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Authors: Anne Rice

Lestat el vampiro (39 page)

BOOK: Lestat el vampiro
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Pero se iba disolviendo. Desaparecía lentamente.

Y, por último, todo quedó consumado. El velo de silencio había caído sobre él, como sucediera con Gabrielle. Silencio. Se separó de mí, pero tuve que sostenerle, pues casi no se mantenía en pie, con las manos en la boca y la sangre derramándose por la barbilla. Tenía la boca abierta, y de ella surgió un sonido seco; a pesar de la sangre, un sonido seco.

Entonces, detrás de él y más allá de la visión del mar metálico y del ave solitaria que era su único espectador, vi a Gabrielle en el umbral de la estancia, su cabello era el velo de oro en torno a los hombros de una Virgen María, cuando, con la expresión de más infinita tristeza en el rostro, musitó:

—El desastre, hijo mío.

A medianoche, quedó evidenciado que Nicolás no hablaba ni respondía a voz alguna, ni hacía el menor movimiento por sí mismo. Permanecía inmóvil e inexpresivo allí donde le dejábamos. Si la muerte le causaba daño, no dio ninguna muestra de ello. Si su nueva visión le complacía, se lo guardó para él. Ni siquiera la sed le impulsó a actuar.

Y fue Gabrielle quien, después de observarle en silencio durante horas, le tomó de la mano, le aseó y le puso ropas limpias. Escogió un gabán negro de lana, una de las pocas prendas oscuras de mi vestuario, y una camisa blanca de lino que le daba el extraño aspecto de un joven clérigo, un poco demasiado serio, algo ingenuo.

Y, al contemplarles en el silencio de la cripta, tuve la absoluta certeza de que los dos podían escuchar sus mutuos pensamientos. Sin una palabra, ella le guió en el trance. Sin una palabra, le mandó a sentarse en el banco junto al fuego.

Finalmente, Gabrielle anunció:

—Ahora debe salir de caza.

Y, cuando volvió los ojos hacia él, Nicolás se levantó sin mirarla, como tirado de una cuerda.

Aturdido, los vi alejarse y escuché sus pasos en los peldaños de la escalera. Luego salí tras ellos furtivamente y, asido a los barrotes de la verja principal, los vi alejarse a campo traviesa como dos espíritus felinos.

El vacío de la noche era un frío permanente que se adueñaba de mí, que me atenazaba. Ni siquiera el fuego del hogar logró calentarme cuando regresé a él.

Allí tenía el vacío y la quietud que me había dicho a mí mismo que deseaba: sí, estar solo después de la espantosa lucha que había sostenido en París. Y, con la quietud, llegó la comprensión de algo que me estaba dando zarpazos en las entrañas como un animal furioso: me di cuenta de que ahora no podía soportar la presencia de Nicolás.

5

La noche siguiente, cuando abrí los ojos, supe lo que debía hacer. No importaba si podía soportar su presencia o no. Yo le había convertido en lo que ahora era, y tenía que encontrar el modo de despertarlo de su estupor.

La cacería no le había cambiado, aunque, aparentemente, había bebido y matado bastante bien. Ahora dependía de mí protegerle de la repulsión que sentía por él: era preciso que fuera a París y le trajera la única cosa que podía hacerle reaccionar.

Lo único que Nicolás había amado mientras estaba vivo era su violín. Tal vez el instrumento sirviera para despertarle. Se lo colocaría en las manos y él querría tocarlo de nuevo, querría tocarlo con su nueva habilidad, y todo cambiaría y el hielo de mi corazón se derretiría de algún modo.

Tan pronto como Gabrielle despertó, le conté lo que me proponía hacer.

—Pero, ¿y los demás? No puedes volver a París tú solo.

—Claro que puedo —respondí—. Tú eres necesaria aquí, a su lado. Si esas molestas criaturas aparecieran por aquí, podrían atraerle a campo abierto, en el estado en que se encuentra. Y además, quiero saber qué sucede bajo les Innocents. Quiero asegurarme de si realmente gozamos de una tregua.

—No me gusta que vayas —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Te aseguro que si no creyera que debemos hablar otra vez con Armand, que tenemos cosas que aprender de él y de la vieja dama, me inclinaría por abandonar París esta noche.

—¿Y qué es lo que nos pueden enseñar? —repliqué con frialdad—. ¿Que es cierto que el Sol gira en torno a la Tierra? ¿Que la Tierra es plana?

Con todo, la amargura de mis palabras me hizo sentir avergonzado. Una de las cosas que podían revelarme era por qué los vampiros que yo creaba podían escuchar sus mutuos pensamientos y a mí me resultaba imposible. Sin embargo, me sentía demasiado abrumado por mi aversión hacia Nicolás para pensar en todo aquello.

Me limité a contemplar a Gabrielle y pensar en lo espléndido que había resultado ver cómo se obraba en ella el Rito Oscuro, verla recuperar su belleza juvenil, convertirse de nuevo en la diosa que había sido para mí cuando era un niño. Ver cambiar a Nicolás había sido también verle morir.

Quizá sin leer las palabras en mi mente, ella comprendió perfectamente mis pensamientos.

Nos abrazamos dulcemente.

—Ten cuidado —musitó.

Debería haber acudido directamente al piso a buscar el violín, y aún me quedaba ir a ver a mi pobre Roget y contarle una sarta de mentiras. Y aquello de abandonar París..., cada vez parecía el plan más adecuado para nosotros.

Pero, durante horas, lo único que hice fue vagar. Cacé por las Tullerías y los bulevares, comportándome como si la asamblea bajo les Innocents no existiera, como si Nicolás estuviera todavía vivo y a salvo en alguna parte, como si París entero fuera mío de nuevo.

Con todo, ni un solo instante dejé de estar atento a la presencia de las criaturas. Pensaba en la vieja reina. Y, por fin, les oí donde menos lo esperaba, en el boulevard du Temple, cuando me acercaba al teatro de Renaud.

Me extrañó que estuvieran en los lugares de luz, como ellos los denominaban. Sin embargo, en cuestión de segundos, identifiqué a varios de ellos ocultos detrás del teatro. Y en esta ocasión no había en ellos malevolencia, sino sólo una desesperada animación al percibir mi proximidad.

Entonces vi el rostro lechoso de la mujer vampiro, la mujer hermosa de ojos oscuros y cabellos de bruja. Estaba en el callejón junto a la puerta de artistas y se asomó por un instante, llamándome por señas.

A lomos de mi montura, titubeé por unos instantes. El bulevar mostraba su habitual actividad en una noche de primavera: cientos de paseantes entre el tráfico de carruajes, grupos de músicos callejeros, prestidigitadores y saltimbanquis, los teatros iluminados con sus puertas abiertas para invitar a la multitud. ¿Por qué habría de dejarlo todo para hablar con aquellas criaturas? Presté atención. En realidad eran cuatro y estaban aguardando desesperadamente mi aparición. Eran presa de un miedo terrible.

Muy bien, pues. Tiré de las riendas de la yegua y penetré en el callejón hasta llegar al fondo, donde encontré a los cuatro acurrucados juntos contra la pared de piedra.

El muchacho de ojos grises estaba allí, cosa que me sorprendió, y mostraba una expresión de desconcierto. Detrás de él distinguí a un hombre vampiro alto y rubio junto a una mujer hermosa, ambos cubiertos de harapos como dos leprosos.

Fue la mujer de ojos oscuros, la que se había reído de mi pequeña broma en la escalera de la cripta de les Innocents, quien rompió el silencio:

—¡Tienes que ayudarnos! —susurró.

—¿Yo? —Intenté dominar a la yegua, que mostraba su disgusto por la compañía—. ¿Por qué habría de ayudaros?

—El amo está destruyendo la asamblea —dijo ella.

—Está destruyéndonos... —añadió el muchacho, sin mirarme. Tenía los ojos fijos en las piedras del muro y capté de su mente imágenes de lo que estaba sucediendo, de la hoguera encendida y de Armand arrojando al fuego a sus seguidores.

Traté de quitarme aquello de la cabeza, pero las imágenes me llegaban ahora de todos aquellos seres. La mujer de ojos oscuros clavó éstos en los míos en un intento de hacer más detalladas las imágenes: Armand enarbolando un gran madero chamuscado y conduciendo a los demás hacia las llamas, para luego empujarles a la pira con el propio madero mientras sus víctimas pugnaban por huir.

—¡Dios santo, si vosotros erais doce! ¿No podíais defenderos?

—Lo hemos hecho y aquí estamos —expuso la mujer—. Armand echó al fuego a seis de nosotros y los demás pudimos huir. Aterrorizados, buscamos lugares de descanso extraños para pasar el día. Es algo que no habíamos hecho nunca, esto de dormir lejos de nuestras tumbas sagradas. No sabíamos qué nos sucedería. Y, cuando hemos despertado, le hemos encontrado allí. Ha conseguido destruir a dos más, de modo que sólo quedamos nosotros. Incluso ha abierto las cámaras profundas y ha quemado a los hambrientos. Después ha provocado derrumbamientos para cegar los túneles que conducen a nuestro lugar de reunión.

El muchacho alzó los ojos lentamente.

—Tú nos has hecho todo esto —susurró—. Tú nos has destruido a todos.

La mujer se colocó delante de él.

—Tienes que ayudarnos —suplicó—. Forma una nueva asamblea con nosotros. Ayúdanos a existir como lo haces tú —añadió, mientras dirigía una mirada impaciente al muchacho.

—¿Pero y la anciana, la gran dama? —inquirí.

—Fue ella quien lo empezó todo —respondió el muchacho con voz amarga—. Se arrojó a la hoguera voluntariamente. Dijo que iba a reunirse con Magnus. No dejaba de reírse, y fue entonces cuando el amo echó a los otros a las llamas mientras los demás huíamos.

Incliné la cabeza. De modo que la vieja reina ya no estaba. Y todo lo que había conocido y presenciado se había ido con ella, y lo único que había dejado era aquel joven perverso, vengativo y necio que creía a pies juntillas en lo que ella había sabido falso.

—Tienes que ayudarnos —repitió la mujer de ojos oscuros—. Armand está en su derecho, como amo de la asamblea, de destruir a los débiles, a los que no pueden sobrevivir.

—No podía permitir que la asamblea cayera en el caos —añadió la otra mujer vampiro, que permanecía detrás del muchacho—. Sin la fe en las Leyes Oscuras, los otros habrían vagado por el mundo sin saber qué hacer, despertando la alarma entre el populacho mortal. Pero si tú nos ayudas a formar una nueva asamblea, a perfeccionarnos de nuevas maneras...

—El amo nos destruirá —murmuró el muchacho—. Nunca nos dejará en paz. Esperará el momento en que nos separemos y...

—No es invencible —intervino el otro vampiro—. Y ha perdido toda convicción, recordad eso.

—Y tú tienes la torre de Magnus, un lugar seguro... —añadió el muchacho con voz desesperada, al tiempo que alzaba los ojos hacia mí.

—No, no puedo compartirla con vosotros —respondí—. Tenéis que ganar esta batalla vosotros solos.

—Pero seguramente podrás guiarnos... —propuso su compañero.

—No me necesitáis —insistí—. ¿Qué habéis aprendido ya de mi ejemplo? ¿Qué habéis aprendido de las cosas que dije anoche?

—Aprendimos más de lo que hablaste después con él —replicó la mujer de ojos oscuros—. Te oímos hablarle de una nueva maldad, de una maldad para estos tiempos, destinada a moverse por el mundo bajo un perfecto disfraz mortal.

—Entonces, adoptad el disfraz —dije—. Tomad las ropas de vuestras víctimas y quedaos el dinero que lleven en los bolsillos. Entonces podréis moveros entre los humanos como yo. Con el tiempo, podéis acumular suficiente riqueza como para adquirir vuestra propia pequeña fortaleza, vuestro santuario secreto. Entonces dejaréis de ser mendigos o fantasmas.

Pude observar la desesperación en sus rostros. Sin embargo, seguían mis palabras con atención.

—Pero nuestra piel, nuestro timbre de voz... —protestó la mujer.

—Podéis engañar a los mortales. Es muy fácil. Sólo es preciso un poco de habilidad.

—¿Y cómo empezamos? —preguntó el muchacho, cabizbajo, como si sólo tomara en consideración todo aquello a regañadientes—. ¿Qué clase de mortales podemos fingir ser?

—¡Escoge tú mismo! Mirad a vuestro alrededor. Disfrazaos de gitanos, si queréis; eso no debería costaros demasiado... O, mejor aún, de mimos —añadí, volviendo los ojos hacia las luces del bulevar.

—¡Mimos! —repitió la mujer de ojos oscuros con una pequeña chispa de excitación.

—Sí, actores. Artistas callejeros. Acróbatas. Haceos acróbatas. Seguro que los habéis visto alguna vez. Podéis pintaros la cara con maquillaje para artistas y así pasarán desapercibidos vuestros gestos y expresiones faciales extravagantes. No podríais escoger otro disfraz más perfecto que ése. En el bulevar encontraréis todo tipo de mortales que habitan en la ciudad. Aprenderéis todo cuanto necesitáis saber.

La mujer se echó a reír y miró a los otros. El hombre estaba sumido en profundos pensamientos, la otra mujer meditaba y el muchacho parecía inseguro.

—Con vuestros poderes, podéis haceros prestidigitadores y saltimbanquis con facilidad —insistí—. Para vosotros, no sería nada. Podríais tener miles de espectadores sin que nadie adivinara nunca lo que sois.

—No fue eso lo que sucedió contigo en el escenario de este pequeño teatro —replicó con frialdad el muchacho—. Tú llenaste de terror sus corazones.

—Porque así lo decidí —expliqué con una punzada de dolor—. Ésta es mi tragedia. Pero puedo engañar a cualquiera cuando me lo proponga, y vosotros también.

Me llevé una mano al bolsillo y saqué un puñado de coronas de oro, que entregué a la mujer de ojos oscuros. Ella tomó las monedas entra ambas manos y las contempló como si le quemaran. Después levantó la vista y vi en sus ojos la imagen de mí mismo en el escenario del teatro de Renaud, realizando aquellas descomunales proezas que habían hecho escapar al público del local.

Pero la mujer tenía otra idea en la cabeza, pues sabía que el teatro estaba abandonado y que me había ocupado de enviar lejos a la compañía.

Y, por un instante, estudié su muda petición. Dejé que mi dolor se redoblara y me atravesara, al tiempo que me preguntaba si mis interlocutores lo advertirían. Aunque, en fin de cuentas, ¿qué importaba eso en realidad?

—Sí, por favor —dijo la mujer. Levantó su mano y tocó la mía con sus dedos blancos y helados —. ¡Déjanos entrar en el teatro! ¡Por favor! —Volvió la cabeza y miró en dirección a la entrada de artistas del local.

Dejarles entrar. Dejarles bailar sobre mi tumba.

Sin embargo, allí debían quedar todavía viejos trajes y disfraces, restos del vestuario de una trouppe que había pasado a disponer de todo el dinero del mundo para renovar su indumentaria escénica. Aún debía haber viejos cubos de pintura blanca, y agua en los barreños. Mil y un tesoros abandonados con las prisas de la partida.

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