Límite (23 page)

Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
5Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Oh, Lynn, estás... —Aileen luchó por encontrar las palabras—. Dios mío, ¿qué puedo decir? ¡Maravillosa! ¡Ah, eres una chica tan guapa! Déjame abrazarte. Con razón Julian está tan orgulloso de ti.

—Gracias, Aileen —sonrió Lynn, un poco abrumada.

—¡Y el pelo! Suelto te queda mucho mejor. No quiero decir que siempre haya que llevarlo suelto, pero así resalta tu feminidad. Si no estuvieras... Oh.

—¿Sí?

—Nada, nada.

—Dilo.

—¡Ah, cariño, es que vosotras las jóvenes estáis todas tan delgadas!

—Aileen, peso cincuenta y ocho kilos.

—¿Sí? ¿En serio? —Obviamente no era la respuesta que Aileen quería escuchar—. Bueno, muy pronto, cuando estemos allí arriba, te prepararé un plato. ¡Tienes que comer, cariño! Las personas tienen que comer.

Lynn la miró y se imaginó arrancándole aquellas bolas de Navidad de las orejas. «Zas, zas», lo haría tan a prisa que le desgarraría los lóbulos y una niebla de finas salpicaduras de sangre se depositaría sobre el cristal del espejo del ascensor.

Lynn se relajó. Las pastillas verdes empezaban a hacer su efecto.

—Estoy muy ilusionada con lo de mañana —dijo cordialmente—. Cuando partamos. ¡Será muy bonito!

La estación

23 de mayo de 2025

ESTACIÓN ESPACIAL ORLEY (OSS), ÓRBITA GEOESTACIONARIA

Evelyn Chambers tuvo un sueño.

Se encontraba en una habitación muy singular de aproximadamente cuatro metros de altura, unos cinco de profundidad y más o menos seis de ancho. La única superficie recta la formaba la pared del fondo, el techo y el suelo se fundían en innumerables superficies cóncavas, lo que le hacía pensar que se encontraba en el interior de un tubo elíptico. En cada uno de sus extremos, los constructores habían instalado una mampara circular de unos dos metros de diámetro. Ambas mamparas estaban bloqueadas, pero Evelyn no se sentía por ello encerrada; al contrario, le transmitían la certeza de estar alojada a muy buen recaudo.

En cuanto a la decoración de la estancia, los planos parecían haberse vuelto al revés de vez en cuando. Con la obviedad de una alfombra voladora, había una cama salediza que flotaba muy pegada al suelo, había también un escritorio y varios asientos, un puesto de trabajo con ordenador y un enorme monitor. Una discreta luz iluminaba el cuarto, y una puerta de cristal opaco ocultaba la ducha, el lavabo y el váter. Todo hacía pensar en un camarote de barco diseñado en un estilo futurista, sólo que las cómodas sillas de extensión acolchadas, de color rojo, colgaban bajo el techo y estaban dispuestas al revés.

Lo más curioso de todo, sin embargo, era que Evelyn Chambers recibía todas esas impresiones sin haber tenido contacto con la habitación o los objetos de su decoración con ninguna célula de su cuerpo. Desnuda, tal y como la habían creado la selecta combinación de genes españoles, indios y estadounidenses, no rodeada por nada más salvo un aire fresco y agradable a 21 grados centígrados de temperatura, Evelyn flotaba por encima del convexo cristal panorámico de la parte delantera y contemplaba un cielo estrellado de una claridad y una plenitud tan inusual que sólo podía tratarse de un sueño. A unos treinta y seis mil kilómetros debajo de ella refulgía la Tierra, y era como la obra de un impresionista.

Tenía que ser un sueño.

Sin embargo, Evelyn no estaba soñando.

Desde su llegada el día anterior no se había cansado de contemplar lo que veía de su lejano hogar. Nada le distorsionaba la visión, ningún mástil de barrotes, ninguna antena, ningún módulo, ni siquiera el cable del ascensor espacial, que se perdía en el nadir. En voz baja, dijo: «Apaguen la luz», y la luz se apagó. Es cierto que había un mando a distancia manual para controlar los sistemas de servicio, pero por nada del mundo ella correría el riesgo de cambiar su posición privilegiada trasteando aquel aparato. Tras quince horas a bordo de la OSS había empezado a acostumbrarse lentamente a la ingravidez, si bien la pérdida del sentido de arriba y abajo la seguía irritando. Tanto más la sorprendía no haber padecido el tristemente célebre «mal del espacio», como le había sucedido a Olympiada Rogachova, que yacía en su cama atada con correas y sólo deseaba, entre lloriqueos, no haber nacido nunca. Chambers, por el contrario, sólo sentía la más pura sensación de bienestar, la alta potencia de lo que ella, recordando ciertos momentos infantiles, denominaba «sensación de hogar navideño», pura alegría destilada en forma de droga.

Apenas se atrevía a respirar.

Mantenerse quieta sobre un mismo punto no era una tarea tan sencilla, como comprobó la presentadora. Involuntariamente, se adoptaba en la ingravidez una especie de postura fetal, pero Chambers había estirado las piernas y cruzado los brazos sobre el pecho como un buzo que nadaba por encima de unos arrecifes. Cualquier movimiento brusco podía tener como consecuencia que empezara a girar o que se apartara del cristal. Ahora que todas las luces se habían apagado y que la habitación, junto con su mobiliario, se habían sumido en una cuasi existencia, deseaba saborear, con cada célula de su sistema cortical, la ilusión de que lo que había en torno a ella no era una cápsula protectora, sino que, como el hijo de las estrellas de Kubrick, flotaba sola y desnuda por encima de ese maravilloso planeta. De repente vio aquella diminuta y brillante bolita que salía rodando y comprendió que se le habían saltado las lágrimas de los ojos.

¿Acaso se lo había imaginado todo de ese modo? ¿Podría haberse imaginado algo hacía veinticuatro horas, cuando el helicóptero descendió hacia la plataforma situada sobre el mar y los viajeros...

...bajaban, mientras la noche se subía los vestidos y un suntuoso amanecer fracasaba al querer atraer las miradas hacia sí? Desde lejos, la plataforma tenía un aspecto imponente y misterioso, y también insuflaba un poco de miedo, ahora ejerce una fascinación de otra índole, mucho más amable. Por primera vez tiene la sensación de que esto no es una especie de Disneylandia y de que no hay vuelta atrás, de que muy pronto cambiará este mundo por otro distinto, más extraño. A Chambers no le sorprende ver a algunos integrantes de los del grupo mirando una y otra vez hacia la Isla de las Estrellas. Olympiada Rogachova, por ejemplo, o Paulette Tautou, y hasta la propia Momoka Omura, que dirige miradas furtivas a la agrietada roca, donde las luces del hotel Stellar Island, de forma algo inesperada, irradian cierto aire acogedor, como si les alertaran para que desistieran de hacer aquel viaje descabellado y regresaran a casa, donde estaban los zumos recién exprimidos, la leche solar y el chillido de las aves marinas.

«¿Por qué nosotras? —se pregunta con enfado—. ¿Por qué son precisamente las mujeres las que tenemos malos presentimientos ante la idea de subir al ascensor? ¿Es que de verdad somos tan miedosas? ¿O es que hemos sido forzadas por la evolución a ser criaturas notoriamente escrupulosas, ya que nada debe poner en peligro la cría, mientras que los hombrecitos (prescindibles en cuanto se los despoja de su esperma) se adentran tranquilamente en lo desconocido con todos los permisos para palmarla allí?» En ese preciso momento, a Evelyn le llama la atención que Chuck Donoghue esté sudando de una manera desproporcionada, que Walo Ögi dé muestras de un claro nerviosismo; Chambers, en cambio, ve la tensión expectante en los rasgos de Heidrun Ögi, el entusiasmo pueril de Miranda Winter, el interés guiado por la inteligencia en los ojos de Eva Borelius, y gracias a ellos se siente reconciliada con las circunstancias. Juntos se dirigen hacia el imponente cilindro de la estación, con sus varias plantas, y de repente ve con claridad por qué acaba de sentir tal excitación.

Resulta embarazoso, pero ella también está muerta de miedo.

—Honestamente —dice Marc Edwards, que camina a su lado—, todo esto no me hace sentir muy bien que digamos.

—¿Ah, no? —responde Chambers sonriendo—. Pensé que eras un aventurero.

—Bueno.

—Por lo menos eso contaste en mi programa. Búsqueda de pecios, buceo en cavernas...

—Creo que esto es algo muy distinto de bucear. —Edwards observa con expresión pensativa su índice derecho, al que le falta la primera falange—. Algo muy distinto.

—Por cierto, nunca me revelaste lo que sucedió ese día.

—¿No? Fue un pez globo. Lo hice enfadar en unos arrecifes cerca de Yucatán. Cuando uno les golpea el hocico, se enfurecen, se retiran hacia atrás y se inflan. Y yo estuve golpeándolo una y otra vez —Edwards hace como si molestara a un pez globo imaginario—, sólo que había corales por todas partes y el pez no podía seguir retrocediendo, así que, en la siguiente ocasión, lo único que hizo fue abrir completamente la boca. Mi dedo desapareció dentro de ella por un instante muy breve. Sí. Nadie debería intentar sacar un dedo de una boca cerrada, y mucho menos tirando con violencia. Cuando logré sacarlo, sólo relucía el hueso.

—Ahí arriba no tendrás que temer nada parecido.

—No —dice Edwards, riendo—, probablemente sean las vacaciones más seguras de nuestra vida.

Entran en la estación. Es circular y por dentro parece aún mayor de lo que aparenta por fuera. Unos potentes reflectores iluminan dos estructuras situadas frente a frente, ambas idénticas en sus detalles, sólo diferenciadas por la posición que ocupan, como dos espejos contrapuestos. En el centro de cada una se tensa hacia arriba, en posición vertical, la cinta que los ancla al suelo, rodeada por tres estructuras en forma de toneles que, por su aspecto, oscilan entre cañones de luz y reflectores de búsqueda, y tienen las bocas dirigidas hacia lo alto. Un doble enrejado del tamaño de un hombre se extiende alrededor de cada uno de los dos dispositivos. Es lo suficientemente ancho en sus celdas como para que un hombre pueda colarse a través de ellas, pero indica de manera inequívoca que lo mejor sería no hacerlo.

—¿Y sabéis por qué? —exclama Julian con un humor deslumbrante—. Porque el contacto directo con la cinta os podría costar una parte del cuerpo. Debéis tener en cuenta que, con un ancho de más de un metro, es más fina que una cuchilla de afeitar, pero de una dureza increíble. Si pasara un destornillador por el canto exterior, podría reducirlo a virutas. ¿Alguien tiene ganas de intentarlo con el dedo? ¿Quiere alguien deshacerse de su pareja?

A Chambers no le queda más remedio que recordar las palabras de un periodista que dijo en cierta ocasión: «Julian Orley no tiene que subir a un escenario, el escenario lo sigue dondequiera que vaya.» Acertado, pero la verdad tiene un aspecto algo distinto. Es cierto que la gente confía en ese hombre, cree cada una de sus palabras, ya que su mera autoconfianza basta para deshacer las dudas, las sospechas, los peros, las negativas y los quizá con la irreversibilidad de un ácido.

A veinte metros sobre el suelo terrestre, los dos ascensores están pegados a sus cintas transportadoras como dos polillas. Vistos de cerca, apenas recuerdan a unos transbordadores espaciales, ya que les falta el empenaje y las alas. En cambio, lo que destacan son las amplias partes inferiores, dotadas con células solares. En comparación con el aterrizaje de hace dos días, apenas han variado su aspecto, después de que los tanques con el helio 3 licuado fueron sustituidos por abultados módulos de pasajeros sin ventanas. Unas pasarelas de acero conducen desde una alta balaustrada hasta unas escotillas de acceso situadas en la panza de las cabinas.

—¿Es suya la tecnología? —pregunta Ögi, que camina al lado de Warren Locatelli con la mirada puesta en los colectores solares de los ascensores.

Locatelli se estira un poco, se hace más o menos 1 centímetro más alto. A Chambers, al verlo, no le queda más remedio que pensar en el fallecido Muammar al-Gadafi. El parecido es asombroso, también lo es la pose de amo y señor.

—Por supuesto —replica Locatelli en tono despectivo—. Con la chatarra tradicional, esas cajas no subirían ni diez metros.

—¿Ah, no?

—No. Sin mi empresa, Lightyears, aquí no funcionaría nada.

—¿Me está diciendo usted en serio que ese ascensor no funcionaría sin usted? —pregunta sonriendo Heidrun.

Locatelli la examina como a una especie rara de escarabajo.

—¿Qué entiende usted de esto?

—Nada. Pero me parece como si estuviera usted ahí con una guitarra eléctrica alrededor del cuello y afirmara que con una guitarra acústica sólo se puede hacer porquería. Por cierto, ¿su nombre es?

—Pero,
mein Schatz.
—El tupido bigote de Walo Ögi se sacude de pura diversión—. Warren Locatelli es el Capitán América de las energías alternativas. Multiplicó por tres el rendimiento de las células solares.

—¡Bueno, está bien! —murmura Momoka Omura, que camina a su lado—. Pero no espere demasiado de ella.

Ögi enarca las cejas.

—Usted tal vez no lo creerá, mi querida flor de loto, pero mis expectativas acerca de Heidrun quedan superadas con creces cada día.

—¿En qué, por ejemplo? —Omura tuerce los labios en un gesto burlón.

—Su fantasía no alcanza para eso. Pero es amable que lo pregunte.

—De todos modos, con el rendimiento energético convencional, esos chismes, si acaso, se arrastrarían por el cable hacia arriba —dice Locatelli, como si la disputa no tuviera que ver con él—. Necesitaríamos días para llegar. Me gustaría explicárselo con sumo gusto, si es que le interesa.

—¿Y lo entenderíamos? —pregunta Heidrun vuelta hacia Ögi, en voz alta y con gesto de preocupación.

—No estoy seguro,
mein Schatz.
Mira una cosa, nosotros somos suizos, y somos muy lentos en todo. Por eso construimos hace años aquel acelerador de partículas.

—¿Para producir suizos más rápidos?

—Exactamente.

—¿No es el acelerador que siempre se está averiando?

—Sí, ése.

Chambers se mantiene pegada a ellos y va libando como una abeja su néctar. Eso le gusta. Así sucede siempre. Cuando hay muchas aves del paraíso en una misma jaula, enseguida empiezan a volar las plumas.

La ropa que les asignan les da una idea de lo que está por venir. Todos son envueltos en unos monos de color naranja y plateado, los colores de Orley Enterprises, entonces el grupo entero sube hasta la plataforma de donde bajan las pasarelas hasta los ascensores. A continuación conocen a un negro de complexión fuerte al que Julian les presenta como Peter Black.

—Lo de
«black»
era fácil adivinarlo —dice Black jovialmente, y estrecha la mano a cada uno—, pero pueden llamarme Peter a secas.

Other books

If You Still Want Me by CE Kilgore
The Skull Throne by Peter V. Brett
Journey to Rainbow Island by Christie Hsiao
Cleopatra: A Life by Stacy Schiff
A Weekend Affair by Noelle Vella