Libro de maravillas para niñas y niños (4 page)

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Authors: Nathaniel Hawthorne

Tags: #Cuento, Infantil y juvenil

BOOK: Libro de maravillas para niñas y niños
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Oyéndolas hablar así, Perseo empezó a pensar que realmente las Grayas no sabían nada del asunto, y apenado por haberlas puesto en semejante apuro, se dispuso a devolverles el ojo y disculparse por habérselo arrebatado bruscamente. Pero Azogue le detuvo la mano.

—¡No te dejes embaucar! —dijo—. Estas tres son las únicas personas en el mundo que pueden decirte dónde encontrar a las Ninfas, y sin esa información nunca podrás cortarle la cabeza a Medusa, la de la cabellera de serpientes. ¡Tú no sueltes el ojo y todo irá bien!

Como se vio inmediatamente, Azogue tenía razón. Hay pocas cosas que la gente aprecie tanto como la vista, y las Grayas apreciaban su único ojo como si fueran seis, que eran los que habrían debido tener. A1 comprender que no había otro medio para recobrarlo, al fin le dieron a Perseo el dato que necesitaba. En cuanto lo hubieron hecho, con el máximo respeto, el se apresuró a encajar el ojo en una de las frentes, les agradeció la gentileza y se despidió. No se había alejado mucho, sin embargo, cuando las oyó enzarzarse en una nueva disputa, porque le había puesto el ojo a Esperpento, que acababa de agotar su turno cuando él se les había acercado.

Es muy posible que lamentablemente las Grayas tuvieran la costumbre arraigada de perturbar su armonía mutua con este tipo de altercados, algo más lamentable por cuanto en la práctica no podían arreglarse una sin las otras y era evidente que estaban destinadas a ser compañeras inseparables. Por regla general, yo aconsejaría a todos los que tengan que compartir un solo ojo, sean hermanas o hermanos, jóvenes o viejos, que cultiven la tolerancia y esperen con paciencia su turno para ver.

Entretanto, Azogue y Perseo avanzaban raudamente en busca de las Ninfas. Las ancianas les habían dado indicaciones tan exactas que no les faltaba mucho para encontrarlas. Resultaron ser muy diferentes de Pesadilla, Escalofrío y Esperpento, pues no eran viejas sino jovencísimas y bellas, y en vez de tener un solo ojo para toda la hermandad, cada una de las hermanas tenía dos de un brillo extraordinario, con los cuales miraban a Perseo muy amablemente. Al parecer conocían a Azogue, y, cuando él les contó cuál era la misión que le habían encomendado a Perseo, no pusieron reparos en proporcionarle los valiosos objetos que se hallaban bajo su custodia. Primero sacaron lo que parecía una bolsita de piel de ciervo, curiosamente bordada, y le advirtieron que no la perdiera. Era el zurrón mágico. Acto Seguido le ofrecieron un par de zapatos, o zapatillas, o sandalias, cada una de las cuales llevaba unas preciosas alas en el talón.

—Cálzatelas, Perseo —dijo Azogue—. Durante el resto del viaje sentirás los talones tan ligeros como quieras.

Así que Perseo procedió a ponerse una de las sandalias mientras dejaba la otra a su lado, pero inesperadamente esta sandalia desplegó las alas, empezó a revolotear despegándose del suelo y se habría alejado volando si Azogue no hubiera saltado y hubiera conseguido, por suerte, cazarla al vuelo.

—Ten más cuidado —dijo devolviéndosela—. Menudo susto se llevarían los pájaros si vieran una sandalia volando entre ellos.

Cuando se hubo calzado ambas sandalias, Perseo se sintió demasiado ligero para poner los pies en el suelo. Y en cuanto dio un par de pasos, ¡quién lo iba a decir! , salió propulsado hacia arriba, tan por encima de las cabezas de Azogue y las Ninfas que le costó descender. Las sandalias aladas y otros artilugios voladores de este tipo suelen ser difíciles de manejar hasta que uno se acostumbra un poco. Azogue se rió de la actividad involuntaria del compañero y le dijo que en vez de apresurarse tanto esperase a recibir el casco para volverse invisible.

Las bondadosas Ninfas tenían el casco, con su oscuro penacho de plumas ondulantes, listo para ponérselo en la cabeza. Y he aquí que ocurrió algo más maravilloso que cualquiera de las cosas que os he contado hasta ahora. Un instante antes de que le pusieran el casco, allí estaba Perseo, apuesto muchacho de rizos dorados y mejillas rozagantes, con su espada curva en el flanco y el lustroso escudo en la mano: era una figura que parecía hecha de valentía, nervio y luz gloriosa. Pero tan pronto como el casco le cubrió la frente, ¡no quedó el menor rastro visible de Perseo! ¡Sólo aire! ¡Hasta el casco que lo volvía invisible se había desvanecido!

—Perseo, ¿dónde estás? —preguntó Azogue.

—¡Pues aquí, claro! —contestó Perseo con gran calma, aunque su voz parecía surgir de la atmósfera transparente—. No me he movido de mi sitio. ¿No me ves?

—¡Claro que no! —­respondió el amigo—. Estás oculto bajo el casco. Pero si yo no te veo, tampoco te verán las Gorgonas. Sígueme, pues, que probaremos tu destreza con las sandalias voladoras.

Mientras decía esto, Azogue abrió las alas de su casco, como si la cabeza fuese a separarse de los hombros, pero fue todo el cuerpo el que se elevó levemente, y Perseo lo siguió. Cuando habían ascendido algunas decenas de varas, el joven empezó a sentir cuán delicioso era volar como un pájaro, tan por encima de la tierra gris.

Ya era noche cerrada. Perseo alzó la vista y vio la luna, redonda, brillante y plateada, y pensó que lo que más deseaba era pasar la vida planeando allí arriba. Luego miró de nuevo hacia abajo y vio la tierra, sus mares y lagos, los plateados cursos de los ríos, los picos nevados, la inmensidad de los campos, los tupidos bosques oscuros y las ciudades de mármol blanco: a la luz de la luna, el panorama era lo más hermoso que la luna y las estrellas pudieran alumbrar. Y, entre otras cosas, vio la isla de Serifos, donde se hallaba su querida madre. A veces él y Azogue se acercaban a una nube que, aunque a lo lejos parecía hecha de algodón plateado, cuando se sumergían en ella los helaba y empapaba de rocío. Pero volaban tan veloces que en un instante salían de nuevo al claro de luna. En un momento dado, un águila de las alturas estuvo a punto de chocar con el invisible Perseo. Pero lo más espectacular era ver los meteoritos, que fulguraban de pronto en el cielo como si alguien hubiera encendido una hoguera y hacían palidecer la luz de la luna muchas leguas alrededor.

Avanzaban los dos volando cuando a Perseo le pareció oír muy cerca el frufrú de un vestido: lo oía en el lado opuesto al de Azogue, aunque sólo lo veía a él.

—¿De quién es ese vestido que oigo susurrar en la brisa?

—Ah, de mi hermana —respondió Azogue—. Ya te dije que iba a acompañarnos. Y sin ella no podríamos hacer nada. No tienes idea de lo lista que es. ¡Y qué ojos tiene!

Mira, en este momento puede verte como si no llevaras el casco y me atrevo a decir que será la primera en divisar a las Gorgonas.

En este punto del veloz viaje aéreo ya veían el mar ante ellos y empezaban a sobrevolarlo raudamente. Muy a lo lejos las olas se agitaban tumultuosamente en alta mar, o se deslizaban sobre las largas playas dibujando una línea de espuma blanca, o se pulverizaban contra los peñascos con un bramido atronador para el mundo de abajo, aunque a Perseo le llegaba como la voz de un niño adormilado. Y entonces, muy cerca de él, oyó una voz. Parecía una voz de mujer y, si bien melodiosa, no era exactamente lo que se dice dulce, sino más bien grave y sosegada.

—Perseo —dijo—. Allí están las Gorgonas.

—¿Dónde? —exclamó Perseo—. No las veo.

—En la costa de esa isla que tienes debajo —replicó la voz—. Si dejaras caer un guijarro, daría en medio de ellas.

—Te he dicho que mi hermana las vería antes que nadie —dijo Azogue—. ¡Y allí están!

Justo debajo de ellos, a ochenta o cien varas, Perseo vio un islotes el mar rompía en espuma blanca contra la costa rocosa, salvo en un lugar donde había una playa de nívea arena. Bajó hacia allí y, mirando atentamente un montón, una especie de piña, resplandeciente, al pie de un precipicio de rocas negras, descubrió a las terribles Gorgonas. Dormían profundamente, arrulladas por el rugido del mar, pues sólo un tumulto, ensordecedor para cualquiera, habría podido adormecer a aquellas criaturas. La luz de la luna centelleaba en las escamas de acero y en las alas doradas, que descansaban ociosamente en la arena. Las garras metálicas, a la vista y horribles, se aferraban a trozos de roca que el mar batía, mientras las durmientes soñaban con despedazar a algún pobre mortal. Las serpientes que tenían por cabellera también estaban durmiendo, aunque de vez en cuando alguna Se retorcía, levantaba la cabeza y, tras sacar la lengua bífida emitiendo un silbido soñoliento, volvía a confundirse con sus hermanas.

A lo que más se parecían las Gorgonas era a una suerte de insectos horrorosos y gigantescos: inmensos escarabajos con alas de oro, libélulas o algo por el estilo, a la vez feo y hermoso, aunque un millón de veces más grande. Y, además de todo esto, también había en ellas algo de humano. Por suerte para Perseo, la postura en que yacían ocultaba completamente sus caras, porque, de haberlas mirado un instante, habría caído pesadamente a tierra convertido en impasible estatua de piedra.

—¡Ahora! —susurró Azogue—. ¡Ahí tienes la oportunidad de lograr tu hazaña! Date prisa, ¡que si alguna de las Gorgonas se despierta estás perdido!

—¿A cuál ataco? —preguntó Perseo, descendiendo un poco más mientras desenvainaba la espada—. Son todas iguales. Las tres tienen cabellera de serpientes. ¿Cuál es Medusa?

Se sobrentiende que Medusa era la única de los tres monstruos que Perseo habría podido decapitar. En cuanto a las otras dos, aunque hubiera tenido la espada más afilada jamás forjada, y aunque las hubiera rebanado a las dos a la vez, no les habría hecho el menor daño.

—Ten cuidado —dijo la voz serena que le había hablado antes—. Una de las Gorgonas se está agitando en sueños y en un instante se dará la vuelta. Ésa es Medusa. ¡No vayas a mirarla, que te convertiría en piedra! Mira el reflejo del rostro y del cuerpo en el espejo de tu escudo brillante.

Ahora entendía Perseo por que Azogue lo había exhortado tan fogosamente a lustrar el escudo. En su superficie podía mirar sin peligro el rostro de la Gorgona. Y allí estaba aquel semblante espantoso reflejado en el metal reluciente, a la luz de la luna, exhibiendo todo su horror. Las serpientes se retorcían sin cesar sobre la frente, pues su naturaleza venenosa les impedía siquiera dormir. Pero, si bien era el rostro más feroz y detestable que se haya visto o imaginado, había en él una especie de belleza extraña, temible y salvaje. Los ojos estaban cerrados y la Gorgona aún dormía profundamente, pero una inquietud le contraía las facciones, como si la alterase un sueño desagradable. Los colmillos blancos lanzaban dentelladas y las garras de bronce se clavaban en la arena.

Como si también compartieran el sueño de Medusa, las serpientes se agitaban cada vez más. Se entrelazaban en nudos tumultuosos, se retorcían violentamente y de pronto se alzaba un centenar de silbantes cabezas con los ojos cerrados.

—¡Ahora, ahora! —susurró Azogue, que se estaba impacientando—. ¡Lánzate contra el monstruo!

—Pero con calma —dijo junto al joven la grave voz melodiosa—. Desciende mirando el escudo y procura acertar al primer golpe.

Perseo empezó a bajar con cautela, con los ojos siempre fijos en el reflejo de Medusa en el escudo. Cuanto más se acercaba, más terrible se volvían el rostro serpentino y el cuerpo metálico del monstruo. Cuando al fin se encontró suspendido a un metro de distancia, alzó la espada, en el mismo instante en que cada serpiente de la cabeza se erguía amenazante y Medusa despegaba los párpados. Pero el monstruo despertó tarde: la espada era afilada, el golpe fue veloz como un relámpago y la cabeza de Medusa cayó del cuerpo!

—¡Magnífico! —exclamó Azogue—. Deprisa, pon la cabeza en el zurrón mágico.

Para estupefacción de Perseo, la pequeña bolsa bordada que llevaba colgada del cuello, y que hasta entonces tenía el tamaño de un monedero, se amplió de golpe lo bastante para contener la cabeza de Medusa. Rápido como el pensamiento, Perseo la recogió y la metió en el zurrón, con las serpientes retorciéndose todavía.

—Misión cumplida —dijo la voz serena—. Ahora levanta el vuelo, pues las otras Gorgonas harán todo lo posible por vengar la muerte de Medusa.

Había que huir, desde luego; porque la hazaña de Perseo no había sido tan sigilosa como para que el choque de la espada, los silbidos de las serpientes y el sordo ruido de la cabeza al caer en la arena lamida por el mar no despertaran a los otros dos monstruos. Por un instante se mantuvieron allí, frotándose los ojos soñolientos con las garras de bronce, mientras las serpientes de las cabezas se encabritaban con sorpresa y malicia venenosa contra no sabían qué. Pero cuando vieron el escamoso cadáver de Medusa decapitado, y las doradas alas crispadas y a medio extender en la arena, fue un auténtico espanto oír los gemidos y los aullidos que lanzaban. ¡Y las serpientes! Dejaron escapar cien silbidos a la vez, y las de Medusa les respondieron desde el zurrón mágico.

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