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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (84 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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—Y si lo supieran, intentarían destruirte —añadí.

—Sí —reconoció él—. Pero llevan intentándolo desde el Teatro de los Vampiros y lo que allí sucedió. Por supuesto, las
Confesiones de un Vampiro
les dieron nuevos motivos. Aunque no necesitaban motivos para sus pequeños juegos. Lo que necesitan es el impulso, la excitación. Se alimentan de ellos como de la sangre.

Por un segundo, su voz pareció forzada. Tomó aire profundamente. Le costaba hablar de todo aquello. Quise pasarle los brazos alrededor otra vez, pero me contuve.

—Pero ahora pienso que es a ti a quien quieren destruir. Y tu aspecto sí que lo conocen —añadió con una leve sonrisa—. Todo el mundo sabe qué cara tienes,
monsieur
Astro del Rock.

La sonrisa se ensanchó, pero su voz se mantuvo educada y suave como siempre. Y la emoción afluyó a su rostro. Pero siguió sin producirle el menor cambio en él. Tal vez nunca se produciría.

Le pasé el brazo por los hombros y nos alejamos juntos de las luces de la casa. Dejamos atrás la mole gris del helicóptero y cruzamos los campos secos agostados por el sol en dirección a las colinas.

Creo que sentirse tan feliz es abyecto, que sentir tanta satisfacción es consumirse.

—¿Vas a seguir adelante con eso? —me preguntó—. ¿Vas a dar ese concierto mañana?

Peligro para todos nosotros.
¿Qué había sido aquello, una advertencia o una amenaza?

—Sí, desde luego —declaré—. ¿Qué diablos podría impedírmelo ahora?

—Yo querría hacerlo —respondió él—. Habría venido antes, de haber podido. Hace una semana te vi, pero luego te perdí la pista.

—¿Y por qué quieres detenerme?

—Ya sabes por qué. Quiero hablar contigo.

Unas palabras muy simples, pero cargadas de significado.

—Ya habrá tiempo después —respondí—. «Mañana y mañana y mañana...» No va a suceder nada, ya lo verás. —Continué mirándole y apartando la vista de él alternativamente, como si sus ojos verdes me hicieran daño. En palabras modernas, era un auténtico rayo láser. Su aspecto era delicado y letal. Sus víctimas le habían amado siempre.

Y también yo le había amado siempre, ¿no era así?, incluso con todo lo sucedido: y qué fuerte podía ser el amor cuando se tenía la eternidad para alimentarlo y bastaba con aquellos instantes para renovar su intensidad, su calor.

—¿Cómo puedes estar seguro de ello, Lestat? —preguntó él. Muy íntimo, mi nombre en sus labios. Yo no me había atrevido a decir «Louis» con tanta naturalidad.

Caminábamos lentamente, sin rumbo, y su brazo me rodeaba relajadamente, como el mío a él.

—Tengo un batallón de mortales protegiéndonos —le informé—. Habrá guardaespaldas en el helicóptero y en la limusina acompañando a mis músicos mortales. Yo viajaré sólo desde el aeropuerto en el Porsche para poder defenderme mejor, pero habrá una auténtica caravana motorizada. En cualquier caso, ¿qué puede hacerme un puñado de rencorosos vampiros del siglo XX? Esas criaturas idiotas utilizan el teléfono para sus amenazas.

—Son más de un puñado —replicó él—. ¿Y qué me dices de Marius? Tus enemigos de ahí fuera están debatiendo si la historia de Marius es cierta, si Los Que Deben Ser Guardados existen o no...

—Por supuesto. ¿Y tú? ¿Crees que es verdad?

—Sí. Me convencí nada más leerla —declaró. Se produjo entonces un instante de silencio durante el cual tal vez los dos recordamos al indagador inmortal de otra era que me había preguntado una y otra vez dónde había empezado aquello.

Demasiado dolor para evocarlo. Era como descubrir unos cuadros en el desván y, al limpiarles el polvo, encontrar los colores vibrantes todavía. Y los cuadros deberían haber sido retratos de nuestros difuntos antepasados y, en cambio, eran imágenes de nosotros mismos.

Hice algún gesto nervioso propio de mortales, me aparté el cabello de la frente y traté de notar el frío de la brisa.

—¿Qué te hace estar tan seguro de que Marius no pondrá fin a este experimento en el momento en que pongas el pie en el escenario mañana por la noche?

—¿Crees que alguno de los antiguos haría tal cosa? —repliqué a su pregunta.

Reflexionó un instante, sumergiéndose en sus pensamientos como solía hacer tiempo atrás, tan profundamente que fue como si se olvidara de mi presencia. Y dio la impresión de que a su alrededor tomaban forma aquellas viejas estancias, que la luz de gas ofrecía su inestable iluminación, que surgían los sonidos y olores de las calles de otra época lejana. Los dos estábamos en aquel salón de Nueva Orleans, con el fuego de carbón en el hogar, bajo la repisa de mármol de la chimenea. Y todo envejeciendo allí, salvo nosotros.

Y ahora, allí estaba: un chico moderno con la camiseta torcida y los pantalones gastados, mirando hacia las colinas desiertas. Desaliñado, los ojos ardiendo con un fuego interior, el cabello desgreñado. Le vi despertar de su estado lentamente, como si volviera a la vida.

—No —dijo al fin—. Creo que si a los ancianos les preocupa de algún modo todo esto, estarán demasiado interesados para hacerlo.

—¿Y tú? ¿Sientes interés?

—Sí, sabes que sí —respondió.

Y su rostro adquirió un leve rubor. Se hizo todavía más humano. De hecho, su aspecto era el más parecido al de un mortal de entre todo los de nuestra raza que recordara.

—Estoy aquí, ¿no? —añadió. Y noté en él un dolor que le recorría todo el ser como una veta de mineral, una veta que podía llevar la emoción hasta las profundidades más frías.

Asentí. Respiré profundamente y aparté la mirada de él deseando poder decir lo que realmente quería. Decir que le amaba. Pero no podía hacerlo. El sentimiento era demasiado fuerte.

—Suceda lo que suceda, merecerá la pena —murmuré—. Quiero decir que merecerá la pena si tú y yo y Gabrielle y Armand... y Marius estamos juntos, aunque sea por un breve espacio de tiempo. Y Mael. Y sólo Dios sabe cuántos más. ¿Y si se presentan todos los ancianos? Merecerá la pena, Louis. Todo lo demás no me importa.

—¡No! ¡Sí que te importa! —exclamó él con una sonrisa. Estaba intensamente fascinado—. Sólo confías en que va a ser emocionante y que, sea cual sea la batalla, vencerás.

Bajé la cabeza y me reí. Metí las manos en los bolsillos de los pantalones como hacen los mortales de esta época y continué caminando por la hierba. El campo olía aún a sol, incluso en la fresca noche californiana. No hablé a Louis de la parte mortal, de la vanidad de querer actuar, de la extraña locura que me había embargado al verme en la pantalla del televisor, al ver mi rostro en la tapa del disco, pegado en el escaparate de la tienda de North Beach.

Él continuó a mi lado.

—Si los antiguos quisieran de verdad destruirme —le dije—, ¿no crees que ya lo habrían hecho?

—No. Yo te vi y te he seguido, pero, hasta entonces, no pude dar contigo, aunque lo intenté desde el momento en que supe que habías aparecido.

—¿Cómo te has enterado?

—En todas las grandes ciudades hay lugares donde se reúnen los vampiros —me explicó—. Seguro que ya lo sabes, a estas alturas.

—No, lo ignoraba. Cuéntame.

—Hay unos bares que llamamos la
Conexión Vampiro
—dijo con una sonrisa irónica—. Son frecuentados por mortales, naturalmente, y los conocemos por el nombre. Está el «Doctor Polidori» en Londres y el «Lamia» en París. Tenemos el «Bela Lugosi» en el centro de Los Ángeles y el «Carmilla» y el «Lord Ruthven» en Nueva York. Aquí, en San Francisco, está el más hermoso de todos ellos, probablemente: el cabaret llamado «La Hija de Drácula», en Castro Street.

Me eché a reír. No pude evitarlo y vi que también él estaba a punto de hacerlo.

—¿Y dónde están los nombres de
Confesiones de un Vampiro
—inquirí con fingida indignación.


Verboten
—respondió, enarcando ligeramente las cejas—. Esos no son ficticios, sino reales. Pero te diré que en Castro Street ponen tus video-clips. Los clientes mortales lo piden. Brindan por ti con sus
bloody mary
de vodka. «La danza de les Innocents» retumba a través de las paredes.

Decididamente, estaba a punto de soltar una carcajada. Traté de contenerla y moví la cabeza.

— Pero también has producido una especie de revolución en el lenguaje en la trastienda —continuó él con la misma fingida sobriedad, incapaz de mantener el rostro absolutamente inexpresivo.

—¿A qué te refieres?

—Rito Oscuro, Don Oscuro, Senda del Diablo... Todo el mundo anda tomándose a broma estas palabras, incluso los novicios más recientes que aún ni han empezado a saber qué es un vampiro. Imitan el libro pese a condenarlo absolutamente. Van cargados de joyería egipcia. El terciopelo negro vuelve a ser de rigor.

—Excelente —dije—. Pero esos lugares... ¿Cómo son?

—Están saturados de objetos relacionados con vampiros. Carteles de las películas del género adornan las paredes, y los films se proyectan continuamente en unas pantallas elevadas. Los mortales que vienen son una verdadera feria de tipos teatrales: jóvenes punk, artistas, algunos envueltos en capas negras y luciendo largos colmillos de plástico. Apenas se enteran de nuestra presencia. Muchas veces, en comparación con ellos, resultamos vulgares. Y, con las luces bajas, nos hacemos casi invisibles pese al terciopelo, a las joyas egipcias y a todo lo demás. Por supuesto, nadie se sacia con esos clientes mortales. Acudimos a los locales para tener información. El bar de los vampiros es, de hecho, el lugar más seguro de toda la cristiandad para un mortal. En el local de los vampiros no se puede matar.

—Me pregunto cómo nadie había pensado algo así hasta hoy —comenté.

—Ya lo hicieron —dijo Louis—. En París estaba el Théàtre des Vampires.

—Es cierto —reconocí. Él prosiguió:

—Hace un mes llegó a la
Conexión Vampiro
la noticia de que habías vuelto. Y, para entonces, la noticia ya era vieja. Se decía que estabas cazando en Nueva Orleans y por fin se supo lo que te proponías. Muchos compraron ejemplares de tu autobiografía cuando apareció. Y hubo comentarios inagotables acerca de tus video-clips.

—¿Cómo fue, entonces, que no les vi en Nueva Orleans?

—Porque Nueva Orleans es territorio de Armand desde hace medio siglo. Ningún vampiro se atreve a cazar en la ciudad. Se enteraron a través de los medios de comunicación de los mortales, por noticias procedentes de Los Ángeles y Nueva York.

—Tampoco vi a Armand en Nueva Orleans.

—Lo sé —respondió él. Por un instante, me pareció confuso, preocupado. Noté un pequeño nudo en el pecho—. Nadie sabe dónde está Armand —añadió con cierto desánimo—. Pero cuando apareció en Nueva Orleans, mató a todos los jóvenes, y los vampiros le dejaron la ciudad. Dicen que muchos de los antiguos se comportan del mismo modo, dando muerte a los jóvenes y novicios. También lo dicen de mí, pero no es cierto. Yo recorro San Francisco como un fantasma, sin molestar a nadie salvo a mis desdichadas víctimas mortales.

Nada de todo aquello me sorprendió demasiado.

—Nuestro número es excesivo —continuó Louis—, como siempre ha sucedido. Hay muchos enfrentamientos y las asambleas que se forman en las ciudades son sólo un medio por el que tres o más vampiros poderosos acuerdan no destruirse entre ellos y compartir el territorio según las normas.

—Las normas, siempre las normas —murmuré.

—Ahora son distintas y más estrictas. No debe dejarse el menor rastro de la muerte. No debe dejarse un solo cadáver que los mortales puedan investigar.

—Lógico.

—Y debe evitarse cualquier exposición a fotografías en primer plano, filmaciones con teleobjetivo o imágenes de vídeo que puedan congelarse para identificarnos. No debemos correr el menor riesgo de ser capturados, encarcelados o examinados científicamente por el mundo mortal.

Asentí, pero tenía el pulso acelerado. Me encantaba ser el proscrito, el que siempre se había saltado todas las leyes. Así que estaban imitando mi libro, ¿no era eso? ¡Ah!, la cosa ya se había puesto en marcha. Los engranajes empezaban a moverse.

—Lestat, crees que lo entiendes, pero, ¿es así? —preguntó él en tono paciente—. Si permitimos que el mundo mortal ponga bajo sus microscopios el menor fragmento de nuestros tejidos, terminarán las discusiones acerca de si sólo somos una leyenda, una superstición. Tendrán la prueba tangible de nuestra existencia.

—No estoy de acuerdo contigo —repliqué—. El asunto no es tan simple.

—Tienen los medios para identificarnos y clasificarnos. Para galvanizar a la caza humana en contra nuestra.

—No, Louis. Los científicos de hoy día son brujos en guerra permanente, que se pelean por las cuestiones más banales. Podrías distribuir ese tejido sobrenatural a todos los microscopios del mundo y ni siquiera entonces la gente creería una sola palabra.

Louis reflexionó un instante sobre mis palabras.

—Un prisionero, entonces —insistió—. Un espécimen vivo en sus manos.

—Ni siquiera así lo aceptarían —repliqué—. Además, ¿cómo iban a poder capturarme?

Sin embargo, la perspectiva era de lo más deliciosa: la persecución, la intriga, la posible captura y la fuga posterior. La idea le encantó.

Louis mostraba ahora una extraña sonrisa, llena de desaprobación y de placer.

—Estás más loco que nunca —dijo en un susurro—. Más loco que cuando te dedicabas a recorrer Nueva Orleans asustando a propósito a la gente.

Me reí largamente, pero, al fin, quedé en silencio. No disponíamos de mucho tiempo hasta el alba y podría haber seguido riéndome hasta la noche siguiente en San Francisco.

—He estudiado el asunto desde todos los ángulos, Louis. Iniciar una verdadera guerra con los mortales será más difícil de lo que piensas...

—... Pero estás absolutamente dispuesto a empezarla, ¿no es cierto? Quieres que todos, mortales o inmortales, vengan en tu busca.

—¿Por qué no? —repliqué—. Provoquemos esa lucha. Hagamos que los mortales intenten destruirnos como han hecho con todos sus otros demonios. Que prueben a barrernos de la faz de la Tierra.

Louis me miraba con aquella expresión de asombro, temor e incredulidad que había visto mil veces en su rostro. Una expresión por la que yo sentía debilidad.

Pero el cielo empezaba ya a aclarar y las estrellas se iban apagando. Sólo nos quedaban unos preciosos instantes de compañía antes del amanecer primaveral.

—Así pues, te propones de verdad provocar eso —murmuró él con voz grave, aunque en un tono más suave que antes.

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