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Authors: Schätzing Frank

Límite (193 page)

BOOK: Límite
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—Todo está bien —jadeaba DeLucas—. Todo está bien.

Los labios de Lynn se abrieron. Su mirada revoloteaba entre ella y el ascensor.

—¿Me entiende usted, señorita Orley? Tenemos que salir de aquí.

Con cautela, le tendió la mano derecha.

Lynn retrocedió.

—Tiene que venir usted conmigo —le dijo DeLucas con insistencia, mientras sentía que un manantial cálido le corría por los labios. Su lengua asomó mecánicamente y lamió—. Tenemos que ir aquí al lado. Póngase su traje espacial.

De repente, los ojos de Lynn reflejaban claridad y reconocimiento. Seguía moviendo los labios, y extendió un dedo tembloroso.

—Él apareció por ahí —graznó.

DeLucas siguió su gesto. Por lo visto, la mujer tenía pánico al hueco del ascensor, o más exactamente a algo que había aparecido por allí.

—¿Quién? —preguntó—. ¿Wachowski?

Lynn negó con la cabeza. Un horror frío se apoderó de DeLucas.

—¿Quién, Lynn? ¿Quién apareció por ahí?

—Él le disparó —susurró Lynn—. Lo hizo sin más. También podría haberme disparado a mí. —Entonces empezó a tararear una melodía.

—¿Quién, Lynn? ¿Quién le ha disparado a quién?

—¿Minnie? ¿Tommy? —la voz de Palmer le llegó a través de los altavoces—. Responded, tenemos un problema aquí.

Lynn dejó de tararear y miró fijamente a DeLucas.

—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó, jadeando—. ¡Maldita estúpida!

AERÓDROMO

—Leland, tengo un problema con Lynn Orley.

—¡Estupendo! ¡Lo que nos faltaba! ¿Qué hay de los otros?

—Ya deberían estar listos.

—¡Pues salid afuera, Minnie! —Palmer caminaba como un tigre enjaulado, de un lado a otro, con el cadáver de Hanna a sus pies—. ¿A qué estás esperando?

—Parece que algo le ha sucedido a Tommy —dijo DeLucas—. Lynn afirma que alguien entró en la central y disparó contra alguien, tiene un miedo horrible y...

—Hanna —gruñó Palmer.

—Me temo que quiere decirme que le han disparado a Tommy, pero él no está aquí, en realidad no hay nadie más.

—Mierda —dijo Gore en voz baja.

—Tenemos que tomar una decisión —dijo Palmer—. Dana ha conseguido evitar que escapara, pero se vio obligada a matarlo. No obstante, antes dijo que...

—Me enteré de lo que dijo —lo interrumpió DeLucas—. Que todo iba a explotar muy pronto.

—Entonces déjese ya de cháchara —replicó Lawrence con tono venenoso—. ¡Procure que mis huéspedes salgan de ahí de una vez!

—¡No puedo estar en misa y repicando! —ladró DeLucas—. Dile a...

—Escucha, Minnie, sencillamente, no voy a sacrificar la base, pero ella tiene razón: tienes que sacar de ahí a esa gente.

Palmer se detuvo y dirigió su mirada hacia el resplandeciente océano de estrellas, nublado en el este por el brillo de un Sol bastante bajo. Sencillamente, no podía imaginar que todo eso acabara.

—Tal vez aún tengamos tiempo —dijo—. Hanna debe de haberse concedido un plazo para poder desaparecer tranquilamente.

—Tenía mucha prisa —apuntó Lawrence.

—Así y todo. Peinaremos el terreno mientras Kyra lleva a los huéspedes con el
Io
fuera del alcance de la bomba.

—¿Y hacia dónde debo volar? —preguntó Gore.

—Al encuentro del
Calisto.
Retorno inmediato. En cuanto estéis arriba, debéis entablar contacto. Y entonces regresad a la base china.

—Eso es una locura —siseó Lawrence—. Olvídelo. ¿Piensa usted encontrar una bomba en este territorio tan vasto?

—Buscaremos.

—¡Es una estupidez! Está poniendo en peligro la vida de seres humanos.

—Usted, en cualquier caso, volará en el
Io
—dijo Palmer sin prestarle más atención a la directora del Gaia, volviéndose hacia sus hombres—. ¿Alguien más quiere volar? Lo dejo a vuestro criterio, esto no es el ejército. Yo saldré a buscar ese chisme. ¡Por lo menos debe de haberlo programado con media hora a su favor!

Lawrence extendió los brazos, resignada.

—¿Leland? —dijo Minnie DeLucas—. Si es cierto lo que Lynn está contando, Hanna tal vez llegó desde el subsuelo, desde la «sala».

—Bien —asintió Palmer de mal humor—. Empezaremos por ahí.

LONDRES, GRAN BRETAÑA

¿Tenía razón en su sospecha, o acaso la palabra «Moderna» se refería simplemente a algún armamento o a algo más inofensivo? En el Big O reinaban el desacuerdo y la agitación. La Luna seguía estando bajo el bombardeo del ejército de
bots.
No había contacto alguno con la base Peary ni con el Gaia. Merrick probaba una y otra vez, desde los satélites hasta las estaciones terrestres. Nada.

Entretanto, la gente del MI6 libaba el néctar de la teoría china. Ésta era demasiado perfecta, demasiado atractiva. Lo del Gaia, bien, por qué Pekín iba a excluir el hotel, pero la base Peary..., si la destruían acabarían con una parte esencial de la infraestructura estadounidense en la Luna. No sería entonces un ataque contra Orley, sino contra el poderío de Estados Unidos. Rechazo del enemigo. Debilitamiento del negocio norteamericano del helio 3. ¡Tenían que ser los chinos! Pekín o Zheng... O ambos.

La CIA, apenas elevada al rango de canalla potencial, quedó así descartada de nuevo.

—En cualquier caso —dijo Shaw—, hemos llegado a un nuevo nivel de desprotección.

—Vaya, estupendo —replicó Yoyo.

De todas partes del mundo, los encargados de seguridad de las filiales de Orley comunicaban con el centro de información de Londres, sin que hubiera otros indicios de ataques. Norrington insistía en que el consorcio tenía que asegurarse en todos los sentidos imaginables. No había proporcionado ninguna otra información sobre Thorn. Habían ordenado rastrear el paradero de Kenny Xin a partir de una foto en la que no lo reconocería ni su propia madre. Desde la OSS había partido un transbordador con rumbo a la Luna, pero necesitaría más de dos días para llegar al cráter Peary.

—Me da la impresión de que Norrington está nervioso —comentó Jericho—. ¿A ti también?

—Sí, abre un escenario de guerra tras otro —dijo Yoyo levantándose—. A este paso, reducirá el ritmo de trabajo del equipo a cero.

Pocos minutos antes, había acabado otra reunión de crisis con el MI5, ya que ahora, por parte de las autoridades, se veía peligrar también la seguridad interna. No se anunciaba ningún respiro. Tras una discusión, surgía otra discusión. El aire resonaba con los intercambios, el empeño, el compromiso. Sólo de manera solapada se propagaba la sensación de que todo aquello era el resultado de un malentendido, cuya mera presencia ya llevaba a sacar conclusiones.

—Pero ¿por qué hace eso? —reflexionó Jericho, siguiendo a Yoyo hacia afuera—. ¿Por simple preocupación?

—Eso no te lo crees ni tú. Norrington no es ningún idiota.

—Por supuesto que no lo creo. Pretende paralizar la empresa. —Jericho miró a su alrededor. Nadie le prestaba atención. Norrington estaba telefoneando en su despacho, Shaw lo hacía en el suyo—. Y yo no tengo ni pajolera idea de con quién podemos hablar con confianza acerca de él.

—¿Te refieres a que cualquiera aquí puede estar en el ajo?

—¿Acaso lo sabemos?

—Hum. —Yoyo miró con recelo hacia el despacho abierto de Shaw—. La verdad es que ella no parece un topo.

—Nadie tiene aspecto de topo, salvo los topos de verdad, los animales.

—Eso también es cierto —convino ella, y guardó silencio un instante—. Bien. Entremos.

—¿Entremos? ¿Dónde?

—En el ordenador central. En las secciones para las que no tenemos autorización. Las que controla Norrington.

Jericho miró a la joven. Alguien pasó a toda prisa por su lado hablando por teléfono. Yoyo esperó a que esa persona se alejara y no pudiera oírla, y entonces bajó la voz en un gesto conspirativo:

—Eso es sencillo, ¿no? Cuando te conoces y conoces a tu enemigo, no necesitas temer el resultado de cien batallas. Cuando te conoces, pero no conoces a tu enemigo, sufrirás una derrota por cada victoria que consigas.

—¿Eso es de tu cosecha?

—Sun Tzu,
El arte de la guerra.
Escrito hace dos mil quinientos años, y cada palabra es cierta. ¿Quieres pillar a quienes mueven los hilos? Pues te diré lo que vamos a hacer. Tu atractiva
Diana
espiará la contraseña de Norrington, y luego nosotros echaremos un vistazo en su habitación.

—¡Te burlas de mí! ¿Cómo va a hacer eso
Diana?

—¿Y tú me lo preguntas? —dijo Yoyo, enarcando las cejas con gesto inocente—. Creía que aquí el ciberdetective eras tú.

—Y tú la ciberdisidente.

—Es cierto —asintió ella con indiferencia—. Yo soy mejor que tú.

—¿Por qué lo dices? —preguntó él, cogido por sorpresa.

—¿Ah, no? Entonces deja de quejarte y haz alguna propuesta.

Jericho dejó vagar la mirada. Aún nadie les prestaba atención. En el fondo, habría bastado con irse a dormir y cada dos horas ocuparse de hacer algún nuevo augurio que causara excitación.

—Está bien —siseó—. En caso de que se pudiera, sólo habría una posibilidad.

—Sea lo que sea, lo haremos.

Doce minutos después, Norrington abandonó su cubículo de cristal, se unió a uno de los grupos de trabajo, el que se ocupaba de la vigilancia telescópica de la superficie lunar, habló allí sobre algunas cosas y salió en busca de un café. Luego pasó brevemente a ver a Shaw y regresó a su escritorio para trabajar.

«Acceso denegado», le dijo el ordenador.

Perplejo, hizo clic sobre el archivo deseado, pero con el mismo resultado. Luego llegó a la conclusión de que no estaba dentro del sistema.

No se había desconectado cuando había salido del despacho.

¿O sí?

Su mirada, despavorida, recorrió la central. Había ajetreo mirara donde mirase, sólo la pequeña china estaba no muy lejos de uno de los puestos de trabajo, como si no supiera adónde ir.

El malestar de Norrington aumentó. Temeroso, cargó de nuevo el sistema a fin de solicitar otra vez la autorización.

Yoyo lo observaba por el rabillo del ojo. Nadie se había enterado de que ella había entrado rápidamente en su despacho y lo había desconectado del sistema, en cuestión de pocos segundos. Aparentemente sumida en la contemplación de un monitor de pared, apretó la tecla «Enviar» en su teléfono móvil y mandó una señal al techo.

Jericho hizo que
Diana
empezara la grabación.

En los procesadores del Big O rumoreaba el flujo de datos. Nadie en el edificio poseía un ordenador propio en el sentido de un equipo autónomo, autárquico. Lo que estaba a disposición de los empleados era un
hardware
normativizado, una variante portátil de los
lavo-bots
en forma de contenedores como los que trabajaban en Tu Technologies. En cada interfaz, uno podía conectarse con el ordenador central del Big O introduciendo el nombre propio, una contraseña de ocho dígitos y una impresión de la huella del pulgar, pero no todas las secciones eran accesibles para todo el mundo. Ni siquiera los poderosos administradores del sistema, que manejaban aquel supercerebro y otorgaban las contraseñas, tenían acceso libre al gran conjunto. Usando el repertorio metafórico de una gran metrópoli, el intercambio de datos general del Big O generaba una especie de registro del ruido del tráfico, y por supuesto que ese ruido resonaba mucho más en los horarios regulares de oficina.

Ese ruido podía oírse. No en el sentido de oír su contenido, sino que más bien se trataba de la información codificada en
bits
y
bytes
que rumoreaba por la red. Quien conociera el momento exacto en el que una información sería enviada de un punto A a un punto B podía grabar el intervalo de transmisión y emprender el esfuerzo de filtrar los datos individuales y, con la ayuda de un programa de descodificación eficaz, transferirlos a palabras e imágenes. En ese preciso instante había poca actividad en el sistema, y por esa razón fue relativamente fácil aislar el flujo de datos de Norrington en el momento en que se conectó de nuevo y Diana empezó a grabar.

Al cabo de seis minutos, el ordenador del detective ya conocía el código de ocho dígitos. Le bastaron otros tres minutos para descifrar el
software
que el escáner de Norrington había transmitido al centro de cálculo, con lo que estaban en posesión de la huella dactilar de su pulgar.

Jericho observó fijamente sus hallazgos. Ahora tenían que vencer otro inconveniente. Después de que un usuario se conectara a la red, ya no se podía acceder de nuevo con los mismos datos personales sin llamar la atención, del mismo modo que uno no podía tocar el timbre de la puerta de su propia casa si estaba sentado dentro, en el salón, delante del televisor.

De manera que tenían que echar a Norrington de la red una vez más.

La ocasión se presentó poco después. Convocaron a Norrington para que acudiera al Pow Wow, y allí estuvo largo rato deambulando por los puestos de trabajo, desde donde tenía a la vista su despacho. Edda Hoff le hablaba con insistencia. Tras un largo ir y venir, dejó su puesto de observación y desapareció en una de las oficinas, pero no sin antes echar una última y recelosa ojeada a sus espaldas.

Jericho le sonrió.

Él y Yoyo habían intercambiado los papeles. Una de las reglas básicas de la vigilancia era no mostrar al observado la misma cara todo el tiempo. Y ahora era la joven china la que esperaba arriba su señal. La puerta de la sala de reuniones se cerró. Sin prisa, Jericho se dirigió al despacho de Norrington, pero en eso la puerta se abrió de nuevo y Shaw apareció a través de ella.

—¡Owen! —gritó la jefa.

El detective se detuvo. Debía de estar a unos diez o doce pasos de distancia del despacho de Norrington. Podía estar de camino hacia cualquier lugar.

—Creo que debería estar usted presente en nuestra reunión. Hemos evaluado otros datos del dossier de Vogelaar, un material que concierne a su amigo Xin y al Grupo Zheng. —Jennifer Shaw dejó vagar la mirada—. Por cierto, ¿dónde están sus amigos?

Jericho se acercó a ella.

—Yoyo está tras la pista de Vic Thorn.

Su expresión malhumorada se transformó en una sonrisa.

—Tal vez usted sea más rápido en sus investigaciones que el MI6. ¿Y Tu Tian?

—Le hemos dado un respiro. Está atendiendo sus negocios.

—Eso es loable. Que el Señor nos guarde de una crisis económica en China. Ya tenemos bastante con las secuelas que nos dejó Estados Unidos hace una década más o menos. ¿Viene usted?

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