Límite (198 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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Miró hacia afuera.

Allí estaba, todavía a cierta distancia pero ganando en presencia, la pared del cráter Sylvester. Tenía que hacer estallar la bomba en el suelo, en las entrañas del cráter. Cualquier otra cosa significaría una muerte segura. Sus dedos saltaron con virtuosismo por encima de la pantalla táctil, calculando el ángulo de inclinación necesario para hacer descender el
Calisto
de una manera controlada; entonces la nariz del cráter bajó —«¡Detente, no tanto, un poco menos!»—, así estaba bien. Vuelo de descenso constante.

Y ahora debía sacar aquel chisme. Se puso el casco.

Le temblaban las manos. ¿Por qué le temblaban las manos ahora?

5.59.

De pronto, el casco se negaba a entrar.

5.58.

No estaba bien concentrada.

5.57.

5.56.

¡Ahora!

Depósito de carga. Accionamiento manual.

Con una lentitud enervante, la puerta de popa se fue abriendo, dejando libre la vista hacia las estrellas y los lejanos macizos montañosos del Peary y el Hermite. Hedegaard trepó a la plataforma del
hopper
e hizo ascender un poco la máquina. La portezuela seguía abriéndose. Sin esperar a que se abriera completamente —lo principal era que le alcanzara para salir—, condujo el
hopper
a través del depósito de carga y lo sacó al exterior a través de la popa del transbordador en descenso.

Era ilusorio creer que estaba segura. En comparación con ella, el transbordador parecía estar detenido, lo que significaba que también ella, en su ridículo y diminuto vehículo, viajaba a mil doscientos kilómetros por hora en dirección al Sylvester, a la misma velocidad que el
Calisto.
Desde un punto de vista realista, sus oportunidades eran realmente escasas, pero de todos modos aún le quedaban cinco minutos para realizar lo imposible, tal vez sólo cuatro. En cualquier caso, tendría entre doscientos cincuenta y trescientos segundos. Con todas sus esperanzas puestas en haber calculado de manera correcta el ángulo de caída del transbordador, puso las toberas en posición horizontal y desplegó el máximo de contraimpulso del que el pequeño aparato era capaz.

El
hopper
se sacudió, intentando arrojarla de su asiento.

Y entonces, con toda la potencia que le permitían sus motores, empezó a alejarse del
Calisto,
luchando valientemente por mantener aquella velocidad infernal, mientras que, al mismo tiempo, iba perdiendo altura. Rápidamente, ante los ojos de Hedegaard, el transbordador se fue haciendo cada vez más pequeño. La piloto inclinó un poco más las toberas y se acercó al suelo lunar, demasiado, según comprobó al instante, pues todavía viajaba a gran velocidad. Corriendo el riesgo de estrellarse, hizo ascender de nuevo el
hopper,
exprimió el último impulso que les quedaba a las turbinas y vio el
Calisto
avanzar hacia las soleadas laderas del Sylvester. El suelo polvoriento ya no pasaba a tanta velocidad por debajo de ella, el
hopper
luchaba con éxito contra su propia aceleración. Disminuyó la velocidad, pero ¿tendría tiempo de frenarlo hasta alcanzar la velocidad adecuada para el aterrizaje?

¿Y luego qué? ¿Cuántos minutos le quedaban?

¿Dos?

¿Uno?

De pronto vio que se aproximaba a un pequeño cráter, pasó por encima de él y éste quedó fuera del alcance de la vista. Era un lugar ideal para protegerse. De algún modo, tenía que conseguir llegar de vuelta a ese cráter, pero aún la velocidad era considerable. En el horizonte, el
Calisto
era un pequeño punto reflectante sobre las montañas en forma de anillo, y estaba tan pegado a ellas que Hedegaard, por un terrible instante, temió haber calculado mal, y creyó que el transbordador se estrellaría contra el borde del cráter, que la bomba explotaría en su cima y nada la protegería entonces de la onda expansiva.

A continuación, el pequeño punto desapareció en el interior del Sylvester, y Nina soltó un grito triunfal, ya que ese punto desempeñaba un importantísimo papel en aquel juego por salvar su vida. Todavía gritando, dirigió el
hopper
hacia abajo, plantó cara a la propia velocidad que llevaba y, poco a poco, el aparato pareció superar el impulso heredado del transbordador, aunque aún iba demasiado de prisa para un aterrizaje. Podía olvidarse del pequeño cráter de antes, que ya estaba demasiado lejos. Sin embargo, otro cráter de dimensiones similares empezó a acercarse. La pared del anillo debía de tener tal vez dos o tres kilómetros de diámetro, pero era asombrosamente elevado, de modo que, de pronto, tuvo miedo de que el
hopper
no consiguiera superar la cresta y colisionara con ella. Poco antes de que se produjera el choque, elevó el aparato y logró pasar por los pelos por encima de la pared. Miró hacia abajo. El borde del cráter arrojaba su amenazante sombra circular sobre la hondonada. A continuación, la piloto danesa avanzó más lentamente, sobrevoló el borde opuesto y tuvo de nuevo, ante los ojos, la llanura y el Sylvester, ahora inquietantemente próximo, con sus cumbres iluminadas, no ensombrecidas por ninguna capa brumosa.

Algo sucedió.

Hedegaard entornó los ojos.

El cielo se iluminó sobre el Sylvester.

La danesa contuvo el aliento.

En un momento, una luz esplendorosa y en expansión se tragó las estrellas, era como si un nuevo Sol estuviera naciendo dentro del cráter. De inmediato, Hedegaard apartó la vista, describió una curva de ciento ochenta grados y comprobó que había conseguido un control absoluto sobre la dirección y la velocidad. Su pequeño cráter estaba un buen trecho por detrás de ella, pero el suelo ya no se le escaparía más. Había vencido en la lucha contra su propia velocidad, y ahora debía buscar protección. A su alrededor, resplandecían bajo la luz de la explosión nuclear las colinas y las crestas rocosas, incluso los lejanos macizos montañosos del polo. Una luz que, sin embargo, se apagó rápidamente, de modo que Nina, en su curiosidad, no pudo hacer otra cosa más que dar media vuelta al
hopper.

La luz había desaparecido.

Por un breve instante pensó que el Sylvester había absorbido por completo la energía de la bomba, pero algo era ahora distinto de antes. Primero no comprendió qué era lo que estaba viendo, pero luego sufrió el
shock
típico de una revelación.

La cresta del cráter había desaparecido.

O no, no había desaparecido: había sido tragada. Tragada por una pared de polvo que envolvía sus bordes superiores y crecía hacia el cielo, devorando las estrellas, estirándose a lo largo de varios kilómetros hacia arriba, cada vez más alto, de un modo irreal, estrafalario, en una perfecta imagen del horror...

La ladera se arrastró entonces hacia abajo.

¿Se arrastró?

—¡Joder! —murmuró Hedegaard.

De manera imprevista, la pared se había transformado en una enorme ola que se deslizaba con fuerza por la pared del cráter y caía hacia la parte llana. Hedegaard no tenía ni idea de la velocidad a la que estaba desplazándose, pero no cabía ninguna duda de que lo hacía diez, veinte, treinta veces más de prisa de lo que podía volar su miserable
hopper.
Por un momento se sintió como paralizada, incapaz de apartar la vista; entonces hizo girar bruscamente el vehículo y lo azuzó para que regresara al pequeño cráter sin nombre. Después de aquel vuelo infernal vivido al salir del
Calisto,
ahora le parecía que el
hopper
se arrastraba a duras penas. Una vez más, se arriesgó a echar un vistazo, pero el Sylvester había desaparecido. Sólo había quedado una capa de polvo que se acercaba a toda velocidad, tragándose el cielo y todo cuanto hubiera en el camino.

¡Más de prisa, más de prisa!

¡La pared del cráter, la pared que la protegería!

Desesperada, hizo ascender el
grasshopper,
que subía por el talud con paso cansado, como si estuviera harto de la agitación de los últimos minutos. Sus patas de telescopio arañaron la roca, el aparato se tambaleó de un lado a otro, y luego dio un salto y salió disparado por encima de la cúpula. Hedegaard extendió los brazos y saltó fuera de la plataforma. Su cuerpo golpeó contra el regolito en descenso, rodó más allá del cráter, a través de un saliente rocoso. Describiendo un amplio arco, aterrizó un buen trecho más allá, bajo la sombra de una pared casi en vertical, y vio, por el rabillo del ojo, cómo el
grasshopper
daba una voltereta. Afincando los pies entre las piedras, consiguió detener el descenso. Se arrastró hacia un saliente que podría servirle como protección y se acurrucó.

El cielo se encapotó encima de ella.

Al instante siguiente, todo se volvió gris. Una granizada de rocas pequeñas, diminutas, cayó sobre el fondo del cráter. Hedegaard se hizo tan pequeña como pudo; estaba protegida de la onda expansiva y los escombros por el saliente, ya que aquellos proyectiles que impactaban por todas partes también levantaban enormes cantidades de regolito que salpicaban en dirección a donde ella estaba. A fin de protegerse, cruzó los brazos sobre el casco y confió en que su traje estuviera a la altura de aquel infierno. Y entonces ya no vio nada más, sólo un denso gris que se arremolinaba en medio de otro gris. Cerró los ojos.

La pared se le vino encima a toda velocidad.

No sabía cuánto tiempo había permanecido allí tumbada. Cuando por fin se atrevió a levantar los brazos del visor, los impactos habían cesado, y una campana resplandeciente y turbia a la vez se cernía sobre todo.

La danesa se incorporó y estiró sus extremidades. Era inconcebible que aún siguiera con vida. Que no se hubiese roto nada. Realmente parecía estar ilesa.

Había sobrevivido a la explosión de una bomba atómica.

Sin embargo, ahora yacía en un cráter sin nombre, sin ningún medio de locomoción, muy lejos del Peary, en el pequeño cráter que le había salvado la vida. Con el traje intacto, con una radio y oxígeno para unas pocas horas, hasta que la pudiera encontrar el Io. Por lo menos confiaba en que salieran a buscarla y no dieran por sentado que había muerto.

En primer lugar, decidió la danesa, tenía que salir del cráter. Era mejor para la comunicación por radio, en caso de que el
I
o apareciera por allí.

Decidida, inició la escalada.

LONDRES, GRAN BRETAÑA

«Lo siento, Yoyo...»

Lo que Xin dijo luego se le impregnó como una textura de lo dicho, como una mera huella de su voz, ya que su
nervus vagus,
aquel administrador a prueba de crisis, tan estresado al final, desconectó su mecanismo regulador y arrojó sus órganos al caos, quedando plenamente en manos de ella. A falta de un poder de mando superior, los vasos sanguíneos abrieron las compuertas a los torrentes de sangre en retirada hacia las piernas, el corazón vio que las tropas habían desertado y que ya no tenía nada que bombear, el cerebro, en vano, esperó a que llegaran los refuerzos con nuevas provisiones de oxígeno, de modo que la frase adicional de Xin («Vais a perder») quedó en la categoría de rumor electroquímico, así que lo mismo podía haberla pronunciado o no. Fue ése el momento del gran apagón, de poner los ojos en blanco y caer, el momento de recibir el disparo anticipado, el momento del No universal.

Y así la encontró Jericho, como el elemento de un cuerpo atravesado en el conjunto de la azotea: dos guardias muertos, un traidor muerto, y una Yoyo que yacía en el suelo como si también estuviera muerta, sin pulso, sin respiración, totalmente cubierta de un sudor frío, después de haber quedado a deber aquella llamada al teléfono de Shaw. Cuando él, a su vez, intentó llamarla, ella no le respondió. Un vistazo al despacho de Norrington le dio fe de la ausencia del subjefe de seguridad. Todo ello le bastó para subir, lleno de preocupación, hasta la planta sesenta y ocho, donde
Diana,
con todos los cables de conexión arrancados, ofrecía un aspecto lamentable y donde, por lo visto, parecía haberse producido un forcejeo. Yoyo no estaba allí, pero había manchas de sangre en el suelo, en la galería, en el puente y en la escalera que conducía arriba.

El resto fue intuición.

Jericho subió a la azotea a toda prisa y llegó justo a tiempo para ver desaparecer la
airbike
en el cielo; en un momento de espanto, creyó que Yoyo estaba muerta. Se encogió junto a ella, arrodillado ante la omnipotencia del fracaso, pensando en el sufrimiento que les causaría a Tu y a Hongbing al llevarles la noticia. Pero al apenas perceptible temblor de su corazón, que él oyó al pegar su oído al pecho de la joven, le siguió otro, en un pausado ritmo que se fue acelerando y ganando fuerza, y entonces la sangre halló de nuevo el camino de regreso a los enchufes de la consciencia. Alzando las piernas, Yoyo había vuelto en sí, aturdida, apática, pero todavía en condiciones de descargar el programa de emergencia para saber quién era: alguien a quien le dolía la cabeza, que estaba cansada y con ganas de dormir.

Xin le había perdonado la vida.

¿Por qué?

Mientras tanto, Shaw había tenido un arrebato de furia. Todavía estaba por demostrar la culpabilidad de Norrington, aun cuando ella hacía rato que ya no lo dudaba. A merced de una avalancha de conjeturas sobre los daños que el subjefe de seguridad podría haber causado en perjuicio de Orley, ordenó que se revisaran todos sus datos, que le hicieran un examen de pies a cabeza, y en ese proceso dieron con una memoria USB, camuflada como la llave de una casa, en la que había almacenado un único programa cuyo icono era un cuerpo de serpiente con nueve cabezas, un centelleante y pulsante indicio de su traición.

Y fue entonces cuando Jericho decidió abandonar las investigaciones.

Ellos debían resolver sus problemas por sí solos. El detective ya no podía hacer nada más, no quería hacerlo, era casi como si hubiera llegado a un acuerdo tácito con Xin, después de que éste le hubo perdonado la vida a Yoyo y hubo dejado aquel mensaje tan escueto como inequívoco: «Ocupaos de vuestros propios asuntos.» Tal vez Xin sólo se había dado cuenta, sencillamente, de que la muerte de Yoyo ya no era del todo imprescindible, puesto que había tanta gente que compartía aquel saber secreto. Matar a la joven no habría tenido ningún sentido, y los expedientes del sinsentido no eran algo compatible con la... ¿filosofía de Xin?

Daba igual.

Él, Jericho, había mantenido su promesa, y les había devuelto a Yoyo a sus dos clientes, Tu y Chen. Todo lo demás era competencia de Shaw y de los servicios de inteligencia, no suya; además, estaba terriblemente cansado. Al mismo tiempo, sabía que no podría pegar ojo, por mucho que ahora estuviese bostezando con ganas. A Tu, por el contrario, que apenas dormía, el
shock
parecía haberlo dejado en un permanente estado de vigilia, alimentado por el sentimiento de culpabilidad de no haber estado al lado de Yoyo. Desde hacía dos horas, la joven dormitaba apaciblemente en su cama —todas las suites de invitados del Big O disponían de varias habitaciones y ofrecían espectaculares vistas—, mientras que el chino bebía té con Jericho en el salón y demostraba una férrea voluntad de autodestrucción en lo que se refería a las reservas de frutos secos y chucherías.

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