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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (81 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Apenas recuerdo cuando me obligó a descender del carruaje y avanzar dando tumbos por las amplias aceras hacia la entrada del teatro. ¿Qué era aquel lugar, aquel edificio enorme? ¿Era esto el boulevard du Temple? Y, luego, el descenso al horrible sótano repleto de feas copias de los cuadros más crudos de Goya, Brueghel y el Bosco.

Y, finalmente, el ayuno, tirado en el suelo de una celda de muros de ladrillo, incapaz hasta de lanzarle imprecaciones, en una oscuridad llena de las vibraciones de los tranvías tirados por caballos, atravesado una y otra vez por el chirrido distante de las ruedas de acero.

En un momento dado, descubrí en la oscuridad una víctima mortal, pero estaba muerta. Sangre fría, nauseabunda. La peor clase de alimento, allí tendido sobre el cadáver húmedo y frío, chupando lo que quedaba.

Y, luego, allí estaba Armand, inmóvil en las sombras, inmaculado en su lino blanco y su lana negra. En un murmullo, dijo algo acerca de Louis y Claudia, que se celebraría un juicio o algo parecido. Vino a hincar la rodilla a mi lado, olvidando por un momento comportarse como un humano; era el joven caballero arrodillado en aquel rincón húmedo y sucio.

—Declararás ante los demás que fue ella quien lo hizo —me dijo. Y los demás, los nuevos, se asomaron por la puerta uno tras otro para verme.

—Traedle ropas —ordenó Armand, con la mano posada en mi hombro—. Nuestro señor perdido tiene que ofrecer un aspecto presentable —añadió—. Esta fue siempre su norma.

Los demás se echaron a reír cuando les supliqué que hablaran con Eleni, con Félix o con Laurent. No conocían a nadie con tales nombres. ¿Gabrielle...? No significaba nada para ellos.

¿Y dónde estaba Marius? ¿Cuántos países, ríos y montañas se extendían entre nosotros? ¿Podía él ver y oír lo que estaba sucediendo?

Encima de nosotros, en el teatro, un público de mortales, conducido como ovejas al redil, producía un ruido atronador al pisar las escaleras y los suelos de madera.

Soñé que escapaba de allí, que volvía a Louisiana y dejaba que el tiempo hiciera su trabajo inevitable. Soñé de nuevo con la tierra, con sus frías entrañas que había conocido tan brevemente en El Cairo. Soñé con Louis y Claudia y que estábamos juntos. Claudia se había convertido milagrosamente en una hermosa mujer y me decía entre risas: «Ya ves, esto es lo que he venido a descubrir a Europa, ¡cómo conseguir esto!».

Y tuve miedo de que no me dejaran salir de allí nunca más, de estar enclaustrado como aquellos famélicos seres enterrados bajo les Innocents. Temí haber cometido un error fatal. Me puse a tartamudear y a llorar y traté de hablar con Armand. Y entonces me di cuenta de que Armand ni siquiera estaba allí. Si había llegado a estar, se había ido con la misma rapidez con que se había presentado. Estaba delirando.

Y la víctima, la víctima caliente... «¡Dámela, te lo suplico!» Y la voz de Armand: «Les dirás lo que te he ordenado decir».

Era un tribunal de monstruos, una turba de demonios pálidos lanzando acusaciones a gritos, Louis suplicando desesperadamente, Claudia mirándome en silencio y yo diciendo «sí, sí, fue ella quien lo hizo, sí», y luego lanzando maldiciones a Armand mientras él me empujaba de nuevo a las sombras, con una expresión más radiante que nunca en su rostro inocente.

«Pero lo has hecho bien, Lestat. Lo has hecho bien.»

Pero, ¿qué había hecho? ¿Atestiguar contra ellos que habían quebrantado las viejas normas? ¿Que se habían levantado contra el amo de la asamblea? ¿Qué sabían ellos de las antiguas normas? Me vi gritando por Louis. Y luego me vi bebiendo sangre en la oscuridad, carne viva de otra víctima, pero no era la sangre curativa, sino sólo sangre corriente.

Volvíamos a estar en el carruaje y estaba lloviendo. Avanzábamos por el campo. Y luego subimos y subimos por la vieja torre hasta la azotea. Yo tenía en las manos el vestido amarillo de Claudia, ensangrentado. Había visto a la niña en un lugar estrecho y húmedo donde el sol la había quemado. «Esparcid las cenizas», había dicho. Pero nadie se había movido para hacerlo. El vestido amarillo, rasgado y ensangrentado, estaba tirado en el suelo del sótano. Y ahora lo tenía en las manos.

—Esparcirán sus cenizas, ¿verdad? —pregunté.

—¿No querías justicia? —preguntó Armand con la capa negra de lana ceñida en torno a sí contra el viento y una expresión sombría con la fuerza de una muerte reciente.

¿Qué tenía que ver aquello con la justicia? ¿Por qué tenía en las manos aquello, aquel pequeño vestido?

Miré desde las almenas de Magnus y vi que la ciudad había venido a cogerme. Había extendido sus largos brazos para envolver la torre y el aire hedía a humo de fábrica.

Armand permaneció inmóvil junto a la baranda de piedra, observándome. De pronto, me pareció tan joven como había sido Claudia.
Y asegúrate de que hayan vivido algún tiempo antes de crearlos: y nunca jamás crees a nadie tan joven como Armand.
Al morir, ella no había dicho nada. Sólo había mirado a quienes la rodeaban como si fueran gigantes farfullando en una lengua extraña.

Armand tenía los ojos encarnados.

—¿Y Louis..., dónde está? —quise saber—. No le han matado. Le vi salir bajo la lluvia y...

—Han ido tras él —me respondió—. Ya está destruido.

Pura falsedad, bajo el rostro de un niño del coro.

—¡Detenles! ¡Tienes que hacerlo! Si aún queda tiempo...

Armand movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿Por qué no puedes detenerles? ¿Por qué hiciste el juicio y todo eso? ¿Qué te importa a ti lo que me hicieron?

—Ya está destruido.

Bajo el ulular del viento se oyó el grito de un silbato de vapor. Estaba perdiendo el hilo de mis pensamientos. Estaba perdiendo... Y no querían volver. ¡Louis, regresa!

—Y tú no tienes intención de ayudarme, ¿verdad?

Desesperación.

Él se inclinó hacia adelante y su rostro se transformó como lo había hecho tantos años atrás, como si la rabia estuviera desvaneciéndose de su interior.

—Tú, que nos destruiste a todos, que te lo llevaste todo. ¿Qué te hizo pensar que te ayudaría? —Se acercó más a mí. Su rostro casi se hundió en sí mismo—. ¡Tú, que nos colocaste en los extravagantes carteles del boulevard du Temple, que nos convertiste en tema de novelas baratas y charlas de salón!

—Pero no es cierto. Sabes que yo... Te juro que... ¡No fui yo!

—¡Tú, que sacaste nuestros secretos a la luz de los focos, el tipo elegante, el marqués con sus guantes blancos, el espectro de la capa de terciopelo!

—Estás loco si me hechas toda la culpa a mí. No tienes derecho —insistí, pero la voz me temblaba tanto que no podía entender mis propias palabras.

Y la voz surgió de él como la lengua de una serpiente.

—Teníamos nuestro Edén bajo aquel antiguo cementerio —dijo en un siseo—. Teníamos nuestra fe y nuestro objetivo, y fuiste tú quien nos expulsó de él con una espada flameante. ¿Qué tenemos ahora? Respóndeme. Nada, salvo el amor que nos profesamos, ¿y qué puede significar eso para criaturas como nosotros?

—No, no es cieno. Todo eso estaba sucediendo ya. No has entendido nada. Nunca has entendido nada.

Pero Armand no me escuchaba. Y tampoco importaba si lo hacía o no. Se acercaba a mí y, en un destello oscuro, sus manos me empujaron y mi cabeza cayó hacia atrás y vi del revés el cielo y la ciudad de París.

Estaba cayendo por los aires.

Y seguí cayendo ante las ventanas de la torre hasta que el sendero de piedra se alzó para cogerme y hasta el último hueso de mi cuerpo se rompió dentro de su envoltura de piel preternatural.

2

Pasaron dos años hasta sentirme lo bastante recuperado como para abordar un barco con destino a Louisiana. Aún estaba terriblemente tullido y lleno de cicatrices, pero tenía que abandonar Europa, donde no me había llegado la menor noticia sobre mi perdida Gabrielle ni sobre el grande y poderoso Marius, quien seguramente había emitido su juicio sobre mí.

Tenía que volver a casa. Y la casa era Nueva Orleans, donde había calor, donde las flores no dejaban de florecer, donde todavía poseía —gracias a mi suministro inagotable de «moneda del reino»— una decena de viejas mansiones vacías de blancas columnas echadas a perder y porches hundidos por las que aún podía vagar.

Así pasé los últimos años del siglo XIX en completo retiro en el viejo Garden District, a una calle del cementerio Lafayette, en la mejor de mis casas, dormitando bajo los robles inmensos.

A la luz de las velas o de las lámparas de aceite, leí cuantos libros pude procurarme. Podría haber sido la propia Gabrielle atrapada en su alcoba del castillo, salvo que aquí no había mobiliario, y la pila de libros alcanzó el techo de una habitación tras otra conforme fui leyéndolos. De vez en cuando, reunía la fuerza y el valor suficientes para irrumpir en una biblioteca o en una vieja librería para adquirir nuevos volúmenes pero cada vez salía menos. Dejé de interesarme por las publicaciones periódicas y me dediqué a acumular velas, botellas y latas de aceite.

No recuerdo cuándo llegó el siglo XX: sólo sé que todo era más feo y oscuro, y que la belleza que había conocido en mis tiempos dieciochescos parecía, más que nunca, una idea fantasiosa. La burguesía gobernaba ahora el mundo siguiendo principios rígidos y con una marcada desconfianza hacia la sensualidad y los excesos que tanto había apreciado el antiguo régimen.

Pero mi visión y mis pensamientos se iban haciendo cada vez más confusos. Ya no cazaba víctimas humanas y los vampiros no pueden prosperar sin la sangre humana, sin la muerte humana. Sobrevivía acechando a los animales domésticos del viejo barrio, perros y gatos bien alimentados. Y cuando resultaba difícil dar con ellos, bien, siempre quedaba esa plaga de las ratas de cloaca, gordas y de largas colas, a las que podía atraer como si fuera un flautista de Hamelin.

Una noche, me obligué a emprender la larga travesía por las calles tranquilas hasta un desvencijado teatrillo llamado
La Hora Feliz,
cerca de los barrios pobres de la zona del puerto. Quería ver aquella novedad del cinematógrafo. Acudí envuelto en un gabán y una bufanda que ocultaba mis facciones demacradas. También llevaba guantes para esconder mis manos esqueléticas. La mera visión del cielo diurno en aquella película muda bastó para aterrorizarme, pero aun así, los tonos tristes del blanco y negro resultaban perfectos para una época desprovista de color.

No volví a pensar en otros inmortales, pero, de vez en cuando, aparecía ante mí algún vampiro: algún joven desvalido y huérfano que tropezaba por casualidad con mi guarida o algún vagabundo llegado en busca del legendario Lestat para suplicarme que le concediera poder o le revelara secretos. Y todas esas intrusiones me resultaban terribles.

Incluso el timbre de las voces sobrenaturales me destrozaba los nervios y me llevaba a acurrucarme en el rincón más apartado. Sin embargo, por grande que fuera mi dolor, no dejaba de escuchar cada nueva mente que llegaba, para ver si sabía algo de Gabrielle. Nunca descubrí nada. Y, una vez sondeados sus pensamientos, no me quedaba sino hacer caso omiso de las pobres víctimas humanas que el espectro de turno me traía con la vana esperanza de contribuir a mi recuperación.

No obstante, tales encuentros resultaban bastante breves. Atemorizado, ofendido y gritando maldiciones, el intruso no tardaba en marcharse dejándome en mi bendito silencio.

Refugiado allí, en la oscuridad, me fui apartando de las cosas cada vez más.

Ni siquiera leía mucho, ya. Y cuando lo hacía, eran las páginas de la revista
Black Mask.
Leía los relatos de aquellos terribles hombres del siglo XX cargados de nihilismo —los estafadores vestidos de gris, los asaltantes de bancos y los detectives— y trataba de recordar cosas. Pero me sentía muy débil, muy cansado.

Y entonces, una tarde, cuando apenas acababa de anochecer, se presentó Armand.

Al principio pensé que era una alucinación. Le vi en el salón, de pie e inmóvil, con un aspecto más juvenil que nunca. Llevaba su cabello castaño rojizo muy corto, siguiendo la moda del siglo XX, y vestía un traje corto entallado de un tejido oscuro.

Tenía que ser una ilusión de mi mente, aquella figura aparecida en el salón que me contemplaba mientras yo seguía tendido de espaldas en el suelo junto a la puerta corredera atascada, leyendo las aventuras de Sam Spade a la luz de la Luna. Sí, tenía que ser una alucinación, salvo por un detalle: Si mi mente hubiera querido invocar a un visitante imaginario, desde luego no habría escogido a Armand.

Le miré y me embargó una vaga vergüenza de que me viera tan horrible, de no ser más que un esqueleto de ojos saltones yaciendo en un rincón. Después, volví la vista de nuevo a las páginas de
El halcón maltes
y seguí los diálogos de Sam Spade moviendo los labios.

Cuando alcé de nuevo los ojos, Armand seguía allí. Para mí, tanto podía ser esa misma noche como la siguiente.

Y Armand me estaba hablando de Louis. Llevaba haciéndolo un rato al parecer.

Y comprendí que me había mentido acerca de Louis en nuestro último encuentro en París. Louis había permanecido con Armand todos aquellos años. Y me había estado buscando. Louis había recorrido el centro de la ciudad vieja, buscándome cerca de la casa donde los dos habíamos vivido tanto tiempo, hasta que, finalmente, había dado con mi guarida. Incluso me había visto a través de las ventanas.

Traté de imaginármelo. Louis, vivo. Louis allí, muy cerca, y sin yo saberlo.

Creo que solté una breve risilla. No lograba hacerme a la idea de que Louis no hubiera sido quemado. Sin embargo, que continuara vivo era una noticia realmente espléndida. Era maravilloso que aún existiera aquel rostro agraciado, aquella expresión llena de intensidad, aquella voz tierna y algo implorante. Mi hermoso Louis aún existía, en lugar de estar muerto y desaparecido como Claudia y Nicolás.

Pero, en realidad, aún era posible que hubiera sido destruido. ¿Por qué había de dar por buenas las palabras de Armand? Me sumí de nuevo en la lectura a la luz de la luna, deseando que las plantas del jardín no estuvieran tan crecidas. Ya que era tan fuerte, dije a Armand, un favor que podía hacerme era salir allí y arrancar parte de aquellas zarzas y enredaderas. Los dondiegos y las enredaderas de glicinas rebosaban de los porches del piso superior e impedían el paso de la luz de la luna, y también estaban los viejos robles americanos que ya estaban allí cuando la zona no era más que un pantano.

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