estaba a menos de siete millas cuando tensamos la soga para que el Vigilante virara. Veinte en un bote, doce en el otro, tiramos con todas nuestras fuerzas.

El Vigilante parecía estar posado en la cima de una montaña sumergida. El mar apenas se movía bajo la quilla. La oscuridad se había convertido en un telón gris deslucido. El sudor me perlaba la frente en medio de la humedad y el calor. La camisa se me pegaba. Todo parecía ir mal. Quería estar en cualquier parte menos donde estaba. Shirla, remando conmigo, era poco consuelo. Yo sabía, con un instinto animal que no había sentido ni siquiera durante la tormenta, que algo terrible se avecinaba.

A nuestra espalda, Shimchisko e Ibert compartían un remo, maldiciendo rítmicamente como si cantaran una canción. Enfrente, en el mismo banco, Shatro y Cham se concentraban en su remo. Shatro me miró de soslayo, pero nuestros ojos no se cruzaron mucho tiempo. Nos esforzábamos demasiado para preocuparnos por otra cosa que no fuera mover el Vigilante.

Fue inútil. A la media hora habíamos reducido la velocidad de la nave en un nudo. El capitán ordenó que regresaran los botes, pero no los hizo subir a bordo. Dejó a cuatro tripulantes en cada bote y ordenó a los demás que ocupasen sus puestos. Soterio seguía a los tripulantes ladrando órdenes.

A menos de una milla, la larga y oscura masa susurraba, como niños en una habitación oídos a través de una puerta entornada. En la base el agua formaba espuma, como las olas en una rompiente. En la nudosa superficie ahora se veían estrías verticales; no era tanto una hilera de cerros como una pared irregular, cortada como queso en rodajas. Se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, y no había escapatoria.

En torno al barco, el agua se llenó repentinamente de vástagos. Se elevaron rodando como ballenas, escupiendo oscuros penachos que flotaban como una bruma pardusca. Las nubes que cubrían el cielo se abrieron dejando ver retazos azules. La luz se colaba por esos retazos e iluminaba las fecundas aguas; pensé en un grabado antiguo, una evocación de los mares de la Tierra llenos de grotescas criaturas con alas de murciélago, mandíbulas flojas y muchos ojos. Estos vástagos —por lo poco que podíamos ver— no parecían criaturas barrocas, sino que su diseño era típico de la tormenta: serpientes multicolores, largos pisados negros o rojos sin rasgos salvo por sus aletas ahusadas, cilindros huecos y sinuosos de un metro de anchura con rebordes toscos que parecían fosas nasales velludas (y algunos se movían desde dentro hacia fuera); formas chatas de tres puntas, rojizas y orladas de azul, que llenaban los intersticios que había entre las demás. No era capaz de fijarme en todos los diseños: los había a centenares.

—¡Están escupiendo sangre! —gritó Shimchisko. Ante la muralla que avanzaba, los vapores que expulsaban los vástagos se volvieron de un rojo vivo. A menos de media milla de distancia, vimos que la muralla embestía contra los vástagos, arrollándolos a su paso, aunque se hubieran sumergido para alejarse a nado. Pero antes de desaparecer escupían penachos de brillante líquido rojo que manchaba la pared. Cuando la pared susurraba, las manchas se desvanecían, absorbidas por las arrugas.

Vi al capitán Keyser-Bach de rodillas, rezando. Habíamos abandonado nuestros cabos de segundad a pesar de los gritos de Soterio, y por último hasta el segundo oficial dejó de proferir sus frenéticos alaridos, pues ya no servían de nada. William French, Frey el cocinero y Gusmao la carpintera —que habían subido a cubierta— estaban junto a la borda, anonadados. Shankara pasó corriendo hacia proa.

Shirla y yo nos reunimos en el centro de la cubierta, lejos de la borda, como si tratáramos de contener el ímpetu del mar. Salap y yo vimos que el capitán iba hacia proa con un saco en las manos. De pronto comprendí que el saco contenía los restos de un esqueleto de humanoide. Trataba de salvarlo.

Shirla se aferró a mí. Sabíamos que estábamos muertos. El susurro de la pared, a pocos metros, sonaba como una flauta estridente. Las arrugas se habían convertido en cuchillas a lo largo de una pared incesante que superaba en por lo menos cien metros el mástil más alto. La sombra de la pared cayó sobre el barco y cubrió la popa. Con una sacudida, empujó la nave, y por un instante comenzamos a aplaudir a pesar de nuestro terror. Todo había sido una falsa alarma, nuestro destino era simplemente ser empujados por la pared, tal vez para siempre. Me imaginé trepando por la pared vertical, viendo lo que había del otro lado. Miré a Shirla, acurrucada en mis brazos, y ella me sonrió.

Entonces las cuchillas astillaron la popa. La nave tembló y se zarandeó. Shirla y yo nos caímos. Astillas de xyla llovieron sobre nosotros. Oí la succión de un casco partido, la penetración del agua; algunas escotillas saltaron al salir el aire. Los tablones de cubierta se rajaban.

Alzando a Shirla con todas mis fuerzas, le sostuve la mano y ambos corrimos hacia delante, hacia donde supuse que aún estarían los botes, procurando mantener el equilibrio mientras la cubierta se ladeaba cinco, diez grados. Otros tuvieron la misma idea. Cham, Ibert, Kissbegh, Riddle, el velero Meissner y el cocinero Leo Frey, Passey y Thornwheel, Gusmao, Pyotr Khovansk el maquinista, todos corrieron con nosotros. Khovansk cayó en una fisura que le atrapó una pierna. Gritó de dolor. El barco volcó a babor y Kissbegh cayó y rodó con él.

Los mástiles y cordajes que hasta entonces habían sobrevivido a la tormenta cedieron y las vergas cayeron, sus racamentos abiertos, golpeando a la gente de ambos lados. Cassir fue aplastado. La verga del cursor de trinquete se retorció en el mástil, se soltó y cayó delante de nosotros, arrastrando motones, obenques y escotines. Quedé aturdido bajo una telaraña de flechaduras y obenques caídos. Shirla me liberó con su cuchillo.

—No hay botes —dijo, levantándome.

Vimos ambos botes más allá, cargados con cinco o seis tripulantes que remaban con todas sus fuerzas.

El barco estaba hecho pedazos. Detrás de nosotros la cubierta se inclinaba veinte grados; los vástagos reptaban y pataleaban sobre las ruinas ante la muralla trituradora.

—Tendremos que nadar —dije, Shirla negó con la cabeza. La cubierta se inclinó a estribor y caímos contra el astillado mástil de trinquete, luego hacia las bordas. Shirla tenía la cara ensangrentada. El agua se la mojó y lavó. De inmediato su nariz y el tajo de su mejilla comenzaron a sangrar de nuevo.

—¡Salta! —grité.

—¡Estamos muertos! —respondió ella. No quería sumarse a los vástagos que chapoteaban. Tampoco yo, pero el Vigilante no tenía futuro. Podíamos durar unos segundos o unos minutos más en el agua. Le aferré los brazos y salté.

Caímos de cabeza. El agua me entró por la nariz y avancé entre masas gomosas y resbaladizas, tratando de ascender a la superficie. Shirla y yo subimos al mismo tiempo. Ella jadeó y gritó cuando una forma gris se deslizó por el agua entre los dos. Una espuma sanguinolenta saltó unos metros y nos roció en una llovizna sofocante que olía a aliento rancio y pan fresco.

Shirla sabía nadar tan bien como yo, pero los vástagos nos impedían distanciarnos del Vigilante. Logré avanzar hasta ella, y juntos luchamos para permanecer a flote y alejarnos del casco, que ya estaba destrozado a medias. No tenía tiempo para pensar en nadie más. Shirla parecía una obligación importante, pero estaba dispuesto a abandonarla, a abandonar cualquier cosa con tal de mantener la cabeza por encima del agua, de no ser arrastrado por esa maraña de criaturas frenéticas que me rodeaban.

Logramos permanecer a flote cada uno por su lado, separados por un par de metros de sopa sanguinolenta, espumosa y multicolor.

—¿Adonde? —gritó Shirla.

—No sé.

Un macizo hocico sin ojos apareció junto a nosotros, azul y gris a lo largo, la piel ondeando en jirones. Se hundió con un ruido de succión que casi nos arrastró.

—La nave —dijo Shirla, escupiendo agua.

Vi que los restos del Vigilante seguían peligrosamente cerca, a cinco o seis metros. Las oscilantes cuchillas que formaban la muralla habían triturado siete u ocho metros de proa, arrastrando cuerdas, vergas y trozos de xyla en un montón que amenazaba con derrumbarse sobre nosotros en cualquier momento. No vi a nadie en cubierta. Todos habían saltado, pero tampoco vi a nadie en el agua. Al parecer, estábamos solos.

Una espuma sanguinolenta salpicaba por doquier. Busqué a Shirla para tocarla por última vez antes de morir, y entonces las aguas se arremolinaron y nos separaron. Sin poder respirar en aquel espeso vapor rojo, giré en el remolino, ahogándome y pataleando. La bruma espesa y cegadora me llenó los ojos.

Tuve una oscura y borrosa impresión de murallas que se elevaban, de masas que pasaban a ambos lados de mí. Shirla gimió y oí otras voces, algunas rezando, otras gritando. Se me despejó la visión y vi el codaste del Vigilante sobre mí, subiendo y bajando con majestuosa lentitud. Ridjel se aferraba al bauprés destrozado como un mono, cerrando los ojos.

El casco giró entre dos murallas que avanzaban, arrastrándome en su ímpetu.

Todo giró violentamente y me hundí varios segundos. Abriendo los ojos, vi formas pálidas a mi alrededor, algunas hundiéndose en la oscuridad, otras contorsionándose en el agua. No tenía dudas de que iba a morir. Sólo tenía que abrir la boca para no prolongar la agonía.

Mantuve la boca cerrada. Pateé y agité los brazos. El agua que me rodeaba parecía clara. No podía sentir los cuerpos de los vástagos ni nada. Rodaba en un universo de burbujas y rayos de sol. Gradualmente me orienté y floté hacia el resplandor, los brazos flojos, las piernas colgando, mi cuerpo hambriento de aire.

Eché la cabeza hacia atrás, emergí. Exhalé, sentí que los pulmones se me aflojaban como si antes los ciñera una faja, y el pecho se me llenó como un globo. El aire me mareó.

Floté de espaldas, subiendo y bajando en un oleaje suave; arriba, el cielo estaba despejado y azul. Cuando subí a la cresta de la ola, vi una costa en declive, parda y arrugada, coronada por una niebla espesa y marrón. En el agua, unos discos diminutos y cobrizos flotaban como trozos de xyla. Al principio pensé que eran restos del Vigilante, pero unos píscidos pequeños subieron y los recogieron de la superficie, dejando ondas en las suaves olas.

Todavía vivo. Todavía respirando, todavía flotando. No parecía real. Con perezosa indiferencia rodé en el agua y traté de mirar a mi alrededor. Al principio no recordaba qué había sucedido. Sabía que había habido un barco, y camaradas en el agua, pero nada más parecía claro.

Encontré la nave. El bauprés y la proa cabeceaban en el agua a doce metros, las cuerdas colgando. Ridjel había desaparecido. Restos de naufragio se deslizaban sobre el mar ondulante. Extendí la mano hacia una verga larga, pero no logré aferraría. Un trozo plano de xyla, parte de una escotilla, me llamó la atención y nadé hacia él; me aferré al marco y salí del agua como pude. Era una balsa aceptable, de dos por dos metros, con dos de los bordes astillados pero que flotó sosteniendo mi peso.

Recobré la memoria al comprender que no moriría de inmediato. Pensé en Shirla y me arrodillé torpemente sobre la escotilla, protegiéndome los ojos del sol. Un cuerpo flotaba de bruces a treinta metros, más allá de la proa y el bauprés. Reconocí los hombros fuertes y el cabello corto de Talya Ry Diem. Me volví con un gemido, esperando encontrar a alguien con vida.

Miré hacia lo que Salap había llamado «el extremo caudal de la tormenta». Más restos flotaban en esa dirección: una hilera de tablones rotos, cordajes y objetos redondos; quizá motones, boyas o... cabezas.

Traté de ponerme de pie, pero la escotilla se ladeó peligrosamente y volví a agazaparme.

—¡Shirla! —grité—. ¡Salap! ¡Capitán! ¡Alguien!

Dos o tres débiles voces me respondieron. Entre ellas, la de una mujer, tan ronca que no pude identificarla. Agarré un tablón astillado y traté de remar hacia las cabezas. Avancé a tontas y a locas hasta descubrir qué parte de la escotilla era la mejor para usarla de proa.

La tormenta todavía cubría el horizonte por el este; columnas de niebla parda se elevaban en las corrientes de aire, fluyendo separadamente, y eran sorbidas a ambos lados por grises masas de nubes. Estaba a seis millas de distancia. Remé y miré los discos pardos que los vástagos a la deriva recogían de la superficie. Traté de deducir qué había ocurrido, cómo habíamos sobrevivido, pero estaba demasiado confundido.

Tres personas se aferraban a una verga. No podían apoyar todo el peso en la verga, porque se habría hundido, así que dos nadaban y una tercera descansaba. Me llamaron roncamente en medio del burbujeo de las olas.

—Olmy —dijo una, y se separó de la verga para nadar hacia mi escotilla.

Vi que era Shatro y me sentí defraudado, pero luego vi a Shirla aferrada a la verga, el rostro manchado de marrón, el cabello en mechones pegajosos, pero viva, y le di la bienvenida a Shatro como si fuera mi mejor amigo. Juntos remamos con las manos hacia la verga, y Salap, vestido sólo con pantalones negros, nadó débilmente hacia un lado de la escotilla. Shirla extendió un brazo y yo la subí por el otro lado. Cuatro éramos demasiados, y la escotilla empezó a hundirse, así que salté al agua y los dejé acomodarse mientras yo me aferraba a un borde. Estábamos demasiado exhaustos para hablar. Shirla me palmeó la mano, mirándome con ojos fascinados y una sonrisa débil.

—¿Dónde estamos? —preguntó, y tosió.

—En cualquier parte —respondí.

Shatro miró sobre nuestras cabezas.

—¿Has visto a Randall o al capitán? —atinó a preguntar Salap, flotando junto a la inestable balsa.

—No.

—Los otros. Tal vez fueron devorados...

—Nosotros fuimos escupidos —dijo Shatro—. Lo vi. La muralla se partió en dos y nos dejó pasar a través de ella.

—Pero antes devoró el barco —dijo Shirla.

—Un bocadillo que no quería —dijo Salap.

Apoyándose en la escotilla, procurando respirar sin tragar agua, parecieron rehacerse un poco. El agua se enfriaba rápidamente después de la tormenta. Pronto estaría helada. El sol apretaba, por otra parte, y pronto nos abrasaría.

BOOK: Legado
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