Pulo, ya fuera de los muros de la ciudad, manda retirarse a los que le siguen, y emprende solo y sumido en hondas meditaciones el camino que, serpenteando entre las rocas y las cortaduras, se dirige a la gruta donde nace el torrente, que ya salpica su rostro con el polvo de sus aguas. ¿Dónde va el señor de Osira? ¿Por qué desnudándose de su recamada túnica, del amarillo chal, emblema misterioso, y del amuleto de los reyes, cambia su vestidura por el tosco traje de un simple cazador? ¿Viene a los montes a buscar a las fieras en su guarida? ¿Viene ansioso de encontrar la soledad, único bálsamo de las penas que el resto de los hombres no comprenden?
No. Cuando el regio morador de Kattak abandona su alcázar para acosar en sus dominios al soberbio león o al rayado tigre, cien bocinas de marfil fatigan el eco de los bosques; cien ágiles esclavos le preceden arrancando las malezas de los senderos y alfombrando el lugar en que ha de poner sus plantas; ocho elefantes conducen su tienda de lino y oro, y veinte rajás siguen su paso, disputándose el honor de conducir su aljaba de ópalo.
¿Viene a buscar la soledad? Imposible.
La soledad es el imperio de la conciencia.
El sol toca a la mitad de su viaje, y Pulo a su término. A sus pies salta el torrente; sobre su cabeza está la gruta en que duerme el manantial que lo alimenta, manantial sagrado que brotó de las hendiduras de una roca para templar la sed del dios Vichenú, cuando desterrado de los cielos venía a cazar en las faldas del Jabwi durante la noche. A datar de aquella época remota, un brahmín vela constantemente en el fondo de la gruta, dirigiendo sus oraciones al dios para que conserve las maravillosas virtudes en que, según una venerable tradición, abundan las sagradas linfas.
El último de estos sacerdotes, que encendidos en amor por la divinidad han consagrado sus días a venerarla en contemplación de sus obras, es un anciano, cuyo origen envuelve un misterio profundo: nadie sabe la época en que llegó a Kattak para guarecerse en la gruta de Vichenú. Rajás venerables; sobre cuya cabeza han lucido más de cuarenta mil soles, aseguran que en su juventud el brahmín del torrente tenía ya los cabellos blancos y la frente inclinada. El pueblo le mira con temor y respeto cuando por casualidad baja a la llanura. Dicen que las serpientes danzan a su voz, que los cóndores le traen su alimento, y que el genio de aquellas aguas, a quien debe la inmortalidad, le revela los arcanos futuros. Otros aseguran que él mismo no es otra cosa que el espíritu bajo las formas de un brahmín.
¿Quién es? ¿De dónde vino y qué hace? Se ignora, pero los que se sienten con el valor necesario para llegar hasta la gruta en que habita, suben a ella para pedirle un remedio contra los males desesperados; una revelación para conocer el término de las empresas arriesgadas; una penitencia suficiente a lavar un crimen que ni la sangre borraría. Uno de éstos es Pulo, porque a la gruta del torrente se dirige. Conociendo que las leves expiaciones que los aduladores brahmines de Kattak le impusieran no bastaban a desterrar sus remordimientos, sube a consultar al solitario del Jabwi, sólo de incógnito, para que la pompa real no turbe el espíritu y selle los labios del profeta.
Pulo llega, a través de las zarzas que rodean como un festón los bordes del torrente, hasta la entrada de la gruta. Allí ve una ancha vasija de cobre, suspendida de las ramas de una palmera, para que el viajero apague su sed. El caudillo toca por tres veces con el mango de su yatagán, y el cobre restalla, produciendo un sonido metálico y misterioso, que se pierde vibrando con el rumor de las olas. Un momento transcurre; y el solitario aparece. —Elegido del Grande Espíritu —exclama al verle el caudillo, inclinando la frente—, que el enojo de Schiven no se amontone sobre tu cabeza, como las brumas en las cimas de los montes. —Hijo de mortales —replica el anciano sin responder a la salutación—, ¿qué me quieres?
—Consultarte. —Habla. —Yo he cometido un crimen, un crimen horroroso, cuyo recuerdo abruma mi alma como una pesadilla eterna. En vano consulté a los adivinos de Brahma; las penitencias que me impusieron han sido inútiles; el remordimiento vive aún en mi corazón; el fantasma de la víctima me sigue a todas partes; se ha hecho la sombra de mi cuerpo, el rumor de mis pasos. Tú, a quien los dioses se dignan visitar; tú, que lees el porvenir en los astros y en las arenas que arrastran los ríos, dime: ¿cuándo quedará lavada mi alma de este crimen? —Cuando la sangre que mancha tus manos, que en balde me ocultas, haya desaparecido —exclama el terrible brahmín lanzando una mirada de indignación al príncipe, que permanece aterrado ante aquella prueba de la sabiduría del solitario.
—¿Me conoces? —prorrumpe Pulo al fin, saliendo de su estupor. —No te conozco, pero sé quién eres. —¿Quién soy? —El matador de Tippot-Dheli.
El príncipe inclina la cabeza a estas palabras, como herido de un rayo, y el brahmín prosigue de este modo: —En la pasada noche, cuando el sueño había descendido sobre los párpados de los mortales, yo velaba. Un sordo rumor se elevó por grados del fondo del agua sagrada, rumor confuso como el hervidero de cien legiones de abejas; una manga de aire frío y silencioso vino de la parte de Oriente, rizó las ondas y tocó con las puntas de sus húmedas alas mi frente. A su contacto, mis nervios saltaron y se heló el tuétano de mis huesos; aquel soplo era el aliento de Vichenú. Poco después sentí su diestra tan pesada como un mundo descansar sobre mi hombro en tanto que me contaba al oído tu historia.
—Ahora bien, pues conoces mi delito, dime la manera de expiarlo y hacer que desaparezcan de mis manos estas terribles manchas.
El brahmín permanece en silencio, y el príncipe prosigue: —¡Qué! ¿Mi sangre toda no podrá borrar esta sangre? —Lo ignoro: es muy corta tu vida para expiar este delito, y Schiven está airado, porque has hecho uso de tus facultades para la destrucción, obra que a él sólo está encomendada. —Pues bien: si tú lo ignoras, consultemos a Vichenú; él me protegerá contra su hermano. Penetremos en la gruta sagrada. —¿Has ayunado las tres lunas? —Sí. —¿Has huido del lecho nupcial por siete noches? —Sí. —¿Has dejado de cazar durante nueve días? —También. —Entonces, sígueme.
Algunos momentos después de este corto diálogo, sus interlocutores se hallaban en el fondo de la misteriosa gruta.
Lo que pasó en aquel recinto, se ignora. La tradición guarda una idea confusa, y el príncipe, por quien esto se supo, habla vagamente de sierpes monstruosas y aladas que se precipitaron en las ondas del torrente, para aparecer de nuevo en forma de animales desconocidos y fantásticos; de conjuros tan temibles, que a veces se cubría de manchas el sol y los montes se estremecían como cañas; de lamentos y aullidos tan espantosos, que la sangre se helaba al escucharlos.
Las palabras del dios se guardan y son éstas: —Asesino marcado por Schiven con un sello de eterna infamia, sólo existe una penitencia con que puedes expiar tu crimen: sube por
las
orillas del Ganges, a través de los pueblos feroces que habitan sus riberas, hasta encontrar sus fuentes. El remoto país del Tíbet, a quien defiende como un gigante muro la cordillera del Himalaya, es el término de tu viaje. Cuando llegues a él, lava tus manos en el más escondido de los manantiales, y a la hora en que el valiente Tippot cayó a tus plantas. Si en el discurso de tu peregrinación no conoces a tu esposa Siannah, que deberá acompañarte, la sangre desaparecerá de tus manos.
¿Quién es ese peregrino que se apoya en su grosero cayado de abedul y que en la sola compañía de una mujer hermosa, pero humildemente ataviada, sale por una de las puertas de Kattak al mismo tiempo que la luna se desvanece ante los rayos del astro del día? Él, él: Pulo-Dheli, magnífico rey de Osira, señor de señores, sombra de Dios e hijo de los astros luminosos.
Los peregrinos tocan al término de su viaje: ya han dejado a sus espaldas las fértiles e inmensas llanuras de Nepol; ya han visto a Bertares, célebre por sus alcázares, cuyos cimientos besa el sagrado río que divide al Indostán del imperio de los Birmanes. Como las creaciones de una visión celeste, han cruzado ante sus ojos Palná, famosa por sus templos, sus mujeres y sus tapicerías, Dakka, la ciudad que tejió un velo para el santuario de los dioses con las trenzas de ébano de sus vírgenes; Gualior, escudo del reino de Sindiak, cuyos muros detienen a las nubes en su vuelo.
También han gustado el reposo a la sombra de los inmensos plátanos de Dheli, concha que guarda a la perla de los reyes, presentando una ofrenda de miel y flores al genio protector de Allahabad, ciudad que debe su nombre a las caravanas de peregrinos que de todos los puntos de la India acuden a sus templos, más numerosos que las hojas de los bosques y las arenas del Océano.
Cuarenta lunas han nacido después que abandonaron su alcázar; pero ¿quién podrá enumerar los países que han cruzado, los bosques que les han prestado su sombra, los ríos que han apagado su sed? El Kiangar, conocido por el de las aguas rojas; el Espuri, cuya mansa corriente arrastra oro bastante a construir con él un alcázar soberbio; los Senwads, bosques sombríos donde la boa se desliza con el rumor de la lluvia; Labore, la madre de los guerreros; Cachemira, la virgen de los siete chales de amianto, y cien y cien otros países, ciudades, bosques, torrentes, ríos y montañas, que hasta llegar a las cordilleras del Himalaya, extienden sobre las inmensas llanuras de la India.
Pero ya tocan al deseado término, ya han salido de la más terrible de las pruebas, atravesando a par del Ganges el valle del Acíbar, llamado así no tanto por los árboles que produce, de los que se extrae este licor, como por las amarguras que padecen los infelices que se ven en la necesidad de atravesarlo. Y Pulo atravesó las rocas que lo erizan, llevando a Siannah sobre sus espaldas.
El sol lanza sus rayos perpendiculares sobre la tierra; los viajeros, fatigados de su trabajosa jornada, reposan a la orilla del río a cuya fuente se aproximan. Un boabad corpulento y magnífico les presta su sombra, capaz de cubrir a una tribu de guerreros; entre las brumas del lejano horizonte se lanza al vacío el Himalaya, y empinado sobre sus cumbres el Davalaguiri, que pasea sus miradas sobre medio mundo.
Un aura fresca mece las magnolias y los tulipanes que crecen entre los juncos de la ribera, y enjuga el sudor de sus frentes. El bulbul, sobre las ramas de un penachudo talipot, entona un canto melancólico y suavísimo, y entre las ráfagas de luz que reverberan las arenas cruzan diáfanos como el ámbar miríadas de pájaros y de insectos con ropajes de oro y azul, de crespón y esmeraldas.
Todo convida al descanso. Pulo y Siannah, después de refrescar sus labios con algunas de las deliciosas frutas del bosque, apagan su sed en las cristalinas ondas que corren, produciendo al besar las orillas un ruido manso y melancólico, semejante al arrullo de una tórtola. Al agradable son de las aguas y de las hojas que se agitan como abanicos de esmeraldas sobre sus cabezas, recuerdan en dulces coloquios y con esa especie de satisfacción con que se menciona el peligro pasado, las mil aventuras de que han sido héroes durante su peregrinación, los países que han recorrido, las maravillas que como un panorama magnífico se han desplegado a sus ojos. Forman proyectos sobre el porvenir y sobre la felicidad que les espera cuando hayan cumplido la expiación, próxima a satisfacerse; sus palabras se atropellan llenas de un fuego y de un color vivísimo; después va poco a poco languideciendo su diálogo: diríase que hablan una cosa y piensan otra; por último, algunas frases vagas e incoherentes preceden al silencio, que con un dedo sobre el labio se sienta a la par de los amantes sin ser sentido.
El sol cae a plomo sobre la gran llanura. La frente del príncipe descansa sobre las rodillas de su esposa. Todo a su alrededor calla o duerme. En los países tropicales, el mediodía es la noche de la Naturaleza. Sólo interrumpen esta calma profunda el grito breve y agudo del bengalí, el zumbido monótono y tenaz de los insectos que voltean en el aire, brillando a la luz del sol como un torbellino de piedras preciosas, y la acelerada respiración de Siannah, respiración sonora y encendida como la del que sueña embriagado con opio. Los peregrinos permanecen en silencio. ¿Qué ideas cruzan por su mente?
Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz entre las que vacilan los lejanos horizontes.
La mente no se halla en la tierra ni en el cielo; recorre un espacio sin límites ni fondo, océano de voluptuosidad indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones en donde habita el amor.
Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el cerebro del poeta; como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.
Pulo es el primero que interrumpe el silencio.
—¡Cuán dulce es percibir el aliento de la mujer que se ama, ese aliento que se escapa de unos labios encendidos, atropellándose en ellos como olas de ambrosía que vienen a expirar sobre una playa de rubíes!
¡Si me fuera posible, oh hermosa Siannah, explicarte lo que el murmullo de tu respiración me dice! Suena en mi oído como una voz insólita que murmura palabras desconocidas en un idioma extraño y celeste; me recuerda los días de mi infancia, aquellas horas sin nombre que precedían a mis sueños de niño, aquellas horas en que los genios, volando alrededor de mi cuna, me narraban consejas maravillosas, que embelesando mi espíritu, formaba la base de mis delirios de oro. ¿No es cierto, no es cierto, hermosa mía, que hasta el aroma que precede al objeto de nuestro amor, el tenue y débil crujido de su túnica, tienen palabras, dicen algo que los demás no comprenden?
Siannah calla: sus labios entreabiertos y rojos dejan escapar suspiros ardientes, y en su pupila húmeda, azul y dilatada, brilla un punto luminoso semejante al reflejo de una estrella en un lago.