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Authors: Schätzing Frank

Límite (175 page)

BOOK: Límite
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—Pero el E1 sólo llega hasta el cuello —dijo Tim.

—Olvidadlo. —Lynn sacudió la cabeza—. El conducto se ha cerrado herméticamente para protegernos del vacío aquí dentro. Según los cambios estructurales ahí arriba, las puertas no se abrirían. Sólo hay una posibilidad.

—Por la esclusa de aire —dijo Lawrence.

—Sí. —Lynn clavó sus dientes en el labio inferior—. Desde fuera. Tenemos que sacar los trajes al exterior por la esclusa de la terraza mirador.

—¿Y para eso tenéis que traerlos primero aquí arriba? —dijo O'Keefe—. Aquí se oyen crujidos constantemente. ¡Tiene que ser rápido! No sé cuánto podrá aguantar aún la cabeza.

—El
Calisto
—dijo Lawrence—. Llévenlos arriba con el
Calisto.

—¿Se puede saber dónde está Nina? —preguntó Tim.

Lynn lo miró sorprendida. En el calor de la disputa, se habían olvidado de la piloto danesa.

—¿No estaba con vosotros en el bar? —preguntó Lynn.

—¿Quién, Nina? —O'Keefe sacudió la cabeza—. No.

—¿Acaso alguien la ha visto aquí abajo?... —Lynn se interrumpió—. ¡Mierda! Para hacer subir el
Calisto
se necesita a alguien que pueda pilotar con precisión ese pájaro gigante. —El último resto de color desapareció de su cara—. ¡Tenemos que salir a buscar a Nina!

—No podemos esperar tanto —apremió O'Keefe.

—Entonces —dijo, tomando aire con dificultad y esforzándose por controlar el ataque de pánico—. Podríamos... ¡Tenemos diez
grasshoppers
en el garaje! Casi todos hemos volado alguna vez en uno de esos artefactos.

—Sí, pero bien pegados al suelo —dijo Lawrence—. ¿Usted se atreve a ascender más de ciento cincuenta metros con un
grasshopper
y ejecutar un aterrizaje de precisión en la terraza?

—El aterrizaje de precisión no supone ningún problema —repuso Tim—. Pero la altura...

—Desde un punto de vista técnico, la altura es el menor de los problemas, teóricamente se podría volar con esos chismes hasta el espacio sideral. —Lynn se pasó la mano por los ojos—. Pero Dana tiene razón: yo no me atrevo; no en mi estado. Perdería los nervios.

Era la primera vez que mostraba en público su debilidad. Tim no la había visto así nunca antes. Valoró aquello como una buena señal.

—Bien —dijo—. ¿Cuántos de esos chismes vamos a necesitar? Cada
hopper
carga una persona adicional, o sea, serán tres en total, ¿correcto? Tres pilotos. Me veo capacitado para hacerlo. ¿Walo?

—Nunca he volado tan alto en uno de ésos, pero si Lynn cree que se puede...

Tim entró corriendo en el vestíbulo y dio unas palmadas.

—¡Uno! —gritó—. Necesitamos a alguien más para el tercer
hopper.

—Yo —dijo Heidrun, sin saber muy bien de qué se trataba.

—¿Estás segura? Tienes que aterrizar con esa cosa en la cabeza de Gaia. ¿Te atreves a hacerlo?

—En principio, me atrevo a cualquier cosa.

—¿No hay problema con el vértigo?

—Que lo consiga es harina de otro costal.

—No, entonces no lo hagas —dijo Tim, sacudiendo la cabeza—. Tienes que lograrlo. Debes saber ya si vas a conseguirlo o no, de lo contrario...

Ella se puso de pie y se acomodó el cabello blanco detrás de las orejas.

—No hay «de lo contrario». Lo lograré.

Había algunos trajes espaciales de reserva ocultos tras una pared en el vestíbulo, de modo que no tuvieron que subir por los puentes a las galerías de los pisos. Se ayudaron unos a otros a meterse en los blindajes, prepararon los atuendos para Rogachova, Winter y O'Keefe y los metieron en cajas.

—¿Hay problemas en el corredor? —preguntó Tim.

—No, los sensores marcan valores constantes.

Lynn, que los precedía, los condujo a un pasaje situado a un lado de los ascensores y abrió una gran escotilla. Detrás había una espaciosa escalera con peldaños muy separados.

—Por este camino llegaréis abajo. Abriré el garaje desde la central.

«Deberían haber construido un camino como éste también hacia arriba», pensó Tim, pero se guardó el comentario.

—Mucha suerte —dijo Lynn.

Tim titubeó. Después rodeó con los brazos a su hermana y la atrajo hacia sí.

—Sé por lo que estás pasando —dijo en voz baja—. Estoy increíblemente orgulloso de ti. No sé cómo puedes soportarlo.

—A mí también me gustaría saberlo —susurró ella.

—Todo irá bien —aseguró él.

—¿Qué es lo que debe ir bien? —Ella se separó del abrazo y tomó las manos de él—. Tim, debes creerme, no tengo nada que ver con Carl, da igual lo que diga Dana. Sólo me destruyo a mí misma.

—Nada de esto es culpa tuya, Lynn. ¡No puedes hacer nada!

—Vete ahora. —Las comisuras de los labios de Lynn temblaban—. ¡De prisa!

El vacío corredor iluminado con luz fría tenía algo tranquilizador que contribuía a restablecer y fortalecer la confianza en el progreso tecnológico. La sobriedad del lugar hacía que pareciera incorruptible ante catástrofes provocadas por la ligereza, pero Tim tuvo que pensar que de alguna manera allí había comenzado todo, con Carl Hanna, cuya aparición había despertado la desconfianza de Julian. Se preguntaba si la bomba estaba escondida allí abajo. En aquellas pocas horas no habían podido rastrear cada rincón. ¿Qué tamaño tenía una
mini-nuke?
¿Reposaba bajo la estera rodante por la que ahora se apresuraban? ¿Bajo una de las placas del suelo? ¿Tras la pared, en el techo?

Habían propuesto a Sushma y a Mukesh, a Eva y a Karla que viajasen en el expreso lunar hasta el pie de los montes Alpes y allí, a una distancia segura, esperasen hasta que ellos liberaran a los que estaban atrapados o volaran por los aires junto con el hotel, pero todos insistieron en quedarse, incluso Sushma, que valientemente intentaba dominar su miedo. Para ayudar a levantar la decaída moral, Lynn había enviado al fin a las mujeres en busca de Nina Hedegaard, de modo que por el momento estaban ocupadas. Tim esperaba con vehemencia que su hermana no perdiera los estribos en la central, pero Nair se había quedado con ella, lo que tranquilizaba un poco al hombre. Llegaron al garaje y vieron desaparecer en sus cajas las cabrias del techo enrollable. Sobre ellos fulguraba el cielo estrellado. Una docena de
buggies
esperaba una fiesta que nunca se celebraría. Frente a ellos, en maciza autoafirmación, como si en él se pudiera viajar hasta Marte, reposaba la deforme figura del
Calisto.
«Feo, pero seguro», como había dicho en broma el pobre Chuck el día anterior. Junto al transbordador, los
grasshoppers
parecían juguetes, un circo de pulgas amaestradas.

—Bueno, ¿quién será el primero en volar? —preguntó Heidrun.

—Tim —decidió Walo Ögi mientras guardaba en la pequeña superficie de carga la caja con el traje de Rogachova—. Luego tú, después yo, para cuidar de que no te me pierdas.

—Lynn —dijo Tim a través del intercomunicador del casco—. Despegamos.

Todavía no lograba acostumbrarse a la ausencia de cualquier ruido de arranque. El
hopper
se elevó silencioso, se alejó del garaje y ganó altura. Desde atrás, Gaia se veía como siempre, hermosa e inconmovible. La cámara del casco enviaba fotos a la central. Como si lo hubiera convenido con Lynn, voló describiendo una curva para que ella pudiera tener una impresión de la parte frontal, arreció el impulso y se dejó llevar por la reacción hasta el hombro de la gigantesca figura, conteniendo el aliento.

—Madre mía —exclamó Walo dentro de su casco.

Ya desde el costado se había hecho evidente que algo no andaba bien. Diversas partes de la fachada habían desaparecido o habían quedado reducidas a escombros, a intervalos se veía el acero desnudo de las estructuras de sostén. Ahora, volando directamente hacia allá, se revelaba todo el alcance de la destrucción. La cara sin contornos ya no enfocaba la Tierra, sino que simplemente miraba hacia abajo. Donde antes había estado el cuello, se abría una cavidad negruzca, derrumbada sobre sí misma. Toda la parte frontal estaba destruida, y la garganta de Gaia, tan hundida que sólo sobresalía la mitad inferior de las puertas de los ascensores.

Tim maniobró con el
hopper
y se acercó más. Todo el poderoso cráneo parecía colgar ahora de la nuca. El E2 estaba abierto; su interior parecía una garganta devorada por las llamas. Hacia él se extendían vigas de acero grotescamente deformadas. Con un avispero en el estómago, se atrevió a dirigir una mirada hacia abajo. Sobre el muslo de Gaia se esparcían escombros, aunque curiosamente pocos. Gaia parecía saludarlo. O'Keefe tenía razón: no llegarían ni un segundo antes de tiempo.

Mientras ascendía, vio el clausurado Chang'e, imaginó poder sacar de allí el humo y el hollín, el mobiliario quemado, pero los oscuros cristales rociados de oro permitían suponer detalles. De pronto le sobrevino una oleada de vértigo. Frente a la plataforma sin baranda del
hopper,
cualquier alfombra voladora era una pista de baile. Con rapidez, se aseguró de que Heidrun y Walo estuviesen tras él, pasó el Selene y el Luna Bar y continuó por la comba de la frente hasta la terraza mirador. Debajo de él se movían algunas siluetas, O'Keefe, Rogachova y Winter trataban de alcanzar la esclusa. Hizo girar las toberas, disminuyó la velocidad, voló un tramo sobre la terraza, giró y se pegó a la barandilla. No fue un aterrizaje especialmente elegante. El
hopper
rebotó. Cerca de él, tras un conveniente intervalo, aterrizó Heidrun, como si lo hubiese hecho toda la vida. Ögi, maldiciendo, dio una vuelta de honor, traqueteando arrastró una de las patas de telescopio a lo largo de la barandilla e hizo descender el vehículo.

—En realidad soy un apasionado de los vuelos a vela y en globo —dijo a manera de disculpa, descargó su caja y la llevó a la esclusa, un doble mamparo de varios metros de diámetro en el suelo—. Pero Suiza es un poco más grande.

Tim saltó de su
hopper.

—Finn, estamos encima de vosotros —dijo.

Lynn había unido el intercomunicador del casco con la red interna del Gaia, de manera que todos pudieran comunicarse al mismo tiempo con todos. Transcurrieron unos segundos, después O'Keefe habló.

—Todo claro, Tim. ¿Qué debemos hacer?

—Nada, de momento. Cogeremos el ascensor que va de la esclusa hacia arriba, os enviaremos las cajas con los trajes espaciales hacia abajo y...

Se detuvo.

¿Se equivocaba, o el suelo había comenzado a temblar bajo sus pies?

—¡Date prisa! —gritó O'Keefe—. ¡Ya empieza otra vez!

¿Dónde estaba la consola de control de la esclusa? Ahí. Con los dedos al vuelo, dio órdenes, el aire fue absorbido con torturante lentitud. El temblor arreció, se convirtió en sacudidas, luego el fenómeno terminó tan de repente como había empezado.

—El ascensor sube —profirió Ögi sin aliento.

En el suelo se abrieron las compuertas de la esclusa. Una cabina de cristal con capacidad suficiente para doce personas se dejó ver, se abrió por el frente. Con rapidez, lanzaron las cajas hacia adentro.

—Yo iré también abajo —dijo Heidrun.

—¿Qué? —Ögi parecía consternado—. Pero ¿por qué?

—Para ayudarlos con los trajes, para que sea más rápido. —Antes de que Walo hubiera podido protestar, ella ya había desaparecido en la cabina y pulsaba el botón para bajar. El ascensor se cerró.

—Mein Schatz
—susurró Ögi.

—No te preocupes, hombre. Dentro de cinco minutos estaremos de nuevo aquí.

O'Keefe vio llegar el ascensor, llevando en su interior a alguien cuyas piernas en extremo delgadas le resultaban muy familiares, aun a través de unas fibras plásticas de un centímetro de grosor reforzadas con fibras de acero. Impaciente, esperó hasta que se restableció la presión interior y el mamparo frontal se deslizó a un lado.

—¡Agárrala! —dijo Heidrun, y le lanzó la caja que estaba más arriba.

Rogachova, blanca como la cera, le alcanzó la segunda caja a Winter y comenzó a vaciar la suya propia.

—Gracias —dijo, seria—. No olvidaré lo que habéis hecho.

A toda prisa, se metieron en sus trajes; ayudándose unos a otros, cerraron charnelas, ataron soportes, se echaron sus mochilas a la espalda y se pusieron los cascos.

—¿Sería mucho pedir que nos largáramos enseguida del hotel? —instó Winter—. Es sólo porque, ¿sabéis?, no me gustaría volar por los aires, y el minibar ya lo he vaciado, así que...

—Puedes estar tranquila —dijo la voz de Lynn.

—¡Bueno, no me malinterpretes! —se apresuró a asegurar Winter—. No tengo nada en contra de tu hotel...

—Claro que sí —dijo Lynn con frialdad—. Es una mierda de hotel.

Winter soltó una risita.

En ese mismo instante, el suelo cedió.

Durante un peregrino momento, Tim creyó que todo el lado de delante de la garganta era alzado por una fuerza descomunal. Después vio a los
grasshoppers
saltar en la terraza, y a Ögi planear hacia la barandilla haciendo girar los brazos; perdió el equilibrio, aterrizó boca abajo y resbaló tras las máquinas volantes.

Gaia inclinaba su cabeza ante lo inevitable.

En su casco rugía el caos. Quien tenía voz rivalizaba con los otros dando gritos. Rodó sobre la espalda y se puso de pie, luego se estiró, lo que fue un error, porque en ese momento perdió de nuevo el equilibrio. Se vio lanzado con violencia hacia la barandilla, se tambaleó sobre ella y cayó en la lisa y empinada superficie de cristal.

Resbaló de allí.

«No—pensó—. ¡Oh, no!»

Aterrado, intentó sujetarse a la superficie reflectante, pero allí no había nada a lo que aferrarse. Siguió resbalando, lejos de la valla protectora de la terraza. Uno de los
hoppers
planeó detrás de él y se estrelló contra el cristal. Tim estiró la mano hacia el
hopper,
logró alcanzar la barra del timón, se sujetó con fuerza y vio otro artefacto volador que desaparecía en las profundidades. De pronto le pareció flotar, no sentía ya ningún apoyo, colgaba pataleando sobre el abismo, con la mano crispada sobre la barra de la máquina; gritó «¡Basta!», y como si su súplica, su mísero deseo de seguir viviendo, hubiese sido oída en alguna parte allí fuera, entre las miríadas de estrellas que lo observaban con frialdad, el movimiento del gigantesco cráneo se detuvo abruptamente.

—¡Tim! ¡Tim!

—Todo bien, Lynn —jadeó él—. Todo...

¿Bien? Nada estaba bien. Con ambos brazos —gracias a Dios, él no pesaba mucho—, se colgó del artefacto volante; con alivio notó que éste se había enganchado a la baranda con una de las patas de telescopio y, espantado, lo vio deslizarse lentamente un momento después.

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