Límite (197 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—¡Yoyo! —oyó gritar de nuevo a Jericho.

Xin sacudió la cabeza.

—Lo siento, Yoyo.

BASE PEARY, POLO NORTE, LA LUNA

Los evacuados se repartieron por las hileras de asientos del
Io
y se abrocharon los cinturones de seguridad. Kyra Gore estaba camino de la cabina del piloto cuando recibió un mensaje de radio proveniente del Calisto. El rostro de la piloto danesa apareció en la pantalla.

—¿Dónde está usted? —preguntó Gore mientras calentaba las turbinas.

—Estoy en el vuelo de descenso.

—¡Pues dé media vuelta inmediatamente! Son instrucciones de Palmer.

—¿Qué hay de nuestra gente?

—Están conmigo a bordo. —La mujer reguló la intensidad del impulso, orientó las turbinas e hizo ascender lentamente el transbordador—. En el
Io
.

—¿Están todos?

—En la base sólo quedan Palmer y alguno de los miembros de nuestro equipo. Carl Hanna nos ha hecho una visita. ¡Pronto todo esto va a volar por los aires, así que procure poner distancia cuanto antes!

—¿Y qué hay de Carl? —intervino Julian Orley—. ¿Dónde está?

—Muerto.

Con gesto rutinario, su mirada recorrió los controles. Por debajo del Io, el aeródromo se fue encogiendo, y se vio cómo se alejaba el conjunto de las dispersas naves industriales, las cúpulas y las tuberías, convirtiéndose en algo de juguete, un juguete con el que los científicos jugaban entre la mugre. Las carreteras se abrían a través del regolito a modo de vías de escape. Unas máquinas diminutas montaban en los pulcros hangares otras máquinas menos diminutas. Sobre los paneles solares se reflejaban los destellos enceguecedores de la luz solar. Gore inició una curva, siguió ascendiendo y dirigió el Io por encima del borde del cráter en dirección al oeste.

—¿Muerto? —resopló Orley.

—La señorita Lawrence lo liquidó. Ella está conmigo, y también lo están su hija y sus invitados. Están bien.

—¿Y la bomba? ¿Qué hay de Palmer y de su gente?

—Están buscando ese chisme.

—Bueno, no podemos dejarlos ahí...

—Claro que sí. Den media vuelta. Nosotros volaremos de regreso a la base china.

DELUCAS

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Segundos? ¿Horas? DeLucas no estaba en condiciones de decirlo, pero una mirada al indicador de tiempo de la bomba, en plena cuenta atrás, la puso al tanto de que la peor experiencia de su vida aún no había consumido ni siquiera un minuto. Con patadas y gritos, finalmente había conseguido liberarse. Decidida a no quedarse atascada una vez más, continuó arrastrándose hacia atrás, aunque con menos agitación. Tras recorrer unos pocos metros, la bomba quedó encajada en la pared. Harta de aquella angustia constante, como si la
mini-nuke
fuese un niño malcriado al que sólo se puede tratar con severidad, Minnie empezó a gritarle a aquella caja aplastada, y ésta, obediente, como en un milagro obrado por su trato autoritario, se soltó. Como si cabalgase sobre oleadas de adrenalina, fue arrastrada al pasillo, corrió hacia la esclusa pasando junto al cadáver de Tommy Wachowski, saltando, como electrizada, de una pierna a la otra, mientras penetraba en la cabina el aire más parsimonioso del sistema solar. A través de las ventanas, vio a Palmer y a Jagellovsk entrar en la sala, y golpeó desde dentro contra el cristal. Palmer la vio y se quedó atónito. La escotilla se abrió. DeLucas tropezó en el umbral, cayó cuan larga era, la bomba resbaló y fue a parar directamente a los pies del comandante.

—A las seis —dijo la mujer, jadeando—. Aún tenemos treinta y cinco minutos.

Palmer agarró la caja con ambas manos y la miró fijamente.

—Sacad esto de aquí —dijo.

Subieron en el ascensor, abandonaron el iglú y corrieron hacia la llanura, rodeada de edificaciones. Por encima del borde del cráter desaparecía en ese momento el
Io
.

—¿Y adónde llevamos esto ahora?

—¡Hay que desactivarla!

—¡Qué gracioso! ¿Sabes hacerlo?

—Lo he visto hacer miles de veces en las películas, hombre. Sólo hay que...

—¿Lo del cable rojo y el cable verde? Las películas son películas, ¿estás loco?

—¡Sólo tenemos veintinueve minutos!

Pequeña y pérfida, la
mini-nuke
yacía delante de ellos, sobre el asfalto. Seguía con su cuenta atrás, implacable, avanzando hacia un big bang que era precisamente la inversión del momento de la Creación.

—¡Parad! —gritó Palmer, alzando las manos—. ¡Cerrad el pico todos! No vamos a desactivar nada, absolutamente nada. Llevadla a la pista. Tenemos que deshacernos de ella.

—No lo conseguiremos —dijo DeLucas—. ¿Cómo vas a...?

Palmer conectó con la frecuencia de los transbordadores.


¿Io? ¿Calisto?
Aquí Leland Palmer, ¿me oye alguien?

—Aquí
Calisto,
lo escucho.

—Soy Kyra. ¿Qué pasa, Leland?

—¡Hemos encontrado ese maldito chisme! Explotará dentro de veintiocho minutos... No, veintisiete. Necesito a uno de vosotros dos aquí. ¡De inmediato!

—De acuerdo —dijo Gore—. Daremos media vuelta.

—Nosotros estamos más cerca —repuso Nina Hedegaard.

—¿Cómo? Pero si deberíais estar...

—¡Allí! —gritó Jagellovsk.

DeLucas contuvo el aliento. El
Calisto
empezó a desprenderse del panorama de estrellas, voló describiendo un arco y comenzó a descender en dirección a la base.

—Estamos llegando —dijo Hedegaard.

—¡Vaya al Iglú 1! —gritó Palmer. De pronto empezó a saltar como un derviche, a bailar y a agitar los brazos—. Al Iglú 1, ¿me oye? ¡Estamos aquí fuera! ¡Suban la bomba a bordo y arrójenla tan lejos como puedan en algún cráter!

CALISTO

—La veo —dijo Hedegaard.

Julian se inclinó hacia adelante.

—Si subimos ese chisme a bordo...

—Si yo subo ese chisme a bordo —dijo ella volviendo la cabeza para mirarlo—, tú te bajas.

—¿Qué? ¡De ningún modo!

—Claro que sí.

—Haremos esto juntos...

—Bajaréis todos —dijo la danesa con serena autoridad—. Y tú también lo harás.

Y allí... ¡Allí!

Por un largo y satisfactorio momento —¿acaso el momento no era la eternidad de la satisfacción?, ¿no se había sentido ella satisfecha a su lado?, ¿acaso no se lo había ganado por fin?—, por la duración de ese brevísimo instante, Nina vio miedo en la mirada de Julian: no un miedo por sus huéspedes, los multimillonarios, no miedo por su hija, tan impredecible, no miedo por su hotel. Ese miedo era única y exclusivamente por ella, por la posibilidad de que pudiera sufrir algún daño. Miedo a que ella pudiera dejar un vacío en su vida, un agujero en su pecho.

Hedegaard redujo velocidad e hizo descender el transbordador.

Abajo, los astronautas corrían de un lado a otro, presas de la excitación, haciendo señas. La piloto redujo el contraimpulso. Luego condujo con prudencia el
Calisto
hacia un lugar cerca del iglú que ofrecía suficiente sitio para un aterrizaje, posó el aparato con cierta rudeza, abrió la cabina de la esclusa y se volvió hacia los pasajeros.

—¡Vamos, todo el mundo fuera! —gritó dando unas palmadas—. Y, luego, ustedes metan esa mierda dentro. ¡A prisa!

Miró a Julian. Él vaciló. Un rayo de sincero y auténtico cariño quebró la tormenta que azotaba su estado de ánimo, y entonces, de repente, atrajo a Nina hacia sí y la besó.

—Ten cuidado —le susurró.

—No te preocupes, no te librarás de mí tan rápidamente —respondió ella, sonriente—. Cuidado con las turbinas cuando bajéis. No paséis por debajo de las toberas.

Julian asintió, se deslizó fuera de su asiento y corrió detrás de los otros. Hedegaard se volvió hacia los controles. Los símbolos del ascensor indicaban que el grupo estaba bajando. Por la ventanilla de la cabina del piloto vio a uno de los astronautas acercarse a toda prisa; llevaba una maleta que sostenía con ambas manos. Lo vio desaparecer bajo la panza del
Calisto,
y a continuación oyó la voz de Palmer que le decía:

—¡Ya está dentro!

—De acuerdo.

—¡Váyase! ¡Aléjela de nosotros! ¡Tiene todavía veinte minutos!

—Puede apostar a que lo haré —murmuró la piloto. Aumentó el impulso en las toberas e hizo que el transbordador ascendiera unos metros, mientras aún subía la cabina de la esclusa. Hizo un viraje. Y de repente una sacudida estremeció todo el
Calisto
—.
¿Qué ha pasado? —gritó.

—Has golpeado uno de los cobertizos con la caja de la esclusa —dijo Julian—. Has rozado el techo.

Hedegaard maldijo y ascendió. Su mirada buscó algún indicador de error.

—¿Sigue recogiéndose la cabina?

—¡Sí! Parece estar funcionando bien.

Los controles indicaban que la esclusa se estaba introduciendo en la panza del
Calisto.
Nina ascendió hasta los trescientos metros de altura y aceleró con una rapidez a la que, en otras circunstancias, jamás habría sometido a sus pasajeros. La presión la comprimió contra el asiento. A más de mil doscientos kilómetros por hora, el transbordador se alejó. La base quedó hiera del alcance de la vista. Crestas rocosas, desfiladeros y mesetas pasaban volando, a cámara rápida, por debajo del
Calisto.
Tan rápidamente como fuera posible, tenía que dirigirse a un territorio más bajo, pero las agrestes montañas parecían alzarse infinitamente, allí donde los bordes del Peary se fundían con el cráter Hermite, situado al oeste. Cada vez aparecían nuevos macizos, cimas y mesetas, hasta que, por fin, una garganta en sombras se abrió ante sus ojos.

Era la caldera del cráter Hermite.

Pero aún estaba muy cerca.

Aunque el macizo montañoso protegería la base frente a cualquier explosión, la expansión de la lluvia de escombros seguía siendo incalculable. Hedegaard proyectó un mapa del polo en el monitor holográfico y buscó en él un sitio apropiado. La cuestión era hasta dónde podría dilatar el tiempo que les quedaba. Si esperaba demasiado para lanzar la
mini-nuke,
corría el riesgo de sucumbir al relámpago nuclear; por otra parte, tampoco quería arrojar aquel chisme antes de hora. Debajo de ella aparecieron las sombras de una llanura soleada, salpicada de impactos de pequeños meteoritos. Debido al vuelo a tan baja altura, ya no tenía contacto por radio con nadie. Según el reloj de a bordo, llevaba ocho minutos de vuelo, y aún no había terminado de sobrevolar el Hermite en su totalidad. A lo lejos vio aparecer el borde oeste del cráter, una montaña en forma de anillo, de gran diámetro, que crecía en tamaño y se acercaba a gran velocidad.

Tenía todavía doce minutos.

Su mirada se posó de nuevo en el mapa. Más allá, hacia el suroeste, había un cráter oculto bajo una cerrada sombra, lo que le hacía concluir que debía de ser muy profundo. Solicitó al ordenador algunas informaciones adicionales, y entonces apareció un nivel de texto sobre la holografía.

«Cráter Sylvester —leyó—. Cincuenta y ocho kilómetros de diámetro. Profundidad desconocida.»

Le gustaba ese cráter. Parecía hecho a medida para absorber en sí mismo la energía de una bomba atómica. Y de repente Hedegaard tuvo que reír. «Qué bien le viene el nombre: Sylvester..., San Silvestre, el día de Nochevieja.» Ningún otro sitio podía ser más apropiado para acoger una tanda de fuegos artificiales de aquella magnitud. Con una sonrisa, corrigió el rumbo en unos grados en dirección al suroeste, y el
Calisto
pasó a toda velocidad por encima del borde oeste del Hermite.

Once minutos.

Agreste, lleno de cicatrices provocadas por los impactos, la pared del cráter caía debajo de ella y hallaba su continuidad en un llano y anchuroso valle cuyo lado opuesto debía de ser el borde exterior del Sylvester. Hedegaard, movida por una inquietud repentina, saltó del sillón del piloto y corrió a la esclusa: tal vez Palmer hubiera leído mal. Pero cuando miró hacia el interior a través de la ventanilla, vio la
mini-nuke
en el suelo de la cabina y vio, además, cómo el reloj saltaba y superaba la marca de los diez minutos.

Al ver la bomba, sintió de repente un enorme malestar.

9.57.

9.56.

9.55.

Ya era suficiente. Aquella partida de póquer se estaba alargando demasiado. Había suficiente distancia entre la bomba y la base Peary. La danesa corrió de nuevo a la cabina del piloto y ordenó al sistema que bajara la esclusa.

Entonces el ordenador le dio la indicación de error.

Con expresión incrédula, miró la consola. De repente, el símbolo de la esclusa parpadeaba con un color rojo intenso. Una vez más, intentó bajar la esclusa, pero sin éxito.

Imposible. ¡Aquello era absolutamente imposible!

La piloto pidió un informe.

«La cabina de la esclusa no ha subido completamente —decía allí—. Por favor, súbanla antes de bajarla.»

Un temblor recorrió sus piernas. Rápidamente, dio la orden de subir la cabina, aunque, a decir verdad, ya había sido subida, o por lo menos así lo parecía. Posiblemente faltaran un par de centímetros. Pero el indicador seguía parpadeando.

«La cabina de la esclusa no puede subirse.»

¿Que no puede subirse?

Nueve minutos.

Menos de nueve.

—¿Te has vuelto loco o qué? —le gritó al sistema—. ¡Bajar, subir! ¿Cómo puedo entonces...?

Hedegaard se contuvo. Había que estar muy mal para ponerse a discutir con un ordenador. La esclusa no podía abrirse, eso era todo. Y eso significaba que no podría sacar la bomba para arrojarla por la escotilla del depósito de carga.

«¡La escotilla del depósito de carga!»

Con el corazón palpitante, corrió hasta la popa de la nave, abrió la esclusa del compartimento de carga, se precipitó en su interior y miró a su alrededor. Algunos
grasshoppers,
ya armados, colgaban de sus soportes. Hacía apenas dieciocho horas que habían cruzado con esos chismes los legendarios lugares donde había aterrizado el
Apolo.
Desató unas correas, colocó uno de los aparatos sobre sus patas de telescopio y comprobó las reservas de combustible. Suficientes. Ahora tenía que regresar a la parte delantera, pero a la altura de la esclusa ya no pudo contenerse. Vaciló. El infierno la seducía a echar una mirada de fascinación hacia el interior, y por eso miró dentro de la cabina bloqueada y vio el indicador en su cuenta atrás...

6.44.

6.43.

De inmediato, se apartó y corrió a la cabina del piloto.

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