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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (40 page)

BOOK: Lluvia negra
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—El proyecto Manhattan —dijo Hawker.

—Querían saber para qué vinimos aquí —les dijo—. Bueno, ya tienen su respuesta: creímos que aquí podríamos hallar el futuro, enterrado en el pasado.

Pensó en pedirles excusas por haberles llevado a aquel lugar, por mentirles y ponerlos en peligro y, tal como había señalado Hawker, por arriesgar su posibilidad de escapar; pero en lo profundo de su corazón sabía que aquel era su trabajo y que, enfrentada a las mismas circunstancias, volvería a tomar las mismas decisiones. Ella jugaba a ganar, sin importarle el coste, y ése era un hecho que reconocía como la principal diferencia entre Hawker y ella, la razón por la que él se había autodestruido y por la que ella siempre tendría éxito. Y eso la hacía sentirse extrañamente triste.

—Deberíamos irnos, ¿no? —dijo al fin.

Uno a uno se fueron poniendo en pie, buscando ánimos en su interior, e iniciando la larga caminata a lo largo del sendero por el que habían llegado allí.

McCarter se quedó atrás, con su atención puesta en el cuerpo que tenía ante él. Por un momento pensó en llevárselo, o al menos parte del mismo. Había tomado huesos y artefactos de lugares arqueológicos de todas partes del mundo, pero esto le parecía diferente… como si hubiera visto algo que nunca debiera haber visto. En un momento de emoción nada científica, decidió no hacerlo. Se irguió lentamente y se unió al grupo.

Treinta minutos más tarde habían llegado a la parte alta del túnel en zig-zag. Una vez se hubieron arrastrado por sobre los estrechas maderas, Hawker quitó el puntal de debajo del bloque de granito y éste cayó como un martillo, haciendo astillas las planchas de madera y lanzándolas pozo abajo. El túnel estaba cerrado, aunque Hawker recordó que, probablemente, el lago fluía hasta él. Y, habiendo visto cómo podían escalar aquellos animales, no cabía duda de que podrían subir por el interior del pozo.

Pondrían un sensor de movimiento encima del pozo y Verhoven colocaría además una bomba trampa: no estaban dispuestos a cometer el mismo error que los Cuatrocientos Muchachos mayas.

Un momento más tarde estaban ya de nuevo en el oloroso aire de la jungla, respirando con satisfacción y entrecerrando los ojos a causa de la cegadora luminosidad de mediodía. Brazos y Bosch les esperaban, vigilando a un tranquilo y pasivo Kaufman, al mercenario alemán superviviente y a William Devers.

Kaufman los vio llegar y sonrió calurosamente.

—¡Señorita Biggs! —dijo—. Me alegro de verla con vida.

Ella le miró, y luego apartó la vista.

—La encontraron —comentó Brazos—. Eso es bueno. ¿Podemos irnos ya?

Danielle miró a Hawker y luego asintió:

—Nos vamos.

Devers y el alemán se pusieron en pie, pero Kaufman siguió sentado, al parecer nada interesado en moverse.

—No me escucharon antes, pero quizá me escuchen ahora. Si se meten en la jungla jamás saldrán por el otro lado, posiblemente ni lleguen a mañana. Los animales de la noche pasada los cazarían en la espesura. Ya están en ella, eso lo saben ustedes. Y los nativos también están ahí. En cambio, en este lugar, ustedes tienen todas las ventajas.

Danielle le lanzó una mirada aviesa a Kaufman. Había estado esperando que les tendiese otra trampa, y se preguntó si sería ésta.

—¿Se le ocurre a usted algo mejor?

—Espero ayuda —dijo él, con orgullo.

—Naturalmente —aceptó Danielle—. Su helicóptero.

—Me preguntaba cuándo íbamos a volver a ver a ese bastardo —intervino Hawker.

—Sí, el bastardo que le derribó —dijo con sorna Kaufman.

Hawker sonrió ante el implícito desprecio:

—En realidad no fue una lucha justa. Pero, si podemos salir de aquí volando en lugar de caminando, le daré un beso a ese hijo de puta…

—Lo traeré —aseguró Kaufman—, pero quiero hacer un trato. Quiero algo a cambio.

—A cambio seguirá con vida —le dijo Danielle—. Eso debería de bastarle.

Hawker sonrió.

—Ella es quien manda…

Kaufman hizo una mueca: no estaba en posición de negociar.

Hawker le señaló la radio de onda corta:

—Salgamos de aquí antes de que caiga la noche.

—¡Ojalá pudiésemos hacerlo —dijo Kaufman de un modo extraño.

Hawker le miró.

—Pruebe con la radio —le dijo el magnate—, a ver qué logra…

Hawker conectó la radio y esta lanzó un fuerte chirrido y luego un estallido de estática que hacía daño a los oídos. Cambió de frecuencias sin obtener resultados y por fin la apagó.

—¿Qué es lo que le pasa?

—Casi todos los aparatos electrónicos que trajimos han fallado —le explicó Kaufman—. O están a punto de hacerlo. Y las radios de onda corta no funcionan, ni la suya ni la nuestra.

—¿Por qué? —preguntó el piloto—. ¿Qué es lo que pasa?

—La radiación de esta zona tiene un componente electromagnético que, al parecer, destruye los transistores. Es similar a lo que los militares llaman EMP, el
Electro Magnetic Pulse
, o sea, pulsación electromagnética. Cuanto más compacto sea el aparato, más pequeños sean sus transistores o más energía pase por él… antes falla. Es por eso por lo que las radios de onda corta fueron lo primero en estropearse. Si tuviéramos una radio de las antiguas, con válvulas de vacío, puede que aún estuviese funcionando.

Danielle intervino:

—Tiene razón. Antes de que ellos aparecieran ya estaban fallando algunos aparatos.

—¿Y qué hay del SatLink?

—Falló poco después de que tú te fueras.

—Vale, pero hay algo que aún está funcionando: el sistema de defensa, los transmisores—receptores portátiles.

Kaufman asintió con la cabeza:

—Sí, el sistema de defensa y los transmisores—receptores portátiles. Todos esos aparatos fueron diseñados para los militares. Y están protegidos contra ese tipo de pulsación electromagnética, porque en una explosión atómica se produce una enorme pulsación de ésas y los militares no quieren que todo deje de funcionar en cuanto empiece la gran guerra. Al cabo también fallarán, pero aguantarán más tiempo. Así que, si quieren que haga un llamada, más les valdrá que me encuentren una radio militar, y pronto.

—¿No podemos usar ésta? —dijo McCarter, alzando la radio FEB.

—Seguro —le contestó sarcástico Kaufman—… si lo que quiere es que le rescate un submarino.

—Las radios normales no la captan —explicó Hawker, luego se volvió hacia Kaufman—. Supongo que debe de tener un plan de emergencia…

—Lo tengo. Desde que estamos aquí, mi gente ha estado operando en secreto, al igual que ustedes: sin llamadas entrantes ni salientes. Y sin una petición anticipada para que apresure el proceso, mi piloto regresará con suministros un día y a una hora predeterminados —Kaufman miró su reloj—: aproximadamente dentro de setenta y dos horas. Volará hasta esta zona y esperará una señal, una secuencia específica de disparos de bengalas. Una vez la reciba, hará la aproximación final y aterrizará. Cuando llegue, podemos descargar los suministros e irnos de aquí volando, evitando lo que no dudaría en calificar como una muy desagradable caminata.

—¿Qué piensas? —le preguntó Danielle al piloto—. ¿Nos puede llevar a todos?

—Tal vez —contestó Hawker—. Si descargamos el suficiente combustible…

Se volvió hacia Kaufman:

—¿A qué distancia está su campamento base?

—Tenemos una barcaza en el río, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí.

—Eso me parece una buena idea —intervino Brazos.

—Sí —le apoyó el doctor Singh, mientras los otros se mostraban de acuerdo.

Hawker los contempló, aferrándose a la esperanza que representaba el helicóptero. Parecía la solución racional, mucho mejor que al abrirse paso luchando por la jungla. Pero también tenía sus peligros, de los que el tener que fiarse de Kaufman era el peor. No obstante, la esperanza era una motivación poderosa y no había razón alguna para apagarles aquella chispa. Intercambió una mirada con Danielle y luego se acercó a Kaufman.

—De acuerdo, esperaremos a su extracción —dijo, y luego añadió una severa advertencia—: Pero si algo sale mal, va usted a lamentarlo, y mucho. En otras palabras: no nos joda, o nosotros le joderemos a usted.

Richard Kaufman estudió a Hawker, valorando la amenaza. Aquel hombre era un bárbaro, pero uno que se había impuesto a sus propios bárbaros.

—Estoy convencido de que lo harían —dijo al cabo.

En último término Kaufman era un hombre de negocios, y en un sentido transaccional, no era dado a emociones, sentimientos y ni siquiera a dejarse llevar por el orgullo. Lo que le importaba era lo que decía la última línea, el resultado final. Y, en este caso, era la supervivencia. Si le daban a elegir entre morir en la jungla o volver a Estados Unidos encadenado, siempre elegiría los tribunales, con una horda de abogados vestidos de Armani a su lado y con todos los abusos del NRI por destapar. De hecho, dudaba que las cosas llegasen tan lejos: siempre podía hacerse un trato previo.

Por todo ello, cooperaría cuanto le fuera posible; pero ver la mirada retadora de Hawker se lo ponía difícil, hacía que se despertara su propio orgullo. Se volvió hacia Danielle y la estudió, viendo el desencanto grabado en su rostro. Creía entender el porqué:

—¿No hay nada allá abajo? —le preguntó.

—Nada —le contestó ella—. Nada más que espacios vacíos, piedra y muerte.

Kaufman se quedó en silencio, sintiendo su propia decepción tan profundamente como ella, y siendo su tristeza igual de real.

—Es una pena —dijo en voz baja—. Una vergüenza, después de todo lo que ha pasado…

CAPÍTULO 39

Así pues, esperarían. Esperarían en el claro al helicóptero de Kaufman, hasta que viniese o dejase de venir. Convertirían el campamento en un reducto fortificado y se refugiarían en él, evitando el oscuro laberinto de la jungla y sus sombras vaporosas e infinitas cortinas vegetales. Cavarían trincheras y construirían obstáculos y atesorarían las armas y municiones que ambas partidas habían traído. Y si sus atacantes regresaban a por su sangre, para conseguirla tendrían que superar una tormenta de fuegos entrecruzados.

Éste había sido el plan de Kaufman desde el principio, desde su primera conversación con el misterioso señor McCrea. Se había dado cuenta de inmediato del error que era entrar en la jungla, incluso antes de escuchar el tremendo relato de la caminata de McCrea hasta el río. Pero, claro, McCrea necesitaba escapar, mientras que, por el contrario, la intención de Kaufman había sido siempre quedarse, enfrentarse al problema y luego hallar lo que estaba buscando, sin que le molestasen ni los animales ni los
chollokwan
. Ahora, en las postrimerías de la fracasada versión inicial del plan, los supervivientes de ambos bandos iban a intentar un segundo acto, esperando que les fuera mejor.

Recayó en Verhoven el construir la nueva fortaleza, y empezó por descartar la mayor parte de lo ya hecho. Se dio cuenta de que, si Hawker y él no hubiesen abierto brecha en las defensas de Kaufman, no hubieran tardado en hacerlo los animales o los nativos: la red de pozos de tirador estaba demasiado dispersa, demasiado lejos unos de otros como para servir de mucho. Aquel dispositivo correspondía a un mundo para el que se habían entrenado durante las pasadas décadas los mercenarios de la Europa Oriental de Kaufman: el moderno campo de batalla, con sus terrores mecanizados y altos explosivos, un lugar en el que la distancia impedía que múltiples posiciones fueran barridas por un solo proyectil, bomba o misil.

Verhoven, en cambio, había pasado su vida luchando en combates cuerpo a cuerpo, en luchas con armas ligeras en sabanas herbosas, en junglas y en territorios tribales, combatiendo contra enemigos que usaban una tecnología inferior, pero en general contaban con el mayor número. Ese tipo de situación, que era en el que se encontraban ahora, precisaba que los combatientes estuviesen muy juntos, ya que la mejor defensa contra el verse arrollados era la concentración de la potencia de fuego.

Según su plan, Verhoven iba a cavar una nueva serie de pozos de tirador, menos profundos a causa de la premura del tiempo, pero apiñados, muy juntos, como el círculo de carromatos que usaban en el viejo Oeste americano. Cada pozo podría añadir su fuego al de su vecino, y de ese modo se duplicaba o triplicaba la potencia de fuego disponible sin importar en qué dirección se aproximase la amenaza. Eso haría que su pequeño grupo pareciese todo un pelotón de hombres armados.

Devers y Eric, el mercenario superviviente, fueron obligados a hacer la mayor parte del trabajo: Bosch les hacía trabajar, mientras que Verhoven vigilaba y criticaba. A pesar de sus heridas, trabajaron con todas sus fuerzas.

A corta distancia de allí, Danielle le dio a Susan un cursillo acelerado sobre armas. La joven nunca había disparado un arma de fuego, y no mostraba grandes deseos de hacerlo ahora, pero el plan de Verhoven y el escaso número de componentes del grupo exigía que, por lo menos, supiese cargar los fusiles. A lo largo de una hora aprendió a manejar un Kaláshnikov: cargar, apuntar, disparar y practicar la extracción de cartuchos atascados. Disparó dos cargadores completos de munición, sin que su puntería llegara a ser precisa, pero eso poco importaba: sólo dispararía si los
chollokwan
los estaban asaltando, y en tal caso habría demasiados blancos como para fallar.

Mientras Susan practicaba, Brazos y Singh emplearon las herramientas de la expedición para mejorar en lo posible su situación, complementando los sensores electrónicos con la más primitiva de las defensas: cortaron barras de acero en trozos y los clavaron en el suelo con su punta afilada hacia arriba. Luego añadieron montones de palos y piedras sueltas como obstáculos adicionales, de modo que cualquier cosa que llegase a la carga se vería obligada a seguir un camino zigzagueante o a meterse de lleno en una línea de fuego.

Mientras el resto del grupo construía defensas, Hawker, McCarter y Kaufman recuperaban lo que quedaba de las armas de este último. Con el magnate guiándoles buscaron entre las cajas de equipamiento que habían llevado hasta allí desde la barcaza en el río, y que continuaban cuidadosamente apiladas, hasta dar con las que contenían armas y municiones. Kaufman tenía razón al ufanarse ante Gibbs de que sus hombres estaban mucho mejor equipados que los del NRI, pero los combates por hacerse con el control habían terminado tan súbitamente, que buena parte del armamento continuaba embalada.

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