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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (42 page)

BOOK: Lluvia negra
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McCarter hizo su mejor imitación de John Wayne:

—Tan sólo es un arañazo…

Hawker miró el grosor de la gasa y el vendaje que hacía bulto bajo la camisa de McCarter.

—¡Pues vaya un arañazo!

Con sólo unas pocas horas de sueño, Hawker se había despertado con la mente relativamente clara, y con sus pensamientos enfocados en las posibilidades que tenían ante ellos. Su principal preocupación era el daño que habían sufrido al perder a Kaufman.

Aquella idea le había asaltado cuando se había ido a dormir, dándole un golpe demoledor, un golpe del que dudaba que fuera a recuperarse. Sin Kaufman para mandar la señal no habría extracción, nada de viaje gratis de vuelta a casa, y posiblemente eso significaba el fin para todos ellos. Se había guardado este pensamiento para sí, esperando que no se les ocurriese a los otros.

Pero, al despertarse, se sentía diferente: era poco probable que Kaufman conociese la mecánica de las señales entre los mercenarios. Después de todo, no sabía nada sobre las armas y, con toda probabilidad, hacía poco más que dar las órdenes. Aparte de eso, una secuencia de bengalas era una señal de aterrizaje poco corriente: las bengalas eran usadas para llamar la atención desde la distancia, no para hacerle señales a alguien que ya conocía la posición de uno. Una señal mucho más común sería un bote de humo de color, que identificaba a la persona que necesitaba ser rescatada y además permitía al piloto juzgar el viento.

Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que la señal de Kaufman era una mentira, una invención pensada para darse a sí mismo algún valor residual y de ese modo disminuir la posibilidad de ser sumariamente ejecutado de un tiro. Una actuación astuta, reconoció el piloto, pero que él ahora ponía en duda.

Para confirmar su teoría, Hawker había husmeado entre los suministros de Kaufman en busca de botes de humo, y los había hallado. Desafortunadamente de tres colores diferentes: amarillo, rojo y verde. Y si bien abrir el bote equivocado (o lanzar la bengala que no era, si es que Kaufman había dicho la verdad) no iba a ahuyentar a su piloto, indudablemente le iba a hacer sentirse más suspicaz, y ahí es donde radicaba el problema: puede que el piloto aterrizase, o que se aproximase para echar un vistazo más detallado, o también pudiera ser que los ametrallase antes de pasar por encima y perderse en la distancia.

Pensó que quizá pudiesen engañar al piloto desenterrando a los mercenarios muertos y poniéndose sus uniformes; pero el grupo del NRI tenía una composición muy diferente. No sólo su número era menor, sino que además había entre ellos dos mujeres, un negro y un brasileño de piel muy oscura. Eso no iba a pasarle desapercibido al piloto. Desde luego, no estarían a la vista ni Kaufman con su gran cazadora de safari, ni la docena de rubios alemanes orientales.

E incluso si el piloto aterrizaba, sin Kaufman para darle órdenes, probablemente habrían de hacerse con el helicóptero por la fuerza, sin dañarlo en el intento. Lo cual, de nuevo, no era imposible, especialmente con el rifle de francotirador… pero, aun así, un millón de cosas podían ir mal.

Por todo ello Hawker se preguntaba si no deberían de emprender una caminata a través de la jungla, mientras el sol estuviese aún en lo alto. Elije tu veneno, se dijo a sí mismo.

Pero, tras la noche que acababan de vivir, no tenía deseo ninguno de enfrentarse ni siquiera a una sola de aquellas cosas en medio de la enredada oscuridad de la jungla pluvial. Dos días en el bien defendido claro y un cincuenta por ciento de posibilidades con el helicóptero le parecía una opción mucho mejor que cuatro o cinco días abriéndose paso por la jungla. Continuarían esperando, y eso significaba que necesitaban información.

—Una noche dura —le dijo a McCarter.

—Estoy seguro de que esta noche será más de lo mismo… —replicó el científico.

—Tal vez —comentó el piloto—. Y tal vez no…

McCarter acabó de abotonarse la camisa.

—En cualquier pelea, las cosas siempre parecen peores desde tu propio bando —le explicó Hawker—: Lo único que ves son tus propias pérdidas, pero no las del enemigo. Tu mente te dice que aún sigue intacto, cuando es evidente que no es así.

Hawker señaló a la selva.

—No lo hicimos tan mal anoche: seguimos con vida y les dimos una buena paliza a esas cosas. Algunas de ellas van a morir y otras se van a quedar lamiéndose las heridas, lo que significa que habrá menos de ellas por aquí para molestarnos esta noche.

—Pero van a volver —insistió McCarter.

—Vale, supongo que lo harán —aceptó Hawker—, y antes de que lo hagan, tenemos que hacer algunas investigaciones.

McCarter le prestó más atención:

—¿Investigación? Me gusta la investigación… ¿en qué está pensando?

Hawker señaló hacia la espesura.

—Tenemos que ir allí a husmear un poco entre los árboles. Mirar algunas cosas.

El rostro de McCarter reflejó desagrado ante ese plan:

—¿Le he dicho ya lo mucho que odio la investigación? ¡No la soporto! Siempre la dejo para mis ayudantes…

Hawker sonrió:

—Buen intento —le dijo.

Unos minutos más tarde, Danielle les estaba dando dos radiotransmisores. El primero de ellos sonaba débil e intermitentemente.

—¿Estáis seguros de que esto es sensato? —les dijo.

McCarter cogió el otro aparato.

—Es cualquier cosa menos sensato —dijo, mirando a Hawker—. De hecho, creo que habría que mirarle la cabeza. Tal vez tendría que examinarlo el doctor Singh.

—Estoy demasiado mal para que me pueda curar —dijo el piloto riendo.

—Sí, pero quizá pudiera empezar a ponerle parches… —replicó McCarter—, y eso es lo importante.

Hawker apretó el botón del micrófono de la radio: parecía estar funcionando.

—Ésta es buena

—Trata de hacer que dure —le dijo Danielle—, el cargador ya no funciona.

Hawker se colocó la radio al cinto.

—Maravilloso —dijo—, dentro de poco viviremos como en la Edad Media.

Mientras Hawker, tras tomar su fusil, se llevaba a un nada convencido McCarter a través del claro, Danielle se encontró pensando en él: a pesar de su aparente humor notaba que llevaba un gran peso sobre sus hombros… el peso de las esperanzas puestas en él por los otros. Lo miraban con confianza, esperando que él los llevara de vuelta a casa. En tanto que él creyese que iban a sobrevivir, los demás también lo creerían, pero si desfallecía o hablaba con desconfianza, lo iban a notar y entonces se derrumbarían.

Mientras caminaba hacia los árboles, se descubrió observándole y preguntándose acerca de él, y hacía eso sentada junto a la persona que probablemente lo conocía mejor en este mundo.

Se volvió hacia Verhoven, que estaba sentado al borde de su pozo de tirador, llenando torpemente cargadores con su mano buena:

—Hábleme de Hawker —le dijo.

Verhoven alzó la vista por un instante, y luego volvió a la tarea que le ocupaba. No parecía interesado.

Ella sacó una lata de tabaco, una de las que la gente de Kaufman le había quitado.

—Le recompensaré bien…

Verhoven le guiñó un ojo, con una sonrisa cómplice en el rostro, como para decirle que le gustaba su modo de negociar.

—¿Qué es lo que quiere saber?

Le entregó la lata.

—Ustedes ya trabajaron juntos antes, ¿no?

—Hace mucho.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo se convirtieron en enemigos?

El curtido rostro de Verhoven se arrugó mientras tomaba un oscuro trozo de tabaco de mascar de la lata y se lo metía en la boca.

—Traté de matarlo —dijo con sinceridad.

Danielle se quedó asombrada: ella había supuesto que era por algún tipo de discusión llena de orgullo, un desacuerdo estratégico, una pelea por dinero o incluso quizá por una chica. Cualquier cosa, menos lo que Verhoven acababa de decirle.

—O, por lo menos, así lo cree él —explicó el sudafricano.

—¿Y por qué lo piensa? —quiso saber ella.

Verhoven suspiró, como molesto, antes de contestar:

—Hubo un tiempo en el que Hawker y yo éramos amigos —dijo—. Buenos amigos, a pesar de nuestras diferencias. Trabajábamos en Angola, él para la CIA y yo para las Fuerzas Especiales de Sudáfrica. Nuestro trabajo era promover la resistencia contra el régimen que llevaba treinta años oprimiendo aquel país. Era un trabajo jodido, siempre lo son en esos lugares. Y, con el tiempo, Hawker hizo algunas elecciones que lo enfrentaron a todos los que conocía, yo incluido.

—Sé algo de eso… —dijo ella—, que desobedeció órdenes.

Verhoven escupió al suelo el primer salivazo de jugo de tabaco. Eso pareció alegrarle sobremanera.

—Hay órdenes —afirmó—, y órdenes. Algunas se dan a sabiendas de que tal vez no serán cumplidas, especialmente en ese mundo. Pero hay otras que son la ley.

—Y Hawker desobedeció las que no hay que desobedecer…

Verhoven se guardó la lata en el bolsillo del pecho y tomó otro cargador que llenar.

—Sí —aceptó—. Pero, realmente, las cosas no son tan simples. Para entender lo que sucedió, para verdaderamente entender lo que pasó, primero hay que entender África…

Metió un cartucho en su lugar.

—Aparte de mi país, en la mayor parte del continente reina una especie de anarquía. Una anarquía cíclica e insoluble. Señáleme una nación, y yo le mostraré una guerra. Señáleme otra y yo le mostraré un genocidio o dos. Angola no era diferente: la CIA llevaba décadas en el país, la mayor parte del tiempo apoyando a un demente llamado Jonas Savimbi. Para cuando Hawker llegó allí, se habían dado cuenta de que aquel hombre no era más que un loco asesino; de modo que empezaron a diversificar: Hawker y yo trabajábamos con los grupos más pequeños, los que no estaban unidos a Savimbi. En cualquier otro lugar habrían sido aliados, unidos en contra de un enemigo común, pero la razón y la lógica cuentan bien poco en África, y Savimbi nos consideraba una amenaza. Así que se llegó a un trato, uno de esos que deja a ciertas partes fuera de juego…

—Vuestras partes —supuso ella.

Verhoven asintió.

—El dinero se iba a acabar, las armas se iban a acabar y las tribus con las que Hawker y yo habíamos estado trabajando iban a ser dejadas a su suerte, con una división entera del Ejército de Angola yendo a por ellas, sedienta de sangre y con ganas de darles un escarmiento como advertencia para los demás.

Así que ésa era la orden que Hawker había desobedecido. Naturalmente no estaba en su ficha: para empezar, algo así jamás sería escrito de un modo oficial.

—Y Hawker los siguió armado… —volvió a suponer.

—Se había hecho muy amigo de ellos. Les había dado su palabra. Así que se saltó las normas, comprando armas a cuenta de la Agencia, y robándolas cuando La Agencia le cortó el acceso al dinero.

Verhoven hizo una pausa en la narración para cargar unas cuantas balas más.

—A su gobierno no le gustó mucho aquello, y le pidió al mío que lo detuviese y lo pusiese a buen recaudo. Bueno, costó pero lo hicimos. Y mientras Hawker estaba pudriéndose en uno de mis campamentos, los angoleños hicieron una matanza entre aquella gente.

Danielle apartó la vista, sintiéndose mal. Verhoven continuó:

—Y mientras la CIA estaba pensando qué hacer con él, un hombre llamado Roche entró en su celda y le pegó un tiro en el pecho. Hawker cree que yo lo ordené.

—¿Y por qué iba a pensar eso?

—Porque, oficialmente, Roche estaba a mis órdenes —le contestó Verhoven—. En realidad, las órdenes las recibía de alguien de Pretoria: parece ser que pensaban que mi gente y yo habíamos estado demasiado tiempo asociados a Hawker como para poder fiarse de que lo fuésemos a cazar, así que le ordenaron a Roche y su equipo especial que hiciera el trabajo. Pero resultó que durante casi un año Hawker los estuvo haciendo quedar como unos tontos, escapándose de las trampas que le tendían, llevándose las armas y el dinero, y empujando a Roche a callejones sin salida una y otra vez. Al parecer Roche estaba a punto de ser relevado, cuando al fin consiguió su objetivo.

Verhoven apretó los dientes y su voz se hizo más ronca:

—La primera vez que vi a Hawker, después de eso, no le reconocí: estaba hecho un cromo, cubierto de sangre.

—¿Y no pudo usted evitarlo?

Verhoven la miró con frialdad.

—Ya se lo he dicho, Roche no estaba a mis órdenes…

Danielle se inclinó hacia atrás, inspirando profundamente y removiendo con la punta de su bota el polvo del fondo del pozo de tirador.

Por su parte, Verhoven colocó otra bala en el cargador y lanzó otro salivazo de tabaco al suelo.

—¿Cómo sucedió? —preguntó al fin ella.

—No lo sé exactamente —le dijo él—. Oí un disparo y cuando llegué le encontré en el suelo, sangrando por el pecho. Roche estaba allí con la pistola en la mano, balbuceando algo sobre que Hawker se iba a escapar, pero aún seguía encadenado a una jodida viga. Casi maté a Roche allí mismo: le pegué hasta dejarlo inconsciente, con su propia pistola… y habría acabado con él, pero llegó uno de sus hombres y me detuvo. Al parecer, a Roche se le había acabado el tiempo: le habían dicho que la CIA había mandado a alguien a recoger a Hawker esa misma tarde… Supongo que pensó que lo iban a dejar libre y no pudo soportarlo… se volvió loco.

Verhoven agitó la cabeza, recordando los acontecimientos.

—Yo mismo comprobé cómo estaba Hawker, y no tenía pulso. Quiero decir que estaba azul, ¿sabe? No podíamos entregárselo así a su gente, así que lo metimos en la parte de atrás de un
jeep
, lo llevamos a unos tres kilómetros de allí y lo tiramos entre los matorrales. Le dijimos al enviado de la CIA que se había escapado. —Una sonrisa apareció en el arrugado rostro de Verhoven—. Lo más irónico de todo fue que Roche no podía decirle a nadie que le había pegado un tiro a su prisionero, o se las hubiera cargado. Así que tuvo que fingir que Hawker le había dado una buena paliza y se le había vuelto a escapar otra vez. Eso acabó de enloquecerlo del todo.

—¿Y cómo sobrevivió Hawker?

—No lo sé. Durante un tiempo ni supe que había sobrevivido. Pero un par de meses más tarde empecé a oír rumores de un estadounidense que trabajaba en el tráfico de armas, en la costa oeste de África. No hay demasiados blancos por allí, y los estadounidenses son minoría. Unos pocos meses después, la CIA me trajo una foto de vigilancia para que la examinase: la habían tomado la semana anterior en Liberia. Era Hawker, tan claro como el agua.

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