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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (44 page)

BOOK: Lluvia negra
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Mientras Hawker le daba patadas, el barro empezó a perder trozos que caían, y McCarter se echó más atrás, para evitar la lluvia de terrones. Tras una docena de golpes, la cosa entera se desprendió y cayó hacia tierra, dando contra el suelo con un sonoro golpe.

McCarter lo examinó: con un palo empezó a apartar el barro amasado y, poco después, pudo ver la cara y la parte superior del torso de un hombre. Reconoció su ropa como el uniforme que llevaban los mercenarios de Kaufman. Arrancó otro gran trozo de tierra del pecho del hombre y se detuvo. Creyó haber visto moverse un brazo. Parpadeó y miró fijamente, poniendo cuidado en no interferir. Y entonces se movió de nuevo: con un pequeño movimiento, como haciendo una señal.

CAPÍTULO 42

Asiendo su radio, McCarter pidió ayuda.

—Danielle —dijo—. Necesitamos que el doctor Singh venga aquí. Lo necesitamos de inmediato.

La llamada de McCarter obtuvo una respuesta casi de pánico de Danielle:

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Algo anda mal?

—Esto… bueno… no ha pasado nada —tartamudeó McCarter, dándose cuenta de cómo debía de haber sonado su mensaje en el campamento—. De todos modos nada malo. Bueno, no muy malo. Bueno, algo malo.

Se calló y ordenó sus pensamientos.

—Hawker y yo estamos los dos bien —aclaró—, pero hemos encontrado a alguien que puede que necesite la ayuda del doctor Singh.

Hubo una breve pausa y luego Danielle dijo que el doctor estaba en camino.

Mientras Hawker iniciaba el descenso, McCarter examinó más detenidamente al hombre. Le pinchó y empujó por unos momentos, pero no vio más movimientos. Tocó la piel del hombre y la notó fría, y al fin se dio cuenta de que estaba muerto.

Un rápido examen le dijo lo mismo al doctor Singh:

—A este hombre ya no le puedo ayudar en nada —dijo.

—Lo sé —dijo McCarter avergonzado—. Me confundí. Se le movió el brazo… en realidad, se le movió dos veces. Pensé que estaba… ya sabe… vivo.

Hawker saltó desde la rama más baja y dio una mirada a lo que había hecho McCarter.

—Menos mal que ya estaba muerto —dijo—, porque si no esa caída le habría hecho un daño horroroso.

Juntos, el doctor Singh y McCarter limpiaron el resto de barro que lo envolvía. Descubrieron dos grandes agujeros en el pecho del hombre que le atravesaban la camisa. Cuando se la quitaron, cortándola, encontraron un grupo de bultos oscuros bajo su piel. Habían visto esas erupciones antes, en el cadáver del nuree que habían hallado flotando en el agua. Esta vez, sin embargo, parecía haber movimiento en las hinchadas ampollas, algo se desplazaba como el mercurio, aquí y allá, bajo la piel.

—Burbujas de gas —supuso el doctor Singh—. Probablemente el movimiento de esas burbujas tensó la piel e hizo que el brazo de este hombre se moviese.

—Por lo menos no veo visiones —respiró McCarter.

El doctor se puso un par de guantes de látex e inició una exploración. Cortó una de las burbujas con un bisturí. Se abrió con un pop, y brotó un chorrito de sangre. Hawker y McCarter dieron un paso atrás.

El doctor tocó el brazo del hombre, que se movió libremente.

—Extraño —comentó, sorprendido—. No tiene rígor mortis y, como el hombre del río, casi no parece haber sufrido descomposición, si es que ha habido alguna…

Tomó sangre con una aguja hipodérmica y la depositó en un tubo de laboratorio. A continuación examinó el daño hecho por los aguijonazos, que atravesaban las costillas y penetraban profundamente en el pecho, pero no salían por el otro lado. Un golpe controlado, de nuevo como en el caso del hombre hallado en el río. Empezó a pensar que la suposición de Verhoven había sido correcta, y que quizá los
chollokwan
hubieran atado al
nuree
para entregárselo en sacrificio a los animales.

Mientras iba a tomar otra muestra, Singh vio moverse algo en los restos de la ampolla que había seccionado.

—Extraño —dijo de nuevo.

—No para usted de decir eso —le comentó Hawker—, pero sucede que no hay mucho por aquí que no sea extraño. ¿No podría ser un poco más específico?

El doctor no le contestó, sino que fue a por algo que parecía estar nadando en un charco de mucosidad negra: con unas pinzas sacó el resbaladizo objeto gris de la cavidad en el pecho del hombre. Se parecía a una sanguijuela muy grande, pero con dos largos filamentos que iban hasta la cavidad del pecho del hombre, en donde permanecían sujetos a algo.

Singh sostuvo el parásito sin cortar los filamentos, pero fue en busca de su punto de conexión, que era una arteria principal justo encima del corazón del hombre. Cortó una sección de la arteria y sacó con ella al chupasangre.

El parásito, parecido a un gusano, se estremecía impaciente, luchando contra el apretón de las pinzas. Los filamentos soltaron el pedazo de arteria y empezaron a serpentear adelante y atrás, retorciéndose uno sobre el otro, como un par de diminutas mangueras de bomberos que se hubieran escapado de las manos de quien las utilizaba. Parecían estar buscando algo a lo que agarrarse

Singh lo alzó para enseñárselo a los otros dos, y Hawker se echó atrás.

—¿Qué es eso? —preguntó McCarter.

—No lo sé —dijo Singh—, pero si tuviera que hacer una suposición, yo diría que es la forma reproductora del animal que mató a este hombre.

Hawker lo miró aún con más asco que antes.

—¿Una larva?

—En cierto sentido —le explicó el doctor—. Depositada como parásito en este cadáver.

El piloto hizo una mueca de repugnancia.

—¿Está seguro?

—No puedo estar totalmente seguro, pero me parece probable. Muchas especies se reproducen por medios parasitarios, en especial los insectos. Por ejemplo, las avispas pican a otros insectos, los paralizan y depositan en ellos sus huevos. En esos casos el anfitrión vive mientras lo devoran desde dentro.

—Más rasgos de insecto —señaló McCarter.

El doctor señaló a los filamentos, que eran tan largos como el cuerpo mismo de la larva.

—Parece haber estado alimentándose con los nutrientes de la sangre del muerto. Posiblemente esas burbujas hayan sido causadas por sus propios gases de desecho.

Lo alzó hacia Hawker para que lo viera mejor. Éste de nuevo retrocedió.

—Vaya con cuidado con esa cosa…

McCarter parecía más interesado.

—¿Y qué hay de las otras ampollas?

Singh metió al parásito en un recipiente y regresó al cuerpo. Estaba seguro de que cada ampolla oscura contenía a otra larva.

Hawker tomó la radio y le pidió a Danielle que acudiera con una lata de gasoil, pues ya no lo necesitaban para el generador averiado.

—¿Podemos aprender algo de eso? —preguntó luego.

—Definitivamente sí —le replicó Singh.

El piloto no pareció nada feliz.

—Sabía que me iba a decir eso. De acuerdo, he dicho que íbamos a investigar un poco, así que haga lo que pueda con esas cosas. Pero, haga lo que haga… ¡que no se le escapen!

El doctor colocó la última de las cuatro larvas en un tubo de ensayo, y se dedicó a tomar muestras del cuerpo. Mientras él trabajaba, Hawker y McCarter recogían ramas que colocaban alrededor del cadáver.

Danielle llegó un minuto más tarde con una lata de cuatro litros de gasoil y, cuando Singh hubo acabado, lo vertió sobre el cuerpo y sobre la madera que lo rodeaba.

Hawker tiró una cerilla al montón. Durante un momento sólo ardió allí donde había caído: una llamita prendida al extremo de un palito. Luego, el fuego prendió con un resoplido y las llamas crecieron rápidamente. El humo de la cremación se alzó por entre los árboles hacia el cielo, como una ofrenda.

Mientras el grupo regresaba al campamento, el arqueólogo se volvió hacia Hawker:

—¿Nos hemos enterado de lo que queríamos saber?

—Nos hemos enterado de más de lo que queríamos —dijo Hawker.

McCarter asintió, pensando que el piloto hablaba del cadáver y las larvas e, indirectamente, tenía razón. Pero el otro estaba preocupado por algo más que por el cuerpo y los bichos que habían hallado en él: y es que, desde arriba del árbol había visto, dispersos por entre las ramas cercanas, nidos como aquel de todas las formas y tamaños. Había docenas de ellos, docenas y más docenas, como una plantación de árboles frutales que diesen frutos podridos. Algunos parecían estar nuevos, con el barro negro y los costados lisos, mientras que otros eran más viejos, estaban ya secos y desmoronándose; y también los había que eran sólo cascarones vacíos y abiertos, de los que las larvas o cualquier otra cosa que hubiese dentro se habían ido hacía tiempo.

Los animales habían estado vaciando la selva de todo ser vivo: la prueba de ello colgaba pudriéndose de los árboles.

CAPÍTULO 43

De vuelta en el campamento, McCarter halló a Susan durmiendo en su pozo de tirador con su fusil en la mano como un buen soldado. Había pensado hacerle a ella la pregunta de Hawker pero cambió de opinión, pues no quería molestar a la joven. De todos modos, ella se movió:

—¿Doctor McCarter?

Él sonrió.

—No deseaba despertarla.

Ella se desperezó torpemente.

—En realidad no estaba dormida: oigo cada sonido.

McCarter inspiró profundamente, mientras la miraba: sólo era una niña, no podía ni imaginarse a lo que se estaba enfrentando. A lo que todos se estaban enfrentando. Y se dijo que quizá la pregunta de Hawker les ayudase a ambos a pensar en otra cosa…

—No es verdaderamente importante —dijo—, pero me preguntaba si me podría ayudar con una cuestión, una con la que mi mente cansada está batallando.

Ella asintió con la cabeza, y él se sentó y repitió la pregunta del piloto, pero la respuesta también se le escapaba a ella, igual que se le había escapado a él.

Lo discutieron un rato e intercambiaron opiniones, pero no hicieron un auténtico avance hasta que consideraron una pregunta diferente, una que se habían estado planteando desde el principio… para empezar, ¿qué es lo que hacían allí los mayas?

—Todo empieza aquí, con la pregunta original —señaló McCarter—: este sitio, ¿es
Tulum Zuyua
?

—No lo podemos probar —dijo Susan.

—No, pero parece posible: Siete Cavernas, El Lugar del Agua Amarga, glifos que hacen referencia a cosas que pasaron antes de que los primeros mayas se marcharan de
Tulum Zuyua
—se rascó la cabeza, mientras pensaba—. Si asumiésemos que es cierto, ¿eso nos ayudaría? Lo que quiero decir es: ¿qué sabemos de
Tulum Zuyua
que nos pueda decir algo?

—Aquí les dieron sus dioses a los humanos —dijo ella—. Y éstos se fueron, en una especie de éxodo.

—Justo —aceptó McCarter—. Y, por lo que hemos hallado… o, mejor dicho, por lo que no hemos hallado, no parece que este lugar estuviese ocupado mucho tiempo.

Se refería a la ausencia de utensilios cotidianos, que forman la mayor parte de los hallazgos en cualquier excavación: la cerámica para cocinar y llevar agua, las herramientas y los huesos de los animales consumidos como alimento, todo lo que se apila en los antiguos vertederos. Ni tampoco habían hallado una extensa escritura: había glifos en la fachada y el interior del templo, así como en una de las estructuras más pequeñas: ciertamente era algo, pero no un gran trabajo, como el que se veía en los jardines de piedra de las ciudades clásicas de los mayas. Y, en ciertos lugares, parecía como si el trabajo hubiera sido interrumpido súbitamente, como si fuesen frases a medio acabar. Todo lo cual sugería un repentino éxodo.

—Usted cree que huyeron… —aventuró ella.

—Que abandonaron el lugar —le corrigió McCarter—, lo que es algo diferente a la ordenada partida narrada en el
Popol Vuh
, pero incluso allí, la descripción de esa gente caminando por entre la oscuridad y bajo la lluvia evoca la imagen de unos refugiados.

Ella pareció estar de acuerdo

—¿Qué más sabemos?

McCarter se frotó la naciente barba de sus mejillas: parecía papel de lija; luego tendió la mano hacia sus notas. Comenzó a pasar las hojas una vez más, yendo esta vez hacia atrás, empezando en la fecha actual y yendo hacia el inicio de la expedición. El forzarse a revisar lo escrito, a estudiar las palabras en lugar de pasar a lo que sabía que venía después, era un truco útil que había aprendido hacía mucho.

Página tras página fueron pasando por entre sus manos: los dibujos que había hecho, las notas que había garabateado y que ahora casi parecían indescifrables. Entrecerró los ojos y forzó su cerebro, y luego continuó yendo atrás. Las páginas volaban, una tras otra, hasta que al final se detuvo en una.

Sus dedos frotaron el papel: la sensación táctil de la fibra le resultaba familiar, y la mancha en semicírculo de una taza de café le recordaba el día en que había escrito aquella página.

Miró su propia escritura y el glifo que había trascrito, uno que no había copiado ni en el claro ni en el templo, sino allá en el Muro de los Cráneos. Sus ojos pasaron por el mismo repetidamente, mientras que su mente daba un salto que habría sido incapaz de dar sólo unos días antes. ¡Había hallado la clave!

Marcó el punto en sus notas, y comenzó a rebuscar entre el resto, tratando de hallar un dibujo que había hecho en la base del altar, dentro del templo.

Le dijo a Susan lo que andaba buscando. Ella sacó una copia impresa de una foto que había hecho con su cámara digital, antes de que ésta y la impresora hubiesen sucumbido a la degradación electromagnética.

McCarter le dio las gracias y tomó la foto. Escrutó la imagen un instante, y luego buscó de nuevo la página que había señalado. Firmemente convencido, devolvió la foto hacia su ayudante.

—Esta serie de glifos —dijo, señalando a la parte izquierda de la foto tomada en el interior del templo—. ¿Recuerda la conclusión a la que llegamos acerca de ellos?

Susan examinó la foto brevemente, musitando para sí, mientras traducía:

—La ofrenda al
Ahau
. Sacrificio al rey que manda en esta ciudad. En este caso, aquel para quien fue construido el templo.

—Correcto —aceptó McCarter. Señaló a la derecha de la foto, a otro glifo, más grande y sin embargo ilegible; ilegible porque estaba machacado, aplastado como a golpes de martillo o de una piedra. No era el único glifo que parecía haber sido dañado de aquel modo, pero era el único de aquella parte en particular. Aquello le había parecido a McCarter un acto de vandalismo. Y el hecho de que fuera el nombre del
Ahau
, del rey, aún le causaba una mayor impresión. Pensó en el faraón mandando borrar el nombre de Moisés de todos los obeliscos de Egipto—. Y éste es el nombre de aquel a quien habían dedicado toda esta deferencia, aquel para quien se construyó el templo.

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