—Pulo —exclama al fin como volviendo de un éxtasis que la hubiese alejado por algunos instantes de la tierra—, ¿es cierto que existe un árbol cuya sombra causa la muerte?
—Es cierto —responde el príncipe—; el dios Schiven lo creó para destruir a los mortales, y su hermano Vichenú, apiadándose de nuestra infelicidad, se lo dio a conocer a Brahma, su elegido.
Siannah vuelve a su muda agitación; su esposo, en tanto la contempla con un sentimiento de ternura indescriptible.
—Pulo —exclama a los pocos instantes la hermosa—, ¿es verdad que existe un árbol cuya sombra agita la sangre en las venas y enciende el amor?
—Sí. —¿Lo conoces? —Lo conozco, aun cuando ignoro su nombre. Mas… ¿por qué me haces esta pregunta tan extraña? —No sé… la sombra de este bosque me hace daño… prosigamos nuestra jornada. —¡Proseguir cuando el sol abrasa las arenas! Esperemos a que la brisa de la tarde se levante del golfo y la luz comience a palidecer. —Esperemos —murmura Siannah—; pero entretanto aparta tus ojos de los míos, vuélvelos al cielo o duerme, mas no me los claves en el alma.
—Bien dices; mis ojos en los tuyos beben amor, y nuestro amor, casto y puro otras veces, ahora es un crimen; sí, es necesario que no te vea… Siannah, voy a dormir, cántame algún himno de nuestra patria; arrulla mi sueño como una madre, ya que no como una esposa.
La beldad de las trenzas de ébano canta:
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed, y la sed de las espadas se templa con sangre».
«Un torrente de fuego desciende del Jabwi; esas centellas que brillan entre la nube de polvo que levantan, son los hierros de nuestros enemigos».
«Traedme el escudo reforzado con las siete pieles de búfalo, y rodead a mi casco el chal amarillo, para que no me desconozcan en la confusión de la pelea».
«¡Guerreros! Las espadas de la tribu tienen sed; y la sed de las espadas se templa con sangre».
«Allá van semejantes en…»
Al llegar aquí, Pulo se incorpora y Siannah se detiene en su canto. —¿Por qué —exclama el príncipe— no escucho ahora las canciones de mi patria con el placer de otras veces? ¿Será que ya no alienta en mi pecho el corazón de un Dheli, o acaso que los himnos de guerra no se han hecho para que los recite una hermosa?
—Entona un canto de amor, uno de aquellos himnos que al son de los címbalos alzan las vírgenes cuando conducen a una joven esposa al pie de las aras.
—Pulo… —Canta, no temas; yo dormiré tranquilo, arrullado por el eco de tu voz, el suspiro de la brisa y la música de las aguas.
Siannah canta, su voz tiembla, su pecho se eleva acompasadamente como una ola que se hincha coronada de espuma.
«El combate ha terminado con el día, y el caudillo está ya en presencia de su adorada».
LA VIRGEN.— «Caudillo, reclina tu frente sobre mi seno, que quiero beber en ella el sudor y el polvo de la gloria».
EL CAUDILLO.— «Virgen, apoya tus labios entre los míos, que quiero beber en ellos la muerte en una copa de rubí».
LA VIRGEN.— «¡Alma de la Creación! ¡Hijo de Bermach!, ¡genio de las setenta alas!, ¡amor, divino amor!, desciende en brazos del misterio y de la noche a coronar con tu aureola a los que arden en tu llama».
EL CAUDILLO.— «¡Espíritu invisible!, ¡aliento del alma generosa! ¡Esperanza del guerrero!, ¡amor, ardiente amor!, abandona un instante el alcázar de los dioses, para poner una guirnalda de rosas sobre la corona de laurel del caudillo».
LA VIRGEN.— «Tu aliento humea y abrasa como el aliento de un volcán; tu mano, que busca la mía, tiembla como la hoja en el árbol; la sangre se agolpa a mi corazón, rebosa en él y enciende mis mejillas; un velo de sombras cae sobre mis párpados; todo se borra y se confunde ante mis ojos, que no ven más que el fuego que arde en los tuyos. Caudillo, ¿qué espíritu invisible llena el aire de melodiosos acordes y me estremece a su contacto?».
EL CAUDILLO.— «Virgen, es el amor que pasa».
El canto de Siannah expira, y con él, suave y armonioso, el rumor de un beso.
¿Qué son los vanos castillos que eleva la voluntad del hombre para combatir las funestas armas de que se vale la fatalidad? Montes de arena que, como los de la gran llanura de Nepol, asombran al viajero, y un soplo del huracán los arrebata.
—Hijo mío —dice Schiven al Sueño—, baja a la tierra y sé el mensajero de mis iras.
El Sueño, hijo de la tumba, levanta a esta voz la frente, entreabre los soñolientos ojos y agita sus noventa manos, en cada una de las cuales tiene una copa llena hasta los bordes de un licor soporífero. —¿Qué me quieres, realidad de mi símbolo, padre que me diste el ser para que sirviera de eslabón invisible entre lo finito y lo infinito, entre el mundo de los hombres y el de las almas, sirviendo para bajar las potencias del cielo y elevar las de la tierra hasta que se toquen en el vacío, que es el lugar de mi soberanía?
Schiven continúa de este modo, dirigiéndose a su imagen:
—Hace algunos momentos pensaba en llevar a cabo la destrucción del príncipe que usurpó un día el cetro de la muerte; mas en vano buscaba la ocasión de herirle, en vano, porque Vichenú, mi orgulloso antagonista, le defendía bajo el inmenso escudo con que oculta los hombres a mis ojos, cuando éstos se encienden en cólera y arrojan rayos que hieren y matan. De repente oí un zumbido a mi alrededor; torné el rostro; un mundo nuevo, un joven planeta se adelantaba hacia mí, trazando su círculo en el vacío, fascinado e inocente como el ave atraída por la boa.
De su seno brotaba un raudal de armonías, que llenaban el vacío, dilatándose en él como los círculos en un lago donde se arroja una piedra. Envuelto en un fluido ardiente y luminoso, rodando entre mares de colores y sonidos, su alegría y su gloria parecían insultar mi terrible poder. Levanté la mano; el aire de ésta, desquiciándolo de sus órbitas, lo ha herido de muerte. Incorpórate y tiende los ojos sobre las inmensas llanuras del cielo: verás a Vichenú que corre en pos de él para arrancarle a la inmensa tumba de los astros, volviéndole a la vida.
He aquí el momento oportuno para mi venganza. El príncipe faltó a su promesa, y ahora está abandonado por mi funesto enemigo. Refresca su ardorosa frente con tus alas, y aguarda la ocasión propicia para derramar sobre sus párpados un sueño precursor del sepulcro, un sueño de agonía y ansiedad, de esos que ciñen la garganta con sus manos de acero y pesan sobre el corazón como una montaña de plomo.
El Sueño tiende las alas de tul, y abandona la selva donde vive, en un alcázar de ébano escondido entre la flotante sombra de los áloes.
El silencio le precede y sus hechuras le siguen en grupos fantásticos; éstos se agitan y confunden entre sí, dando ser a nuevas y rápidas metamorfosis, locos delirios, embriones de confusas ideas, semejantes a las que produce en mitad de la fiebre una imaginación débil y sobreexcitada.
La silenciosa caravana llega a las orillas del Ganges y al lugar en que el príncipe descansa; éste experimenta primero una languidez voluptuosa, después un entorpecimiento general, y por último, sus párpados caen con el peso del plomo sobre sus pupilas, como una losa fúnebre sobre un sepulcro. El Sueño ha vertido sobre ellos una gota del licor que contiene su misterioso vaso de ópalo.
Cuando la materia duerme, el espíritu vela. En tanto que el cuerpo del caudillo permanece inmóvil y sumergido en un letargo profundo, su alma se reviste de una forma imaginaria, y huye de los lazos que la aprisionan para lanzarse al éter; allí le esperan las creaciones del sueño, que le fingen un mundo poblado de seres animados con la vida de la idea: visión magnífica, profética y real en su fondo, vana solo en la forma. Oíd, según la tradición la conserva, la visión del caudillo.
La noche es oscura; el viento muge y silba sacudiendo las gigantescas ramas dla boabad de las selvas; los genios blanden sus cárdenas espadas de fuego sobre las nubes, en que se les ve pasar cabalgando; el trueno retumba dilatándose de eco en eco en los abismos de las cordilleras; la lluvia azota el penacho de las palmas, y confundiéndose con los sordos mugidos de la tormenta, el prolongado lamento del vendaval y el temeroso murmullo de las hojas del bosque, se escucha por intervalos un rugido lejano, ronco y estridente, que parece formarse en la cavidad de un pecho de bronce.
Un brahmín, al atravesar en tal noche y a tal hora aquella selva, no hubiera podido menos de dirigir sus plegarias al dios destructor, cuyo triunfo parecía acercarse, equivocando aquellos quejidos de la Naturaleza con las profecías de los blancos fantasmas de sus antepasados, que rompían el secreto del sepulcro para enseñarle el camino de la muerte.
De cuantos guerreros se rodean el chal amarillo a la cintura en las fiestas y a la frente en el combate, sólo el caudillo de Osira tendría el valor necesario para arriesgarse en sus agrestes y enmarañados senderos con una noche tan terrible.
Pulo se adelanta, con el arco tendido, la flecha pronta y el puñal entre los dientes. Siannah le sigue, pálida la color, el cabello erizado y el paso temeroso. —¿Oyes —dice al príncipe—, oyes esa voz que resuena en la espesura? —Es el viento que azota los palmares —responde el caudillo, lanzando, a pesar suyo, una mirada escudriñadora a través de los añosísimos troncos de áloes que bordan las lindes del sendero.
Los esposos prosiguen caminando y la tempestad haciéndose cada vez más terrible. —¿Oyes ese rumor que se eleva por grados a nuestra espalda? —interrumpe de nuevo la hermosa—. Es la lluvia que agita las lianas —añade el príncipe armando la flecha y cubriendo a Siannah con su cuerpo. —¿Oyes? —vuelve ésta a interrumpir—. Alguien respira alrededor nuestro. —Échate en tierra —grita Pulo de repente—; el tigre va a saltar sobre nosotros.
Dos llamas fosfóricas brillan en la oscuridad.
La flecha del príncipe parte.
A su áspero silbar responde un rugido ahogado y profundo; el tigre salta; Pulo arroja el arco, se cubre con el escudo de pieles, dobla una rodilla, esconde el rostro, y lo espera con el puñal en la diestra. Siannah está desmayada y oculta con el manto del guerrero, a cuyos pies yace.
La lucha se traba.
Pulo hunde una y cien veces su puñal en el pecho y en el vientre del tigre, que en su agonía pugna aún por lanzarse sobre su adversario. Éste, cubierto con el escudo, ha podido evitar su ataque, merced a esa ligereza y sangre fría patrimonio de los hombres avezados a los peligros y a la muerte. Pero ya la temible fiera ha lanzado el último y ronco estertor, revolcándose entre el polvo y la sangre que brota de sus heridas, cuando el príncipe levanta los ojos al cielo sorprendido por un extraño fenómeno.
La lluvia ha cesado, el huracán y el trueno han enmudecido; al brillante y súbito resplandor de los relámpagos sucede una claridad tenue y azulada, una luz indecisa semejante al primer albor de un día sin sol y sin aurora. Las aves, que se habían guarecido de la tempestad bajo los pabellones de verdura de la selva, llenas de gozo a su vista, quieren alzar el vuelo y entonar su canto; pero la voz se ahoga en su garganta, y caen a tierra heridas de muerte por una mano invisible. Los gigantescos árboles se agitan, y retorciéndose como a impulsos de una horrorosa convulsión, comienzan a alfombrar el suelo con las pálidas hojas que se desprenden de sus ramas, como se desprenden los cabellos de la cabeza de un anciano. Las verdes lianas que se mecieran al soplo del viento suspendidas en el tronco de los antiguos reyes del bosque, pierden el color y la frescura, arrugándose sus tersas flores como un pergamino que se acerca al fuego. Diríase, al contemplar este asombroso espectáculo, que un tósigo mortal circulando en el aire, o levantándose en imperceptibles efluvios de las entrañas de la tierra, había envenenado la atmósfera y con ella el mundo.
El caudillo, lleno de estupor, vuelve en torno suyo la mirada; por todas partes le persiguen aquellas imágenes desoladoras; pero lo que más asombro le causa es ver el sangriento cadáver del tigre estremecerse, y poco a poco, perdiendo sus primitivas formas, ir tomando, merced a una inconcebible transformación, las de una serpiente.
—Ya no me queda ningún género de duda —exclama—. Schiven desea mi muerte; reconozco en ese reptil al ministro de su cólera. ¡Oh! ¡Que no fuera yo un dios para luchar con los dioses!… Mas no importa; mortal miserable como soy, venderé cara mi vida.
El temible reptil crece con una rapidez prodigiosa; su longitud es ya treinta veces mayor que la dla boa secular que se despierta de dos en dos lunas sobre las márgenes del Sitpuri. Sus ojos redondos, fijos y fascinadores, están clavados en los del caudillo: éste, presa de un vértigo, y con ese arrojo sin límites que presta la desesperación en sus momentos supremos, arroja lejos de sí el tresdoblado escudo, inútil para aquel combate, y desnuda por segunda vez su puñal.
La gigantesca serpiente comienza a replegarse sobre sí misma, lanzando un silbo áspero y agudo; el príncipe sin aguardar a que le acometa, se arroja a su cuello, tan grueso como el de una palma colosal, y hace esfuerzos inauditos por herirla. ¡Imposible! Las aceradas escamas que la cubren y defienden son impenetrables como la concha de las tortugas del Jawkior.
Ya el reptil, aprisionándolo entre sus anillos de bronce, lo estrecha y comienza a ahogarle; ya el puñal se ha escapado de sus manos desfallecidas, y el velo de la muerte se extiende ante sus ojos, cuando una flecha disparada de las nubes baja silbando y traspasa los de la serpiente.
Un furor terrible se apodera de ésta, que, desasiéndose del ya casi inanimado cuerpo de Pulo, busca a ciegas a su celeste enemigo.
La punta de diamante de una segunda flecha pone fin a su agonía con la muerte.
El caudillo, recobrado de su estupor, puede entonces contemplar, no sin sentirse sobrecogido de una emoción profunda de gratitud y respeto, al que es deudor de la vida.
Vichenú, cubiertas las espaldas con un manto de pieles, el arco tendido aún y el carcaj de las flechas de diamantes sobre el hombro, está a su lado de pie; la frente del dios toca a las nubes, y su sombra es inmensa como la que arroja el Himalaya sobre las llanuras al ocultarse el sol en los confines del Océano.