Read Libro de maravillas para niñas y niños Online
Authors: Nathaniel Hawthorne
Tags: #Cuento, Infantil y juvenil
Con las palabras y el tono del extraño, el humor de Perseo cambió por completo. Decidió contarle a Azogue todos sus problemas, ya que su situación no podía empeorar mucho y acaso el nuevo amigo le diera algún consejo útil. Así que en pocas palabras le contó de qué se trataba exactamente: que el rey Polidectes quería la cabeza viperina de Medusa como regalo de boda para la princesa Hipodamía, y que él se había comprometido a conseguírsela pero tenía miedo de convertirse en piedra.
—Eso sería una auténtica pena —dijo Azogue con una sonrisa pícara—. Cierto que serías una estatua muy bella y tardarías unos cuantos siglos en desintegrarte; pero, por lo general, más vale ser joven unos pocos años que estatua de piedra durante muchos.
—¡Mucho más! —exclamó Perseo otra vez al borde de las lágrimas—. ¿Y que haría mi querida madre si su hijo adorado se convirtiera en un trozo de piedra?
—Bueno, bueno, esperemos que las cosas no salgan tan mal —dijo Azogue en tono alentador—. Si hay alguien que pueda ayudarte es un servidor. Mi hermana y yo haremos todo lo que este en nuestra mano para que salgas sano y salvo de este trance, por penoso que parezca ahora.
—¿Tu hermana? —preguntó Perseo.
—Sí, mi hermana —replicó el extraño—. Te prometo que es muy lista; y en cuanto a mí, siempre estoy alerta. Si eres audaz y prudente y sigues nuestro consejo, no hay por qué temer que te vuelvas estatua en mucho tiempo. Pero lo primero que debes hacer es lustrar el escudo hasta que puedas verte en él tan claramente como en un espejo.
A Perseo le pareció una forma rara de empezar la aventura porque, a su parecer, que el escudo mostrara nítidamente su reflejo no era tan decisivo como que fuera lo bastante fuerte para defenderlo de las garras metálicas de la Gorgona. Sin embargo, concluyó que Azogue sabía más que él, y se puso enseguida manos a la obra frotando con tal empeño y diligencia que muy pronto el escudo brillaba como la luna en tiempo de cosecha. Azogue lo miró sonriendo y aprobó con la cabeza. Luego, desenvainando su espada corta y curvada, se la ciñó a Perseo en lugar de la que llevaba.
—Únicamente mi espada puede ayudarte a conseguir tu propósito —observó—. La hoja es de un temple tan excelente que cortará hierro y bronce como si fueran ramitas. Y ahora pongámonos en marcha. Lo siguiente es encontrar a las tres Grayas, que nos dirán dónde encontrar alas Ninfas.
—¡Las Grayas! —exclamó Perseo, a quien esto le sonaba como un nuevo escollo—. Dime por favor quiénes son esas mujeres. Nunca las he oído nombrar.
—Son unas ancianas sumamente raras —dijo Azogue riendo—. Comparten un solo ojo y un solo diente. Además, hay que sorprenderlas a la luz de las estrellas o en la penumbra del atardecer, porque nunca se muestran bajo el sol ni la luna.
—Pero ¿por qué perder el tiempo con las Grayas? —preguntó Perseo—. ¿No sería mejor partir de una vez en busca de las terribles Gorgonas?
—No, no —respondió su amigo—. Para llegar a las Gorgonas, antes hay que hacer otras cosas. No hay más remedio que buscar a estas señoras; puedes estar seguro de que, cuando las veamos, las Gorgonas no andarán muy lejos. ¡Venga, en marcha!
Llegado a este punto, a Perseo le inspiraba tanta confianza la sagacidad de su compañero que, sin poner más objeciones, se declaró listo para empezar la andanza de inmediato. Así que partieron a paso harto vivo; tan vivo, por cierto, que a Perseo le costaba seguir el ritmo de su ágil compañero. A decir verdad, tuvo la extraña impresión de que Azogue iba provisto de un par de zapatos con alas, lo que desde luego era una ayuda maravillosa. Y además, mirándolo de reojo, creyó verle unas alas a los lados de la cabeza, aunque cuando lo observaba detenidamente no veía nada parecido a unas alas, sino tan sólo aquel extraño casco que llevaba. Pero, en todo caso, la sinuosa vara de Azogue era muy práctica y le permitía avanzar tan rápido que Perseo, a pesar de que era un joven notablemente vigoroso, empezó a perder el aliento.
—¡Toma! —gritó al fin Azogue, pues, como era astuto, sabía a muy bien cuánto le costaba a Perseo seguirle el paso—, lleva tú la vara, que la necesitas más. ¿No tenéis mejores caminantes en la isla de Serifos?
—Yo caminaría muy bien —dijo Perseo, mirando de reojo los pies de su compañero—si llevara zapatos con alas.
—Habrá que ver si te encontramos un par —contestó Azogue.
Pero el caduceo dio tal brío a Perseo que no volvió a sentir el menor cansancio. De hecho, al sujetarlo, sentía que estaba vivo y que parte de esa vida se la daba a él. De modo que ahora avanzaban los dos con soltura, conversando animadamente; y Azogue le contó tantas historias maravillosas sobre sus aventuras pasadas, y sobre lo útil que le había resultado su ingenio en varias ocasiones, que Perseo empezó a considerarlo una persona magnífica. Evidentemente, conocía el mundo; y nadie encanta más a un joven que un amigo que tenga mundo. E1 entusiasmo de Perseo se redoblaba con la esperanza de que oír esas cosas aguzara su propio ingenio.
A1 fin recordó que Azogue había mencionado a una hermana que iba a ayudarlos en la andanza.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Falta mucho para que la conozca?
—Todo a su tiempo —dijo el compañero—. Aunque debo advertirte que mi hermana tiene un carácter muy diferente del mío. Es grave y prudente, rara vez sonríe y tiene la costumbre de no soltar una palabra si no tiene algo profundo que decir. Y sólo escucha las conversaciones más inteligentes.
—¡Vaya! —exclamó Perseo—. No me atreveré a decir palabra.
—Te aseguro que es muy brillante —continuó Azogue—. Domina todas las artes y las ciencias. En resumen, su saber es tan inmenso que muchos la llaman la sabiduría en persona. Pero, si quieres que te sea franco, para mi gusto le falta vivacidad; y creo que como compañera de viaje no te resultaría ni con mucho tan agradable como yo. De todos modos tiene sus cualidades, y verás sus ventajas cuando te enfrentes con las Gorgonas.
Para entonces avanzaba el anochecer. Llegaron a un lugar salvaje y desierto, lleno de tupidos arbustos, silencioso y solitario como si nunca nadie lo hubiera habitado ni atravesado. Todo estaba baldío y desolado en el crepúsculo gris, que a cada momento se volvía más oscuro. Algo angustiado, Perseo miró en derredor y preguntó si aún tendrían que andar mucho.
—¡Shh! —susurró su compañero—. No hagas ruido. Son exactamente la hora y el lugar para encontrar a las Grayas. Debes cuidar de que no te vean antes de verlas tú, pues aunque tienen un solo ojo para las tres, es agudo como una docena de ojos corrientes.
—Pero ¿qué hago cuando las veamos?
Azogue le explicó cómo se las arreglaban las Grayas con su único ojo. Al parecer, tenían la costumbre de pasárselo de una a otra como un par de gafas o, más apropiadamente, como un monóculo. Cuando una de las tres había usado el ojo un rato, se lo quitaba de la cuenca y se lo pasaba a la hermana a quien le tocara a continuación, que se lo encasquetaba inmediatamente para echar un vistazo al mundo visible. Por lo tanto, se entenderá perfectamente que en cada momento sólo una de las tres Grayas veía, mientras las otras estaban en total oscuridad; y que además, en el instante en que el ojo pasaba de mano en mano, ninguna de las tres pobres ancianas veía tres en un burro. He oído cosas muy extrañas y de no pocas he sido testigo en su día, pero creo que no hay rareza comparable a la de las Grayas, las tres hermanas que comparten un solo ojo.
Lo mismo pensó Perseo, y quedó tan estupefacto que se le pasó por la cabeza que su compañero bromeaba y que aquellas tres viejas mujeres no existían.
—Pronto comprobarás si te digo o no la verdad —comentó Azogue—. ¡Alerta! ¡Shh! ¡Calla, calla! ¡Ya vienen!
Perseo miró atentamente la penumbra y, efectivamente, allí, a poca distancia, divisó a las Grayas. Como había poca luz no distinguía bien su aspecto, lo único que advirtió fue que tenían largas cabelleras grises; y cuando se acercaron vio que dos de ellas tenían una sola cuenca de ojo, vacía, en medio de la frente. Pero en la frente de la tercera hermana había un ojo grande, esplendoroso y penetrante que relucía como un diamante enorme en un anillo; y parecía tan penetrante que Perseo no pudo evitar pensar que debía poseer el don de ver en la noche más tenebrosa tan nítidamente como al mediodía. Aquel ojo único fundía y aunaba la visión de los ojos de tres seres.
Así, las tres ancianas convivían tan cómodas, en general, como si hubieran podido ver las tres al mismo tiempo. La que diera en llevar el ojo en la frente guiaba a las otras dos de la mano, echando sin cesar penetrantes miradas a su alrededor; tanto que Perseo temió que atravesaran las densas matas detrás de las cuales se habían ocultado él y Azogue. ¡Válgame el cielo! ¡Sí que era terrible estar al alcance de una mirada tan penetrante!
Pero, antes de llegar a las matas, una de las Grayas dijo:
—¡Hermana! ¡Eh, hermana Esperpento! Ya hace rato que tienes el ojo. ¡Ahora me toca a mí!
—Déjamelo un momento más, Pesadilla —respondió Esperpento—. Me ha parecido entrever algo detrás de aquel arbusto…
—Bueno, ¿y qué? —porfió Pesadilla—. ¿Acaso no puedo ver yo tan bien como tú entre los arbustos? El ojo es tan mío como tuyo, y yo sé usarlo tan bien como tú, por no decir un poco mejor. ¡Insisto en echar un vistazo ahora mismo!
Pero aquí empezó a quejarse la tercera hermana, que se llamaba Escalofrío, diciendo que le tocaba a ella usar el ojo y que Esperpento y Pesadilla querían acapararlo. Para zanjar la disputa, la vieja dama Esperpento se quitó el ojo del ceño y lo ofreció tendiendo la mano.
—Que lo coja una de las dos —dijo—, y basta de discutir tonterías. Por mi parte, me vendrá bien un ratito de profunda oscuridad. Pero ¡cogedlo pronto o me lo vuelvo a poner!
Así que Pesadilla y Escalofrío alargaron con avidez las manos, buscando a tientas para hacerse con el ojo que les ofrecía Esperpento. Pero a ciegas no les era fácil, y Esperpento, que ahora estaba tan a oscuras como ellas, tampoco daba enseguida con sus manos. Así que (como veréis con medio ojo, mis perspicaces oyentes) las buenas ancianas estaban sumidas en una extraña confusión, pues, por mucho que el ojo reluciera como una estrella, las Grayas no veían el menor destello y, a causa de su excesiva impaciencia por ver, seguían inmersas en una profunda oscuridad.
A Azogue le hacía tanta gracia ver a Pesadilla y Escalofrío tanteando en busca del ojo, echándole la culpa a Esperpento o discutiendo entre ellas, que apenas podía contener la risa.
—¡Ésta es tu oportunidad! —le susurró a Perseo—. ¡Deprisa, deprisa! Antes de que alguna se ponga el ojo. ¡Ve y quítaselo de las manos a Esperpento!
Al instante, mientras las Grayas seguían discutiendo, Perseo salió de su escondite de un salto y se adueñó de la presa. Una vez en su mano, el ojo maravilloso, de un brillo esplendoroso, pareció mirarlo a la cara como si comprendiera e incluso como si parpadeara, en caso de haber tenido el párpado a tal efecto. Pero las Grayas no se habían percatado de nada, y como cada una de ellas suponía que alguna de sus hermanas estaba en posesión del ojo, empezaron a pelearse de nuevo. Por fin, como Perseo no quería molestar a las respetables damas más de lo necesario, creyó justo explicarles la situación.
—Mis estimadas señoras —dijo—, les ruego que no riñan, si alguien tiene la culpa soy yo. ¡Pues tengo el honor de decirles que su excelente y brillante ojo esta en mi mano!
—¡Tú tienes nuestro ojo! ¿Y quién eres tú? —chillaron las tres Grayas al unísono, despavoridas tras oír una voz extraña y descubrir que su visión se encontraba en manos de a saber quién—. Ay, hermanas, ¿qué haremos? ¿Qué haremos? ¡Las tres a oscuras! ¡Devuélvenos el ojo! ¡Devuélvenos nuestro precioso ojo solitario! ¡Si tienes dos sólo para ti! ¡Devuélvenos el ojo!
—Diles —le susurró Azogue a Perseo —que se lo devolverás en cuanto te hayan indicado dónde encontrar a aquellas Ninfas que poseen las sandalias voladoras, el zurrón mágico y el casco de hacerse invisible.
—Mis queridas, buenas y admirables damas —les dijo Perseo a las Grayas—. No hay nada que temer. En modo alguno soy un joven malvado. Os devolveré vuestro ojo, sano, salvo y con el brillo de siempre, en cuanto me digáis dónde encontrar a las Ninfas.
—¡Las Ninfas! ¡Cielos! Hermanas, ¿de qué Ninfas habla? —chilló Esperpento—. Se dice que hay muchísimas. Hay unas que cazan en los bosques, otras que viven dentro de los árboles e incluso algunas que tienen cómodos hogares en fuentes de agua. Nosotras no sabemos nada de ellas. Somos tres almas desdichadas que vagan en la penumbra y comparten un solo ojo, el ojo que tú nos has robado. Ay, buen extranjero, quienquiera que seas, ¡devuélvenoslo!
Y entretanto las Grayas estiraban las manos, tanteando las sombras, esforzándose por atrapar a Perseo. Pero él se cuidó muy bien de mantenerse fuera de su alcance.
—Respetables damas —dijo (pues su madre le había enseñado a comportarse con la mayor cortesía)—, vuestro ojo está en mi poder y os lo guardará a salvo hasta que tengáis a bien decirme dónde puedo encontrar a las Ninfas. Me refiero, por cierto, a las Ninfas que tienen el zurrón mágico, las sandalias voladoras y…, ¿qué era?… Ah, el casco de hacerse invisible.
—¡Misericordia! ¿De qué habla este mozo, hermanas? —exclamaron Esperpento, Escalofrío y Pesadilla con aparente asombro—. ¡Un par de sandalias voladoras, dice! Si fuera tan tonto como para ponérselas, pronto los talones le volarían por encima de la cabeza. ¡Y un casco de hacerse invisible! ¿Qué casco va a hacerlo invisible, como no sea tan grande que lo cubra entero? ¡Y un zurrón encantado! Me pregunto que artilugio será. ¡No, no, querido forastero! No sabemos nada de esas maravillas. Tú tienes dos ojos para ti solo y nosotras uno para las tres. Te las arreglarás mejor que tres ciegas para encontrar lo que buscas.