Límite (176 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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El
hopper
dio una sacudida.

Perplejo, Tim se balanceó en el vacío, incapaz de decidir si debía continuar el ascenso arrancando definitivamente el
hopper
de su enganche, o si no debería moverse, lo que podría demorar su muerte unos segundos. Un instante después apareció una figura tras la barandilla de la terraza, trepó sobre la misma y se dejó deslizar con cuidado, con ambas manos sujetas a la reja.

—Trepa por mi cuerpo —jadeó Ögi—. ¡Vamos!

Sus pies estaban ahora a la altura del casco, directamente junto a Tim, que cogió aire, extendió los brazos...

El
hopper
se soltó.

Oscilando a un lado y a otro, Tim colgaba de las botas de Ögi; luego agarró las perneras, abrazó las rodillas, trepó hacia arriba por el cuerpo del suizo como por una escala y, sobre la baranda, ayudó a su salvador a ponerse de nuevo a resguardo. Ante sus ojos, con una inclinación aproximada de cuarenta y cinco grados, ascendía el suelo de la terraza, un canalón liso.

Lo había logrado.

Pero se habían perdido los tres
grasshoppers.

—¡No! Yo volaré.

Lynn se separó del panel de control, las rodillas se le doblaron y se sujetó a Nair. Perplejo, el indio se quedó mirando el panel de monitores. Ante sus ojos estaban las terribles imágenes que la cámara del casco de Tim y las cámaras exteriores transmitían desde el lado opuesto del cuello. Se había roto la conexión de fibra óptica con el club Mama Killa, por eso oían las voces de los que estaban atrapados sólo a través del intercomunicador de los cascos.

—Ha cesado. —Winter, sin aliento—. ¿Qué hacemos ahora?

—¿Olympiada? —O'Keefe.

—Aquí. —Rogachova, agotada.

—¿Dónde?

—Detrás del bar, yo... estoy detrás del bar.

—Mein Schatz?
—Ögi, fuera de sí—. Por el amor de Dios, ¿dónde...?

—No sé. —Heidrun, entre dientes—. En alguna parte. Me he golpeado la cabeza.

—¡Salid todos! —Tim—. No podéis quedaros ahí. Probad a ver si la esclusa funciona.

Las sienes de Lynn golpeaban con ritmos hipnóticos. Volutas de nieblas de colores se juntaban en remolinos. Tener que ver cómo el cráneo de Gaia se inclinaba de pronto, de tal modo que ya el mentón casi reposaba sobre el pecho, había hecho detenerse su corazón, que ahora martilleaba con más violencia aún. Parecía como si Gaia durmiese. Ya no podía ser mucho lo que sostenía aún su cabeza sobre los hombros.

—Aquí todo está torcido —dijo O'Keefe—. Somos sacudidos como escarabajos, no sé si lograremos llegar hasta la esclusa.

«Cabeza. Cabeza. Cabeza.» ¿Durante cuánto tiempo aún se sostendría su propia cabeza sobre los hombros?, se preguntó.

—Vamos a rescataros —dijo—. Todavía nos quedan siete
grasshoppers.
Yo pilotaré.

—También yo —dijo Nair.

—Necesitamos a un tercero. ¡De prisa! Busca a Karla, de todos nosotros ella es la que se mantiene más en sus cabales.

Nair salió rápidamente. Lynn lo siguió y vació el depósito de trajes espaciales de reserva. Faltaban algunos, entre ellos el suyo. De repente cayó en la cuenta de que no todos los trajes habían sido llevados al vestíbulo. Corrió de vuelta a la central y a la escotilla cerrada en la pared posterior. Detrás había un pequeño almacén para extintores, trajes, equipos y máscaras de oxígeno. Esperó a que la puerta de acero se deslizara hacia un lado y entró, asombrada de que hubiera luz. Su mirada recayó sobre la estantería con el equipamiento, sobre las cajas apiladas, sobre las muertas caras de las máscaras de respiración ordenadas en hileras en sus estantes, sobre el muerto rostro de Sophie Thiel, que había quedado de pie recostada contra la pared, los ojos abiertos, su hermoso rostro dividido en dos por un hilo de sangre seca que brotaba de un agujero en la frente...

Lynn no se movió.

Por unos instantes permaneció allí, mirando fijamente el cadáver. Extrañamente —cosa que era de agradecer, habría que decir—, nada se agitó en ella. Nada de nada. Tal vez fuera sencillamente la demasía y la demora de su aparición, la impertinencia con que requería un poco de atención en medio de un dantesco infierno, como si no tuviesen otras preocupaciones. Después de unos segundos, Lynn ignoró a Thiel y comenzó a sacar las cajas con los biotrajes.

—Hola, Lynn.

La hija de Julian alzó la vista, irritada.

Dana Lawrence estaba en la puerta.

Heidrun y O'Keefe se movían sosteniendo a Olympiada, tirando y empujando, agarrándose con las manos a las patas de sillas y mesas para llegar hasta la esclusa de aire. Según su valoración, al hundirse la cabeza de Gaia, la rusa no se había caído detrás del bar, sino tras la cabina del DJ. Entretanto, Winter colgaba como un mono en una pértiga al lado de la esclusa de aire, y para mantenerla abierta había puesto la mano sobre el campo del sensor.

—¿Lo lograréis? ¿Debo ayudaros?

—Yo puedo subir sola —gimió Rogachova con terquedad.

—No llegarás —dijo Heidrun—. Tu pierna está herida, apenas puedes tenerte en pie.

Un problema surgido del cambio de posición espacial era la inclinación del suelo, pero la de la esclusa era un problema aún mayor. La pared frontal estaba orientada hacia la cara de cristal de Gaia y señalaba hacia abajo. No era sólo que de ese modo fuese extraordinariamente difícil llegar allí. Si no estaban alertas, allí arriba rodarían de nuevo hacia afuera con más rapidez de la que deseaban.

—Tan pronto como estéis en la terraza —dijo Tim—, debéis intentar llegar enseguida detrás del ascensor. Os servirá de sostén. Ah, y otra cosa, llevad algo largo y puntiagudo. Un cuchillo, tal vez.

—¿Para qué? —gimió O'Keefe, mientras remolcaba a Rogachova hacia la mano auxiliadora de Miranda Winter.

—Para bloquear la cabina, de manera que no baje de nuevo.

—He dicho que podría hacerlo. —Rogachova rodeó con los brazos la baranda de la cabina y, con gesto obstinado, se metió en el ascensor—. Ve a buscar tu cuchillo, Finn.

Se agarraron a la baranda y esperaron. O'Keefe desapareció por espacio de un minuto. Cuando por fin regresó junto a ellos con un picahielos, llevaba un trozo de tela drapeado sobre los hombros. Winter hizo mover los mamparos y bombear el aire.

La cabina tembló.

—Otra vez, no —gimió Rogachova.

—No tengas miedo —la calmó Winter—. enseguida pasará.

—¿Qué planes tienen? —preguntó Lawrence.

Las escotillas se habían dejado abrir por fin, y los blindajes estaban de vuelta en los intersticios ocultos. Liberada de su prisión, Lawrence había saltado desde el podio sobre los puentes hacia abajo, al vestíbulo, mientras sopesaba sus próximos pasos: interrumpir la acción de salvamento, tomar como botín el
Calisto,
largarse de allí. En el transcurso de la pasada hora y media se había visto obligada a ganarse de nuevo la confianza, mostrándose razonable ante Lynn, pero eso se había acabado. La odiada hija de Julian estaba sola en la central. No era una enemiga a quien hubiera que tomar en serio. La pérdida del arma no le facilitaba la tarea, pero haría uso de sus manos.

—Voy a pilotar —dijo Lynn, inexpresiva, volvió al almacén y arrastró hacia afuera dos grandes cajas con trajes espaciales. Lawrence ladeó la cabeza. ¿No habría visto a Thiel? Qué locura, tenía que haber visto a la alemana, pero ¿por qué parecía tan poco impresionada? Aquella visión debería haberla sacado de quicio, pero Lynn mostraba en ese momento tal indiferencia, que parecía dirigida por control remoto. Con la mirada vacía, se alisó la chaqueta y comenzó a desabotonarse la blusa.

—Vamos, Dana, coja usted también un traje.

—¿Para qué?

—Usted pilotará uno de los
hoppers.
Cuantos más seamos, más de prisa... —De pronto se detuvo y fijó sus ojos enrojecidos en Lawrence—. Dígame, ¿no está usted familiarizada incluso con el
Calisto?

Lawrence se acercó despacio, doblando y extendiendo las mortíferas herramientas de su propio cuerpo.

—Sí —dijo, estirándose.

—Bien. Entonces lo haremos de otra manera. Nada de
hoppers.

Por los altavoces llegaba una conversación confusa, frases proferidas de prisa. Silenciosa, Lawrence dio la vuelta a la consola.

—¡Eh, Dana! —Lynn frunció las cejas—. ¿Entiende lo que le digo?

La otra se movió más de prisa. Lynn echó la cabeza hacia atrás, la observó con los ojos entornados y retrocedió un paso. Su mirada se avivó. Un destello apenas perceptible denotaba desconfianza.

—Pilotará usted el
Calisto,
¿lo oye?

«Claro —pensó Lawrence—, lo haré, pero sin ti.»

—¡No, de ningún modo!

Como tocada por un rayo, se detuvo y se volvió. Hedegaard entraba en la central en compañía de Karla Kramp. Vestía su traje espacial, llevaba su casco bajo el brazo y daba la impresión de estar muy compungida.

—Lo siento, Lynn, señorita Lawrence... Lo siento infinitamente, yo no estaba en mi puesto. Me quedé dormida en el área de descanso. Karla pasó tres veces de largo junto a mí, pero después me encontró y me lo ha contado todo. Por supuesto, yo pilotaré el transbordador.

Lawrence se obligó a sonreír. Se sentía capaz de acabar con Lynn y Kramp, pero Nina Hedegaard estaba bien entrenada y reaccionaba con rapidez. En el mismo instante irrumpió en la sala Mukesh Nair, bañado en sudor, y reventó la pompa de jabón de la rápida huida.

—Karla —exclamó él, aliviado—. Estás ahí. ¡Oh, Nina! señorita Lawrence, gracias al cielo.

—Nuestro proceder ha variado —dijo Lynn—. Nina pilotará el transbordador. —Fue hasta la consola y dijo a través del micrófono—: Sushma, Eva, volved a la central. ¡Inmediatamente!

Lawrence cruzó los brazos a la espalda. Hedegaard era, con diferencia, la mejor piloto. Cualquier objeción carecía de sentido.

—Su conducta deja mucho que desear —dijo, estricta.

—¡Lo siento, de verdad! —Hedegaard hundió la cabeza entre los hombros—. Recogeré a los de allá arriba.

—Iré con usted. Necesitará ayuda.

Sin esperar respuesta, Lawrence atravesó la central, entró en el pequeño almacén del fondo, donde estaba el cadáver de Thiel, y retrocedió de golpe. Fingiendo síntomas de ira y horror, fue hacia Lynn.

—¡Maldición! ¿Por qué no me ha dicho usted nada sobre eso?

—Porque no es importante —repuso Lynn sin inmutarse.

—¿No es importante? ¿Que eso no es importante? Dígame, ¿de veras está usted completamente lo...?

De un par de zancadas, Lynn se adelantó, cogió a Lawrence por el cuello y la lanzó contra el marco de la puerta, contra el que su cabeza golpeó en un doloroso choque.

—Atrévase —siseó.

—Definitivamente está usted loca.

—Atrévase a llamarme loca una vez más y obtendrá una impresión palpable de lo que es la locura.

»¡Mukesh, ponte el traje, la caja con el emblema XL! ¡Karla, caja S!

Lawrence la miró fijamente, con odio. Todo su cuerpo temblaba. Podría haber matado a la hija de Julian con un par de movimientos precisos de sus manos en ese mismo instante. Sin dejar de mirarla, puso un dedo tras otro en torno a la muñeca de Lynn y la apartó de su garganta de una vez.

—Lynn —susurró—. Delante de nuestros invitados, no. ¿Qué idea se llevarían?

Tras la última cabezada de Gaia, la esclusa sobresalía tan oblicuamente de la terraza mirador que apuntaba como un cañón a la lejana Tierra. Se sostenían de la barandilla y también unos a otros, mientras los mamparos de la cabina se deslizaban hacia un lado.

—Bueno, felicidades —dijo Winter.

La vista desde la terraza no podía ser más aterradora. El mundo tenía una inclinación de cuarenta y cinco grados, parecía que millones de toneladas de escombros querían caer sobre ellos desde el otro lado de la garganta. Donde concluía la terraza, Tim y Ögi se acuclillaban junto a la baranda para darse apoyo el uno al otro y evitar la caída al abismo si cualquiera de ellos perdía el equilibrio. Winter tanteó en busca del marco de la esclusa que estaba abierta, lo agarró y salió al exterior. Las botas de su biotraje estaban provistas de grandes ranuras, para que no resbalase. Sus dedos hallaron sostén en una estría. Con las piernas abiertas, desenrollada la banda de tela, algunos manteles del Selene anudados entre sí y atados en torno a sus caderas, trabajaba sobre la superficie inclinada hacia arriba. Brillante ocurrencia de O'Keefe, aquel cabo improvisado que, en su otro extremo, estaba asegurado al blindaje del pecho de Rogachova.

—De acuerdo. Déjala venir.

Heidrun remolcó a la rusa desde la esclusa, esperó a que ésta se agarrara bien al marco y la soltó. A Rogachova se le doblaron las piernas enseguida y resbaló hacia abajo por la pendiente pero, en vez de caer, quedó colgando del cordón umbilical de Winter, quien siguió trepando a lo largo del boquete de la cabina hasta que pudo llegar atrás. Con los pies apoyados contra la pared del boquete, izó a Rogachova, desanudó el mantel y lo dejó caer. Heidrun se apresuró a subir, seguida por O'Keefe, que clavó el picahielos en la puerta de la esclusa, de modo que ésta no pudiera cerrarse más y el boquete no pudiera descender.

—¿Todo bien por ahí? —gritó Ögi.

—¡De maravilla! —dijo Heidrun.

—Bien. Subiremos hacia dónde estáis.

Por la barandilla era relativamente fácil llegar afuera, pero desde allí había un buen tramo hasta la esclusa. Winter les lanzó la cuerda. Después de intentarlo un par de veces, Tim logró agarrarla, la amarró a los puntales de la reja y se colgaron de ella. El espacio detrás de la cabina resultaba terriblemente estrecho para seis, pero al menos ésta tenía una pared estable al fondo que los protegía del deslizamiento. Se pegaban unos a otros y apenas osaban moverse por el miedo a que demasiado movimiento pudiera asestar el golpe de gracia a la cabeza de Gaia.

—Lynn, todos fuera —dijo Tim.

La pared de cristal tembló. Heidrun tanteó buscando la mano de Ögi.

—¿Lynn?

No hubo respuesta.

—Qué raro —suspiró Winter—. Jamás habría dicho que alguna vez lo lamentaría.

—¿Lamentarías el qué? —preguntó Rogachova con la voz tomada.

—Aquello, lo del accidente en la playa.

—¿En la costa de Miami? —La rusa carraspeó—. ¿Por el que te llevaron a juicio?

—Sí, ese mismo. A causa de mi pobre Louis.

—¿Qué es lo que lamentas concretamente? —preguntó O'Keefe con tono cansado—. ¿Que él muriera, o que tú lo ayudaras?

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