—Caudillo —exclama el antagonista de Schiven con acento airado—, ¿para qué subiste a la sagrada gruta del Jabwi? ¿Para qué interrogaste a las limpias aguas de su manantial, si las revelaciones celestes han sido inútiles, si al cabo habías de romper tu juramento, como se rompe la flecha sobre la rodilla, en prenda de paz entre dos enemigos? Pulo enmudece; el rubor de su falta colora sus bronceadas mejillas y ahoga su voz; Vichenú continúa de este modo:
—Inmensa como la imprevisión de los hombres es la bondad del cielo; he aquí por qué me he apiadado de tus culpas. Inútil es ya que busques las fuentes del Ganges; cada grano de arena que cae en la medida de la culpa, debe añadirse a la del castigo; el que te impuso el solitario del Jabwi es ya insuficiente para lavar tu alma.
—Si un solo momento de olvido desvaneció como el humo cuanto había logrado merecer con mi arrepentimiento, ¿qué haré para lavar mi culpa? —exclama el príncipe.
—Levántate —prosigue el dios—, toma tu arco, descálzate las sandalias, y abandonando las orillas del Ganges, vuelve sobre tus pasos hasta llegar a Kattak. Entre las arenas de sus costas duerme en el seno del olvido un templo que en mi honor levantara un día tu glorioso antecesor, cuando protegido por mi escudo llevó hasta allí sus huestes invencibles. Sobre los peñascos en que se estrellan las encrespadas olas, tiene su nido un cuervo; sube a preguntarle el lugar en que el templo se oculta; éste lo conocerás por los fuegos que durante la noche voltean sobre sus ruinas, y aquél por su cabeza blanca.
Vichenú desaparece, los árboles recobran su lozanía, la liana su verdura, los pájaros su voz, y a la indecisa y cárdena luz del cielo sucede el tranquilo y suave esplendor de una noche estrellada y llena de armonía, perfumes, suspiros y cantares.
El príncipe se incorpora y corre al lugar en que Siannah permanece desmayada y oculta bajo los pliegues del manto de su esposo. Levanta éste, y de sus labios se escapa un grito de sorpresa y ansiedad.
Siannah no está allí; Siannah ha desaparecido.
En aquel punto el sueño tiende las alas y abandona al príncipe; éste, convulso y pálido aún, despierta de su pesadilla, busca a su esposa, en cuyo seno se había dormido, y no la encuentra.
El sol, recostado en un lecho de púrpura y de oro como un rajá en su alfombra de colores, lanza a la tierra el último rayo de sus entreabiertos ojos. La Naturaleza comienza a despertarse de su sueño del mediodía. Las brisas de la tarde, impregnadas en murmullos y perfumes, juguetean con el cáliz de las flores que se abren a sus besos. Las aguas del Ganges, copiando en sus linfas transparentes la vigorosa vegetación de sus riberas, alzan un himno melancólico, al que se unen las aladas y suaves notas de los pájaros que despiden al día con un dulcísimo y triste adiós.
—Siannah —dice el caudillo con voz ahogada por el llanto—. Siannah, esposa mía, ¿dónde estás que no me oyes? Siannah, inseparable compañera de mi dolor y mi infortunio, ¿quién te arrancó de mi lado para robarme la única felicidad que me restaba en la tierra? ¡Oh! Vuelve, vuelve, hermosa mía; sin ti, mi vida será una noche sin aurora, un llanto sin lágrimas.
Sólo el eco responde al enamorado Pulo, que presa de un loco frenesí, corre de nuevo a las orillas del Ganges, busca en la arena la huella de su esposa, y vuelve a llamarla por su nombre cien y cien veces. Todo es inútil. La noche borra del cielo los colores; y las nubes, las estrellas, mudos testigos de los pesares y la felicidad de los amantes, aparecen unas tras otras rodeadas de un ligero cendal de bruma, y Siannah no parece.
—Insensato —dice una voz que resuena en el viento, sin que se vea la boca de donde parte—. ¿Qué vas a hacer?
El caudillo, que ha desnudado el puñal para asestarlo contra su pecho, se detiene sobrecogido y escucha estas palabras:
—Si mueres, nunca la tornarás a ver; si conservas tu vida y cumples cuanto te he dicho, la mancha de sangre de tus manos desaparecerá para siempre, y encontrarás de nuevo a tu esposa.
Los sueños son el espíritu de la realidad con las formas de la mentira; los dioses descienden en él hasta los mortales, y sus visiones son páginas del porvenir o recuerdos del pasado.
La voz que detiene al príncipe es la de Vichenú que se le había aparecido en sueños.
El príncipe, después de un año de peregrinación, llega al fin al término señalado por el genio. Éste, durante las jornadas, fijos los ojos sobre su protegido, ha velado día y noche por su vida hasta dejarle en Kattak.
La aurora rasga el velo de la noche; de sus trenzas de oro se desprenden el rocío en una lluvia de perlas sobre las colinas y las llanuras; los horizontes del mar se encienden y las crestas de sus olas brillan como las escamas de la armadura de un guerrero en un día de combate; de las flores, húmedas aún con las lágrimas del crepúsculo, se eleva al cielo una columna de aromas en emanaciones; perfumadas emanaciones que los genios, cruzando sobre las nubes celestes y ambarinas, recogen con las matinales plegarias de los brahmines, para depositarlas a los pies de Bermach, autor de la maravillosa máquina de los mundos.
Pulo se ha sentado sobre una de las rocas que erizan en aquella parte del reino de Kattak las extensas playas del Océano. Su pensamiento está dividido entre su esposa y su conciencia.
—Ya se aproxima —dice— la hora del perdón; unos esfuerzos más, y me hallo en presencia del ave misteriosa que Vichenú ha escogido para intérprete de sus designios. Dios, que conservas cuanto existe, apartando las tempestades y la muerte de la cabeza de los hombres, no interpongas tu poder entre mi corazón y la flecha de los guerreros, entre mi vida y las garras del tigre, o los anillos dla boa gigante; pero defiéndeme contra mí mismo, arráncame el amor y la conciencia, cuyos golpes matan sin que se vea la mano que los dirige.
El sol se va levantando pausadamente del seno del mar y remontándose por la cumbre del firmamento. El caudillo, después de lavarse por siete veces las manos y los sangrientos pies, recitando algunas oraciones misteriosas, emprende una difícil ascensión para llegar a la cima de las colosales rocas, cuya frente han ennegrecido los rayos y las tempestades, cuyas plantas besan o azotan las hirvientes olas del océano.
Después de trepar por espacio de una hora, asiéndose a los arbustos y malezas que crecen en las aberturas de las peñas, el príncipe consigue al fin encontrarse en la cumbre del promontorio.
En una de las rocas de granito que coronan su cúspide hay una hendidura, y en el fondo de ésta le parece distinguir las formas confusas de un ave, que fija en los suyos dos ojos que brillan en la oscuridad con una luz fantástica.
—Ave de los dioses —prorrumpe Pulo cayendo de rodillas ante el aéreo nido del cuervo de la cabeza blanca—; ave misteriosa, bajo cuyo negro plumaje vivió por espacio de tres siglos el poderoso Vichenú, logrando con este ardid evitar la muerte que el dios de la destrucción le aprestaba; heme aquí esperando tus palabras, como los tulipanes agostados por el fuego del día esperan las gotas del rocío de la noche.
El cuervo, abandonando su guarida, se abate sobre una de las enhiestas rocas, y, después de agitar sus alas por tres veces, dice así al caudillo, que lo escucha en silencio y con la frente humillada en el polvo:
—Señor de Osira, poderoso descendiente de los Dheli, conquistadores de la India y protegidos de Vichenú, sé lo que vienes a preguntarme; así, es inútil que me lo refieras. El templo que buscas se halla lejos de este lugar; sigue mis pasos y te mostraré el sitio en que se empezarán las excavaciones.
El cuervo de la cabeza blanca se remonta en los aires, dejándose caer al pie del promontorio, donde espera a que baje el caudillo. Cuando éste toca al término de su descensión, el ave misteriosa emprende la marcha caminando a saltos pequeños y sin abandonar las costas en que viene a romperse el oleaje de crestas de oro.
Prosiguen durante todo el día sin abandonar la ribera blanqueada por la espuma, y cuando ya el sol desciende al seno de las ondas rodeado de espesos y rojos celajes, el alado guía se aparta de las playas, internándose tierra adentro, a través de un pantano cenagoso y cubierto de juncos verdes y altísimos.
Las nubes, amontonándose en el Occidente, envuelven el cadáver del sol en un sudario de brumas, antes que descienda a su sepulcro.
La noche se adelanta, una noche sin astros y sin transparencia; la brisa murmura la oración de los muertos, sollozando melancólica entre los espesos juncos; el perfume de las flores que se abren en la sombra vaga en el espacio; el grito del chacal y el silbo de las aves nocturnas resuenan confundiéndose con esos rumores siniestros y misteriosos que nacen, tiemblan y se dilatan en el seno de la oscuridad, sin que podamos decir quién los produce.
—Ave inmortal —exclama Pulo deteniéndose en su camino—, he aquí que la noche se ha apoderado de la tierra y que en balde procuro seguirte, pues la sombra te ha robado a mi vista.
El grito del chacal se oye cada vez más próximo; tú sabes que no le temo, mas estoy sin armas, y por lo tanto inhábil para defenderme de sus traidores ataques.
Volvamos atrás y esperemos al día para proseguir nuestra jornada. Temerario valor juzgo el de aquel que arriesga su vida contra enemigos que no puede exterminar o vencer; si al menos la luna brillara en el cielo, su luz me guiaría a través de este pantano, donde a cada paso que doy temo encontrar la muerte, sepultándome en sus aguas cenagosas e inmóviles.
—No temas —responde el cuervo—; el dios que nos envía cuidará de nosotros desde su elevación. He aquí la manera de salir con bien de este peligro: las llanuras que vamos a atravesar presenciaron la derrota de tu padre, Schiven, celoso del culto que éste rendía en el templo a que nos dirigimos al genio que te protege, reunió en su daño a los guerreros de Kattak y de Lahore, que ardiendo en sed de venganza contra su vencedor, se juntaron entre las sombras de la noche para afilar las espadas que habían de herir a los predilectos de Vichenú.
Un día tu padre abandonó el templo para dirigirse a las selvas que se extienden al pie de la colina en cuya cumbre está oculto; de pronto una nube de polvo blanca e inmensa, que elevándose de la parte de Oriente oscurecía la luz del sol, atrajo su curiosidad.
¿Qué nueva y numerosa caravana de peregrinos será la que se aproxima al templo de mi dios?, dice, volviéndose a uno de los pérfidos rajás portadores de su escudo y su aljaba.
Éste, lanzando a sus compañeros una mirada de inteligencia, respondió al victorioso rey con la sonrisa en los labios:
—¿Quién sabe cuál será el remoto país que envía este enjambre de peregrinos? La fama del asombroso templo de Kattak corre de boca en boca hasta los más remotos confines del mundo.
Tu padre, después de fijar nuevamente las miradas en aquella nube de polvo que se aproxima, y de la cual brotan centellas de fuego, exclama con voz terrible:
—¿Qué es esto? Los toscos yaids de los peregrinos llamean al rayo del sol como las armaduras de los guerreros de Labore. ¿Oís? En las alas del viento llega confuso el eco de la terrible y bárbara armonía de sus trompas de guerra. ¡Oh! Ya no me queda duda; el enemigo que hallé a mis pies se endereza como la víbora para morderme en ellos. No importa; veremos si los caudillos de Lahore han aprendido de nuevo a vencer, tras tantos años de acostumbrarse a huir.
—Valientes —prosigue dirigiéndose a los que le acompañan—, dadme el arco y el escudo, desnudad vuestros aceros, y que las roncas bocinas de plata convoquen a mis huestes con sus bramidos.
Eldi Salek, uno de sus traidores capitanes, por toda respuesta le hunde en el pecho su misma espada, de que era portador, y blandiéndola después en los aires en ademán de triunfo prorrumpe a voces:
—¡Ánimo, compañeros de esclavitud! ¡Ánimo, domeñados ejércitos de Kattak y Lahore, desvanecidos un día al soplo del tirano como al del huracán el humo! ¡Ánimo; nuestro país es libre!
En tanto, el infeliz rey, revolcándose en su sangre, intenta en vano llamar en su socorro; la voz se ahoga en su garganta; hace una postrer tentativa para incorporarse, y cae a tierra muerto y con los puños crispados y tendidos hacia las bárbaras huestes, que se adelantan al bélico y rudo compás de sus instrumentos de bronce.
Los sacerdotes de Vichenú se aperciben de la sorpresa, y subiendo a las altas torres de la Pagoda, llenan el ámbito de los aires con los terribles bramidos del caracol sagrado, al que responden en la llanura las bocinas de marfil de los guerreros de tu padre.
—¿Dónde está nuestro caudillo, que no corre como el león al combate? ¿Por qué no vuela en la primera fila su manto de púrpura y el chal amarillo que ciñe su frente? ¡Mi dueño! —exclaman los valientes conquistadores de Kattak, y ninguno sabe decir dónde se encuentra el señor de Osira, que no responde al rumor de la batalla con el grito de guerra.
Los enemigos se adelantan, la llanura gime bajo el peso de sus carros y elefantes de guerra, y el eco de los lejanos montes repite sus salvajes alaridos. Suena la señal del combate y de la muerte. Los defensores de Vichenú expiran uno a uno al rigor del acero; el templo de dios es presa de las llamas, y con él la naciente ciudad que en sus inmediaciones levantó el rey de Osira en honor del benéfico genio de Allah-abad.
Cuando llegó la noche, la expirante llama del incendio, arrojando sus temblorosos círculos de luz y de sombra sobre la llanura, chispeaba en el casco de los valientes que habían sucumbido a los golpes de Schiven, y que yacían entre el polvo cubiertos de sangre y de gloria.
Un hondo silencio reinaba en el que fue teatro de la sangrienta lucha, silencio que sólo interrumpía el imponente estruendo de los muros al desplomarse abrasados por las silbadoras llamas, o el ronco grito del chacal, que, ofuscado por el ardiente resplandor del fuego, rugía en su cueva, temeroso de lanzarse sobre los cadáveres insepultos.
Los vencedores abandonaron con el día la llanura donde desde esa época nadie osa poner la planta, temiendo el enojo de Schiven, que quiso tener en aquellos lugares un templo de ruinas, habitado por la soledad del espanto.