Read Libro de maravillas para niñas y niños Online
Authors: Nathaniel Hawthorne
Tags: #Cuento, Infantil y juvenil
Tan pronto como se hubieron despertado del todo, las Gorgonas se irguieron blandiendo las garras metálicas, lanzando dentelladas feroces y batiendo las enormes alas con tal violencia que algunas plumas doradas se desprendieron y acabaron cayendo en la orilla. Y acaso hoy todavía sigan allí las mismas plumas. Pero, como os decía, las Gorgonas se incorporaron mirando ferozmente a su alrededor, con la esperanza de convertir a alguien en estatua. ¿De haberlas mirado Perseo a la cara, o de haber caído en sus garras, su pobre madre nunca habría vuelto a besar al muchacho! Pero él se cuidó muy bien de mirar hacia otro lado y, como el casco lo hacía invisible, las Gorgonas no supieron por dónde seguirlo; tampoco olvidó servirse de las sandalias aladas para elevarse unas mil varas hacia arriba. A esa altura, cuando los rugidos de las abominables criaturas sólo se oían débilmente, puso rumbo directo a la isla de Serifos para llevarle la cabeza de Medusa al rey Polidectes.
No puedo contaros ahora varias peripecias maravillosas de Perseo en el viaje de regreso a casa, como cuando mató a un odioso monstruo marino que estaba a punto de devorar a una hermosa doncella; ni cómo transformó a un gigante inmenso en montaña de piedra con sólo mostrarle la cabeza de la Gorgona. Si dudáis de esta historia, un día de éstos haced un viajecito a África y veréis la montaña misma, que aún es conocida por el nombre de aquel gigante.
Por fin nuestro valiente Perseo llegó a la isla, donde esperaba ver a su querida madre. Pero, mientras él estaba ausente, el malvado rey había tratado a Dánae tan mal que ella se había visto obligada a huir y se había refugiado en un templo, donde unos viejos sacerdotes la trataban con muchísima amabilidad. Al parecer, estos loables ancianos y el caritativo pescador que había acogido a Dánae y al pequeño Perseo al encontrarlos flotando en el arcón eran los únicos de la isla que se esforzaban en actuar bien. Todos los demás habitantes, incluido el rey Polidectes, eran sumamente desconsiderados y no merecían mejor suerte que la que les aguardaba.
Como no encontró a su madre en casa, Perseo fue derecho al palacio, donde lo condujeron de inmediato ante la presencia del rey. A Polidectes no le alegró en absoluto verlo, pues, como era malvado, en su fuero interno estaba casi seguro de que las Gorgonas habrían hecho trizas al pobre muchacho y se lo habrían zampado. Pese a todo, al verlo regresar sano y salvo puso tan buena cara como pudo y le preguntó cómo le había ido.
—¿Has cumplido la promesa? —dijo—. ¿Me traes la cabeza de Medusa, la de la cabellera de serpientes? Si no la traes, jovencito, lo pagarás caro; porque tengo que hacerle un regalo de boda a la bella princesa Hipodamía, y ése es el único que puede deslumbrarla realmente.
—Sí, majestad, para servirle —respondió Perseo tranquilamente, como si no hubiera llevado a cabo una hazaña portentosa para un joven—, ¡Os traigo la cabeza de la Gorgona con serpientes y todo!
—¡De veras! Déjame verla, por favor —dijo el rey Polidectes—. Si lo que cuentan los viajeros es cierto, debe de ser un espectáculo muy curioso.
—Vuestra majestad está en lo cierto —replicó Perseo—. Realmente es un objeto que cautivara las miradas de quienes pongan los ojos en él. Y, si vuestra majestad lo cree apropiado, sugiero que se proclame día de fiesta y se convoque a todos los súbditos del reino a contemplar tan espléndida rareza. ¡Me figuro que pocos de ellos han visto antes una cabeza de Gorgona, y tal vez nunca vuelvan a verla!
El rey sabía muy bien que sus súbditos eran una sarta de réprobos holgazanes y, como todos los vagos, muy afectos a curiosear. Así que, siguiendo el consejo del joven, envió en todas las direcciones heraldos y mensajeros a que tocaran la trompeta en las esquinas, los mercados y las encrucijadas de la ciudad, y convocaran a todo el mundo a la corte. Tras lo cual acudió una gran multitud de haraganes inútiles, a todos los cuales, por pura maldad, les habría alegrado que Perseo hubiese tenido un accidente al toparse con las Gorgonas. Si en la isla había personas mejores (y espero que así fuera, aunque el cuento no las mencione), se quedaron tranquilamente en sus casas, ocupándose de sus asuntos y cuidando a los hijos. En cualquier caso, la mayoría corrió al palacio y se afanó, empujó y propinó codazos, puesto que estaban ansiosos por acercarse al balcón donde Perseo se encontraba, sujetando el zurrón bordado en la mano.
En el balcón, sobre una plataforma, a plena vista, se encontraba en su trono el rey Polidectes, en medio de sus pérfidos consejeros, mientras los cortesanos aduladores se disponían en semicírculo alrededor de él. Todos —monarca, consejeros, cortesanos y súbditos —miraban expectantes a Perseo.
—¡La cabeza! ¡Muéstranos la cabeza! —clamaba el pueblo, y en el clamor había tanta ferocidad como si estuvieran dispuestos a despedazar a Perseo en caso de que no los complaciera—. ¡Muéstranos la cabeza de Medusa, la de la cabellera de serpientes!
Al joven Perseo lo embargó un sentimiento de pena y compasión.
—Rey Polidectes y multitud del pueblo —dijo alzando la voz—, ¡me cuesta mucho enseñaros la cabeza de la Gorgona!
—¡Ah, será bribón el cobarde! —gritó el pueblo, cada vez más feroz—. ¡Nos está tomando el pelo! ¡No tiene la cabeza de la Gorgona! ¡Muéstranos esa cabeza si la llevas ahí, o perderás la tuya y la usaremos para jugar a la pelota!
Los pérfidos consejeros susurraron consejos insidiosos al oído del rey, los cortesanos murmuraron, y todos estaban de acuerdo en que Perseo había faltado al respeto a su real amo y Señor. De modo que el gran rey Polidectes agitó la mano y le ordenó, con la voz firme y grave de la autoridad, que mostrara la cabeza.
—¡O me muestras la cabeza de la Gorgona o te corto la tuya!
Y Perseo suspiró.
—Ahora mismo —insistió Polidectes—, ¡o morirás!
—¡Miradla pues! —gritó Perseo con una voz como un rebato de trompeta.
Levantó entonces la cabeza, tan repentinamente que ni el malvado rey Polidectes, ni sus pérfidos consejeros, ni los feroces súbditos, nadie pudo cerrar un párpado antes de convertirse en estatuas de un monarca y su pueblo. Todos ellos quedaron petrificados para siempre en la actitud de aquel momento. Al primer atisbo de la terrible cabeza de Medusa palidecieron como el mármol. Y entonces Perseo metió la Cabeza en el zurrón y fue a decirle a su querida madre que ya no tenía por que temer al maligno rey Polidectes.
EN EL PORCHE
DE TANGLEWOOD
DESPUÉS DEL CUENTO
—¿No es una historia magnífica?—preguntó Eustace.
—¡Y tanto que sí! —dijo Alfalfa aplaudiendo—. ¡Y qué raras esas ancianas con un solo ojo para todas! Nunca había oído algo así.
—Pero el único diente que se iban pasando —observó Prímula —no tiene nada de maravilloso. Supongo que era un diente postizo. ¿Y qué es eso de transformar a Mercurio en Azogue y hablar de su hermana? ¡Mira que eres ridículo!
—¿Acaso no era la hermana? —preguntó Eustace Bright—. ¡De haberlo pensado antes, la habría descrito como una doncella con una lechuza por mascota!
—Bueno, sea como sea —dijo Prímula—, parece que tu historia ha disipado la niebla.
Era cierto: a medida que avanzaba el relato, la bruma había desaparecido totalmente. De pronto aparecía un paisaje, y el espectador podía tener la impresión de que había sido creado desde la última vez que había mirado en aquella dirección. Aproximadamente a un kilómetro de distancia, en el valle que se abría a la falda de las montañas, se divisaba un bello lago con el reflejo perfecto de sus orillas boscosas y las más distantes cumbres de las colinas. Refulgía en una serenidad cristalina, sin la menor traza de ligera brisa en su seno. Allende la margen lejana del lago, se veía el monte Monument, que parecía descansar echado a lo largo de casi todo el valle. Eustace Bright lo comparó con una inmensa esfinge sin cabeza envuelta en un chal persa, y efectivamente el follaje otoñal de los bosques era tan exuberante y diverso que el símil del chal no exageraba en modo alguno la realidad, en la llanura, entre Tanglewood y el lago, los grupos de árboles y las lindes del bosque eran en su mayor parte doradas o de un castaño oscuro, como si las heladas las hubieran castigado más que a la vegetación de las laderas.
Un sol amable se posaba sobre todo el paisaje y los restos de bruma le daban una suavidad y una ternura indescriptibles. ¡Ah, qué día de veranillo de San Martín se adivinaba! Los niños tomaron las cestas y se pusieron en marcha con brincos, zancadas, cabriolas y toda clase de jugueteos y retozos, mientras el primo Eustace demostraba sus habilidades superando todas sus piruetas y realizando algunas otras que ninguno de ellos podría imitar jamás. A la zaga iba un buen perro viejo llamado
Ben
. Era un cuadrúpedo respetable y de buen corazón como pocos, y probablemente consideraba que su deber era no permitir alejarse a los niños de los padres sin un guardián mejor que el cabeza hueca de Eustace Bright.
EL ARROYO
DE LA SOMBRA
INTRODUCCIÓN A
«EL TOQUE DE ORO»
A mediodía, la juvenil pandilla se reunió en una hondonada, por cuya cima corría un arroyuelo. Era un lugar angosto y los lados empinados, desde las márgenes del arroyo hacia arriba, estaban tupidos de árboles, sobre todo nogales y castaños entre los cuales crecían algunos robles y arces. En verano, la sombra de todas aquellas ramas apretadas, que se unían y se entrelazaban a lo largo del arroyuelo, era tan profunda que creaba un crepúsculo de mediodía. Por eso lo llamaban el Arroyo de la Sombra. Pero en aquel momento del año en que el otoño invadía el retirado paraje, el verdor trocaba en oro y realmente encendía la hondonada en vez de ensombrecerla. Incluso si hubiera estado nublado, habría parecido que la claridad de las hojas amarillas retenía el sol, y como ya habían caído tantas, la luz también bañaba el lecho y las orillas del río. Así pues, la umbría quebrada donde solía refrescarse el verano era ahora el lugar más Soleado que pudiera encontrarse.
En su curso por una senda de oro, el arroyuelo se detenía formando un remanso salpicado de pececillos que asomaban y se hundían; luego seguía adelante a paso más vivo, como si tuviera prisa por llegar al lago y, como no se fijaba en por dónde andaba, tropezaba con la raíz de algún árbol, que se extendía un buen trecho bajo la corriente. El lector se habría reído al oír la locuacidad con que el arroyuelo murmuraba protestando por el accidente, y aun después de haber superado el obstáculo seguía hablando consigo mismo, como si estuviera en un laberinto. Supongo que lo turbaba encontrar su oscura hondonada iluminada de aquel modo y oír el alboroto de tantos niños. Por eso se escabullía lo más rápido posible hasta esconderse en el lago.
Eustace Bright y sus amiguitos tomaron el almuerzo en la hondonada del Arroyo de la Sombra. En Tanglewood habían llenado sus cestas de delicias, que ahora esparcían sobre tocones y troncos cubiertos de musgo para darse un festín magnífico. Cuando terminaron, nadie tenía ganas de moverse.
—Descansemos aquí —dijeron varios de los niños —mientras primo Eustace nos cuenta otra de esas historias tan bonitas.
El primo Eustace tenía tanto derecho como los niños a estar cansado, porque aquella mañana memorable había realizado grandes proezas. Como varias veces lo habían visto en lo alto de la copa de un nogal e inmediatamente después se hallaba de nuevo en el suelo, Dienteleón, Trébol, Alfalfa y Begonia estaban prácticamente convencidos de que llevaba sandalias voladoras como las que las Ninfas le habían dado a Perseo. ¡Y qué chaparrón de nueces había hecho repicar en sus cabezas, para que ellos las recogieran en las cestas! En suma, había trajinado como una ardilla o un mono y al parecer ahora prefería descansar un ratito, pues se disponía a tumbarse en la hojarasca amarilla.
Pero los niños no tienen piedad ni consideración por el cansancio ajeno; basta que a uno le quede una gota de aliento, para que le pidan que lo use contándoles un cuento.
—Qué bonita la historia de la Gorgona, primo Eustace —dijo Alfalfa—. ¿No podrías contarnos otra igual de buena?
—Sí, niños —dijo Eustace, y se tapó los ojos con la visera de la gorra, como si se preparase para una siesta—. Tengo una docena de cuentos igual de buenos, e incluso mejores si me lo propongo.
—¡Prímula, Vinca! ¿Oís lo que dice? —chilló Alfalfa brincando de alegría—. ¡Primo Eustace nos contará una docena de historias mejores que la de la Gorgona!