Límite (134 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—¡Un momento! —exclamó el detective, agarrándola por el brazo—. ¿Existe un duplicado?

—Él iba a entregárselo. —La mirada de Nyela cobró una expresión suplicante—. ¡Créame, Jan no tuvo más opción que sacrificarlos a usted y a la chica! Él no era así, no era un traidor. Él siempre...

—¡Nyela! ¿Dónde está ese duplicado?

—Tuvimos que entregarle a Kenny el cristal, y luego él nos habría matado, ¿qué íbamos a hacer? Estoy segura de que Jan estuvo buscando hasta el final una vía para salvarlos a ustedes dos, quería entregarle a usted el dossier para que...

—Nyela, ¿dónde?

—Pensé que él se lo había dicho.

—¿Que me había dicho qué? —Jericho creyó enloquecer—. Nyela, maldita sea, ¿dónde tenía Jan...?

—¡Tenía, tenía! —La mujer negó enérgicamente con la cabeza al tiempo que extendía los dedos—. Está usted formulando las preguntas equivocadas. ¡Él
es
el duplicado!

Jericho la miró.

—¿Qué quiere decir con que...?

Del cuello de Nyela brotó de pronto un rojo collar de volantes. El líquido caliente salpicó a Jericho. Él se arrojó sobre el regazo de la mujer. Por encima de él, la cúpula del Nissan estalló, la gomaespuma y el granulado de relleno de los asientos volaban por todas partes. Desde su posición, trasladó el volante hacia su lado, pisó el acelerador y salió disparado. Una seca descarga en
staccato
recorrió el revestimiento de fibra de carbono. Jericho estiró la cabeza, a fin de ver aunque fuera algo por encima del salpicadero, sintió a Nyela caer pesadamente sobre su hombro y perdió el control. El coche traqueteó a lo largo de la calle, saltó al carril opuesto, pasando por entre turismos que frenaban o tocaban el claxon, y se subió a la acera. Los peatones se dispersaron en desbandada. En el último segundo, Jericho logró girar el volante hacia la izquierda para volver a su carril, aunque, en esa operación, estuvo a punto de chocar con un pequeño furgón que se apartó tambaleándose y rozando el lateral de los vehículos aparcados; luego el Nissan continuó traqueteando por encima del bordillo y se detuvo en el ramal que conducía hacia el Spree.

Allí, enorme, con su pelo blanco, vio al ángel de la muerte.

Xin disparaba mientras avanzaba. Iba directamente hacia él. Una vez más, Jericho corrigió el rumbo. El Nissan amenazó con volcarse, la cabina estaba demasiado alta, el intervalo de las ruedas era demasiado estrecho para tales maniobras. Los ojos del detective examinaron el salpicadero. Xin se había detenido con el propósito de afinar la puntería. Con una sonora explosión, Jericho vio salir despedido un pedazo del destrozado revestimiento del techo. El Nissan voló en dirección a Xin, y Jericho se preparó para el impacto.

Xin saltó hacia un lado.

Como un cochecito de bebé de enormes dimensiones fuera de control, el vehículo pasó junto a él a toda velocidad. Xin lo seguía y le disparaba. Jericho oyó un chirrido de frenos, consiguió evitar por un pelo la colisión con una limusina y pasó dando tumbos al carril contrario, lo que obligó a un motorista a hacer unas cabriolas suicidas. El coche giró y quedó atravesado en la vía. Xin salió disparado de su trayectoria, sintió que algo lo rozaba y voló por los aires para luego caer de bruces sobre el pavimento. Un coche pequeño lo había golpeado, y su conductor puso de inmediato pies en polvorosa. Otros vehículos se detuvieron y sus ocupantes empezaron a bajarse. Xin rodó sobre su espalda, moviendo los brazos y las piernas, vio al motorista abalanzarse sobre él y buscó su pistola.

—¡Dios mío! —dijo el hombre, inclinándose sobre él—. ¿Le ha pasado algo? —preguntó el motorista en inglés—. ¿Está todo bien?

Xin agarró la pistola y le puso el cañón debajo de la nariz.

—Todo va estupendamente —replicó el chino.

El motorista se puso pálido y retrocedió. Xin se incorporó rápidamente. Con pocos pasos estuvo junto a la moto aparcada, montó y aceleró en dirección al Spree, donde se detuvo con un chirrido de neumáticos y miró en todas las direcciones.

¡Allí estaba! El Nissan. Cruzó un semáforo en rojo y se alejó en dirección al sur.

Jericho miró a su alrededor y lo vio venir.

Había ido en la dirección equivocada. El Audi estaba en otra parte. Había tenido tiempo suficiente para cambiar de coche, salir de la cúpula destrozada del Nissan y del lado de la muerta, que era lanzada constantemente de un lado a otro y chocaba todo el tiempo contra él. Su mirada examinó los paneles de control en busca del mando para regular el intervalo de las ruedas. Casi todas las funciones podían activarse a través de una pantalla táctil, debía de haber un símbolo para ello, pero Jericho no conseguía concentrarse en la búsqueda. Constantemente tenía que apartarse, desviarse, frenar o acelerar.

Xin lo alcanzaba.

El detective avanzó traqueteando por el paseo adoquinado de la orilla, esquivó un camión y llegó a un bulevar de aspecto señorial, rodeado por una arquitectura de estilo imperial. Intentó recordar cómo se iba al hotel. El Nissan, elevado, pasaba de una posición inclinada a la otra, amenazaba con volcarse. Y de repente el detective vio con claridad que no tenía absolutamente ningún plan. ¡No tenía nada, nada! Avanzaba a toda velocidad en un pequeño coche que era una ruina, con una mujer muerta a su lado, recorriendo el centro de Berlín con Xin pisándole los talones, acercándose de un modo amenazante, ágil y rápido.

Delante de él, el tráfico se atascaba. Jericho cambió de carril. Otro atasco. Otro cambio de carril. Un hueco, un atasco, otro hueco, otro atasco. En ese zigzag de
pinball,
salió disparado hacia una enorme estatua ecuestre que marcaba el inicio de una mediana cubierta de árboles, una ancha avenida que dividía el tráfico que circulaba en un sentido y en el otro, giró el volante hacia la derecha, se estrelló contra el bordillo y se alzó bruscamente. De repente se vio en medio de los transeúntes, oprimió el pulpejo de la mano sobre el claxon, empezó a describir curvas, esforzándose, en medio del pánico, por no atropellar a nadie, hasta que consiguió vadear el atasco y se vio de nuevo en la vía después de una especie de eslalon gigante. La fuerza centrífuga y la escasa estabilidad se aliaron de la peor forma; fue arrastrado a través del paso de cebra en dirección a la mediana y perdió el contacto con el asfalto. Sobre dos ruedas, traqueteó en dirección a los árboles que rodeaban la franja intermedia, el peso del coche desplazándose a un lado. Sintió una sacudida. El vehículo recibió un golpe, dio un salto tremendo, la corteza se astilló levantando enormes nubes de polvo. Ante él, casi desierta, se extendía la avenida, rodeada de tilos y bancos. El tráfico a ambos lados, los coches, los autobuses y los
rikshas
tirados por bicicletas se borraban en el denso verde, en los colores, en las luces, en las impresiones de movimiento. Jericho lanzó una mirada hacia atrás.

Como una fiera, la motocicleta de Xin apareció por debajo de unas ramas que colgaban bajas y retomó la persecución.

El detective aceleró. De pronto apareció más gente. Un romántico café, a la sombra, bien integrado en la avenida. Improperios desconsolados, amenazas, rápida retirada. Un quiosco con mesas alrededor para comer de pie, jugadores de petanca. A una gran velocidad, se iba acercando al cruce, vio a través del ramaje cómo los semáforos cambiaban la luz, amarillo, rojo, evitó docenas de coches que se le venían encima, y llegó al siguiente tramo del paseo. El concierto de bocinazos que había desatado se quedó a la zaga. Jericho miró hacia atrás. Ni rastro de Xin. El detective dejó escapar un grito ronco. ¡Lo había burlado! Había perdido a Xin, al menos por el momento. Había ganado tiempo, unos segundos preciosos, cada segundo era una eternidad.

De pronto recuperó el sentido de la orientación.

Un merendero le bloqueaba el camino; a ambos lados el tráfico había aminorado. Jericho sacó el Nissan fuera de la sombra de los árboles y lo condujo de nuevo hacia la calle, y entonces la vio aparecer ante sí, la puerta, a un buen trecho de distancia todavía. No era la primera vez que lo sorprendía lo imponente que parecía en las fotos y lo pequeña que era en realidad. Los edificios de la corte Guillermina, las suntuosas construcciones y los palacios barrocos empezaban a dar paso a una arquitectura más moderna, se acababan los restaurantes y los comercios, se veía a menos transeúntes en la calle. Allí donde la avenida desembocaba en la animada Pariser Platz, con su Academia de Bellas Artes y sus embajadas francesa y estadounidense, cruzaba el llamado pasaje Norte-Sur que él esperaba poder tomar, pero...

Jericho entornó los ojos.

Algo sucedía allí. A mano izquierda acababan los árboles de la avenida, de modo que ahora podía ver el bulevar en toda su amplitud. Lleno de horror, comprendió que se estaba dirigiendo a una zona con el paso cortado. Varios sectores de la calle estaban bloqueados con vallas. Un robot de construcción de dimensiones monstruosas estiraba sus brazos de acero y depositaba en la calzada algo macizo y alargado. Por el único espejo retrovisor que quedaba, vio la moto de Xin acercarse a toda velocidad.

Jericho soltó un improperio y subió de nuevo, dando sacudidas, al paseo. Fuera lo que fuese lo que estaban construyendo allí, convertía el bulevar en un callejón sin salida. El robot agitaba en el aire un gigantesco puntal de acero y lo bajaba con intenciones de atravesarlo en medio de la acera y la calle; unos obreros hacían señas, para que se desviaran, a los vehículos que se habían extraviado por allí, sin prestar atención a las muchas señales que probablemente advertían acerca del bloqueo de la calle, señales que, por supuesto, no se veían si uno avanzaba por el paseo de la mediana. No había manera de escapar, el puntal seguía bajando, Xin se acercaba, llevaba su arma en ristre...

¿Dónde estaba el símbolo del intervalo de las ruedas?

Los primeros obreros se dieron la vuelta, lo vieron venir y se lanzaron a un lado. Unos disparos impactaron contra la parte trasera del Nissan. Si frenaba, Xin le afeitaría la cabeza; si no lo hacía, el puntal de acero se encargaría de hacer lo mismo, y dar media vuelta era ya imposible, puesto que iba muy de prisa, demasiado de prisa, y el maldito símbolo...

¡Allí estaba! ¡No era un símbolo, sino un interruptor! Un interruptor común y corriente, anticuado.

En ese instante, el Nissan extendió las ruedas y se transformó en una estructura alargada y plana. El puntal creció ante los ojos de Jericho, se volvió oscuro y amenazante, a menos de medio metro del suelo, el gris final de todas las cosas. En un ridículo reflejo, el detective alzó el brazo y se tapó la cara, mientras la cabina se hundía más y más; luego se oyó un estampido, algo que se astillaba, cuando los restos de la cúpula del Nissan fueron arrancados por el borde del puntal de acero. Jericho se hundió en su asiento. Como una platija, el vehículo salió disparado y pasó por debajo del puntal; por un instante se hizo de noche, y luego se vio otra vez el cielo azul. El cruce, un autobús, una colisión programada. Como en una película mal editada, el Nissan se encontró de repente dos metros más a la derecha, empezó a girar, se deslizó como un trineo por Pariser Platz, con ciclistas por un lado, transeúntes del otro, todas y cada una de las cosas y las personas parecían, de algún modo, huir de él. Esforzándose por recuperar el control, se dirigió directamente a la Puerta de Brandemburgo. Sobre la cuadriga se vio un girocóptero de la policía, un helicóptero ultraligero, semiabierto, desde el que le ladraba un altavoz. Su plan de pasar al otro lado atravesando las columnas dóricas fracasó ante una fila de unos bolardos de baja altura que hacían imposible el paso. Jericho frenó. El Nissan dio la vuelta de costado, resbaló sobre el asfalto, chocó contra los bolardos y se detuvo. A su lado, Nyela pareció erguirse para dar un discurso. Su cuerpo se alzó, fue lanzado hacia adelante y cayó de nuevo hacia atrás, como si la mujer hubiera cambiado de idea en el último segundo.

De un salto, Jericho salió de aquella chatarra.

El girocóptero descendió. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el detective cruzó la puerta corriendo y pasó al otro lado, donde el bulevar continuaba en forma de arteria de varias vías. A lo lejos se veía una elevada y delgada columna y, directamente delante de la puerta, la avenida se bifurcaba en tres direcciones. Sin prestar atención a semáforos y señalizaciones, Jericho corrió a lo largo de un paso de peatones. Se oyó el chirrido de unos frenos, con un estampido, alguien avanzaba por delante de él. Curioso. ¿Todavía había coches sin asistente para atascos? Un anticuado cabriolé pasó por su lado y estuvo a punto de pillarle los pies: unos improperios rebotaron contra él. Jericho retrocedió, echó a correr y consiguió llegar al lado opuesto pasando por los pelos por delante del radiador de un pesado camión; luego corrió a toda velocidad hacia un camino que se abría en medio de un bosque. Todo era verde, sombreado. Estaba en Tiergarten, el corazón verde del centro de Berlín. Arena y gravilla, caminos solitarios. Delante de él apareció la escultura de un león. Más árboles que se abrían hacia unos prados, senderos que se ramificaban en forma de estrella. En uno de ellos se adentró el detective, corrió y corrió hasta que estuvo seguro de que ya nadie lo perseguía, ni Xin ni el girocóptero. Sólo se detuvo al llegar a un pequeño lago, apoyó las manos en las rodillas y sintió las punzadas en el costado y un sabor ácido en la lengua. A duras penas, intentó tomar aliento. Jadeó, escupió, tosió. Su corazón era un animal encabritado, como si quisiera salirse de aquella estrechez.

Una señora mayor lo miró brevemente y se dedicó de nuevo a los esfuerzos de su nieto, todavía en edad preescolar, para no caerse de la bicicleta.

XIN

Finalmente había conseguido vadear el puntal de acero, pero había perdido un tiempo muy valioso. Más adelante pudo ver el Nissan que se alejaba a toda velocidad, se metió en la curva y serpenteó rodeando el autobús; apuntó. Por lo que parecía, el detective había perdido el control del coche. Eso estaba bien. Xin disparó una salva, pero en eso apareció un girocóptero encima de la Puerta de Brandemburgo. Para su sorpresa, a los policías pareció llamarles más la atención su moto que el detective, que en ese instante saltaba del coche y ponía pies en polvorosa. Los policías descendieron más y se dirigieron frontalmente hacia él; desde el aire, le llegó el sonido de unas órdenes. Rápido como el rayo, Xin evaluó la situación. El girocóptero estaba suspendido todavía a un metro por encima de la plaza. Pasar por su lado era imposible. Y si disparaba a los motores, los policías tendrían un pretexto y abrirían fuego contra él, de modo que hizo girar la máquina y enfiló a toda velocidad por la calle que cruzaba la avenida.

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