Lo mejor de mi (12 page)

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Authors: Nicholas Sparks

Tags: #Romántico

BOOK: Lo mejor de mi
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Una vez al año, Dawson recibía las fotos en Luisiana junto con un breve informe que lo ponía al corriente sobre Marilyn, Emily y Alan. Los detectives privados que había contratado siempre eran meticulosos, aunque nunca fisgoneaban demasiado.

A veces se sentía culpable de haber ordenado que siguieran a los Bonner, pero tenía que saber si había sido capaz de contribuir de una forma mínimamente positiva a sus vidas. Eso era todo lo que quería desde la noche del accidente, y por eso había estado enviando cheques mensualmente durante las dos últimas décadas, casi siempre por medio de cuentas bancarias anónimas establecidas fuera del país. Dawson era, después de todo, responsable de la mayor pérdida que había sufrido aquella familia. Mientras corría por las silenciosas calles, sabía que estaba dispuesto a hacer lo que fuera para remediar aquel mal.

Abee Cole podía notar el malestar que le provocaba la fiebre. A pesar del intenso calor estaba temblando. Dos días antes, se había enfrentado con su bate de béisbol a un tipo que lo había provocado, y el muy desgraciado había contraatacado por sorpresa con un cúter y le había abierto un buen tajo en el vientre.

Un poco antes, aquella misma mañana, se había fijado en que la herida supuraba pus verde y despedía un desagradable olor, a pesar de los fármacos, que se suponía que tenían que ayudar. Si no le bajaba pronto la fiebre, no se lo pensaría dos veces antes de moler a palos al primo Calvin con su bate; era él quien le había jurado y perjurado que los antibióticos que había robado en la consulta del veterinario funcionarían.

De repente, sin embargo, se quedó totalmente pasmado. Acababa de ver pasar a Dawson corriendo por el otro lado de la calle. Por un momento consideró qué hacer con él.

Ted estaba en la misma calle, un poco más abajo, en uno de esos supermercados que abrían las veinticuatro horas del día. Abee se preguntó si habría visto a Dawson. Probablemente no, o habría salido disparado de la tienda como un toro salvaje. Desde que se había enterado de que Tuck estaba tan jodido, Ted había estado esperando que Dawson se dejara caer por el pueblo, probablemente afilando la navaja, cargando la escopeta y comprobando sus granadas o bazucas, o cualquier otro artefacto que guardara en aquella madriguera de ratas que compartía con Nikki, su pareja, una pobre pelandusca vagabunda.

Ted no estaba muy bien de la cabeza, nunca lo había estado; no era más que un saco lleno de rabia. Nueve años en la cárcel tampoco habían servido para enseñarle a controlar sus arranques violentos. En los últimos años, había llegado a tal punto que era casi imposible mantenerlo a raya. Sin embargo, Abee pensaba que eso también tenía sus ventajas. Ted era un matón peligroso, y todos los Cole que trabajaban en la elaboración del
crank
le tenían miedo y no se atrevían a rechistar. Ted tenía a todo el mundo aterrorizado, y a Abee le parecía perfecto; así la familia se limitaba a cumplir órdenes y no metía las narices en sus negocios. Aunque no sintiera un especial afecto por su hermano pequeño, tenía que admitir que le era útil.

Pero Dawson había regresado, ¿y quién sabía cómo iba a reaccionar Ted? Abee ya había supuesto que aparecería cuando Tuck la palmara, pero esperaba que mostrara el suficiente sentido común como para quedarse solo el tiempo necesario para rendir el debido respeto al muerto y largarse pitando, antes de que nadie se enterara de que había estado en el pueblo. Eso era lo que cualquiera con dos dedos de frente habría hecho, y estaba seguro de que Dawson era lo bastante listo como para saber que Ted sentía unas enormes ganas de matarlo cada vez que se miraba en el espejo y veía su nariz torcida.

A Abee le importaba un bledo lo que le pasara a Dawson, pero no quería que Ted se metiera en más problemas. Ya le costaba bastante tirar del negocio familiar, con los federales, la poli estatal y el
sheriff
siempre dispuestos a meter las narices. Ya no era como en los viejos tiempos, cuando les temían; ahora la poli tenía helicópteros, perros adiestrados, cámaras infrarrojas y chivatos por todas partes. Abee tenía que pensar en todo; tenía que ingeniárselas constantemente para esquivar la ley.

De todos modos, Dawson era mucho más listo que los dro-gatas y chorizos con los que Ted solía tratar. Podían criticarlo tanto como quisieran, pero había tenido las santas narices de enfrentarse a Ted y a su papaíto cuando los dos iban armados, y eso no era moco de pavo. Dawson no temía ni a Ted ni a Abee, y estaría preparado. Cuando se lo proponía, podía ser despiadado. Solo por eso, su hermano debería pensárselo dos veces antes de enfrentarse a él; pero no lo haría, porque nunca pensaba antes de actuar.

Lo último que le faltaba era que volvieran a meter a Ted en la cárcel. Lo necesitaba, con la mitad de su familia enganchada a la droga y tan propensa a cometer estupideces. Abee tenía que evitar que se le fuera la pinza cuando viera a Dawson, porque si no su hermanito acabaría otra vez ante el juez. Solo de pensarlo notaba como le ardía el estómago y sentía unas náuseas incontrolables.

Abee se inclinó hacia delante y vomitó en el asfalto. Se limpió la boca con el dorso de la mano en el preciso instante en que Dawson doblaba la esquina y desaparecía de su vista. Ted todavía no había salido de la tienda. Suspiró aliviado y decidió que no iba a decirle que lo había visto. Volvió a estremecerse por el intenso ardor en el vientre. ¡Por Dios! Estaba hecho una verdadera mierda. ¿Quién hubiera pensado que aquel desgraciado llevaba un cúter encima?

Abee no se había propuesto matar a ese tipo; solo quería darle un escarmiento, tanto a él como a cualquiera que se hiciera ilusiones con Candy. De todos modos, la próxima vez no se arriesgaría; cuando empezara a repartir, no pararía. Iría con cuidado, eso sí —siempre iba con cuidado cuando podía meterse en un lío gordo—, pero todos tenían que saber que su novia no estaba disponible. Que nadie la mirara ni se le acercara, y mucho menos se hiciera ilusiones de tirársela. Candy protestaría, seguro, pero ella debía comprender que ya no estaba libre. No quería tener que desgraciar aquella carita tan bonita para dejárselo claro.

Candy no sabía qué hacer con Abee Cole. Habían salido juntos varias veces, y sabía que él pensaba que era su noviete y que por eso tenía derecho a decirle cómo tenía que comportarse. Pero era un hombre, y ya hacía tiempo que Candy había comprendido cómo pensaban los hombres, incluidos los chulos y matones como Abee. Aunque solo tuviera veinticuatro años, llevaba viviendo sola desde los diecisiete. Había aprendido que, mientras luciera aquella cabellera rubia larga y suelta, y mirara a los chicos con aquella mirada seductora, podría seguir haciendo más o menos lo que le viniera en gana. Sabía cómo conseguir que un hombre se sintiera interesante, por más soso que fuera en realidad. Y en los últimos siete años, esas tácticas le habían servido de mucho. Conducía un Mustang descapotable, cortesía de un cuarentón de Wilmington, y tenía una estatuilla de Buda que exhibía orgullosa en el alféizar de su ventana, que en teoría estaba hecha de oro; se la había regalado un adorable chinito de Charleston. Sabía que si se le ocurría decirle a Abee que andaba justa de dinero, él probablemente le daría unos cuantos billetes y se sentiría como un rey.

Aunque, pensándolo bien, quizá no fuera una buena idea. Candy no era de aquel condado; ni siquiera sabía quiénes eran los Cole hasta que había llegado a Oriental, unos meses antes. Cuanto más sabía de ellos, más dudas tenía sobre si seguir con Abee. Y no porque fuera un delincuente; ya había salido varios meses con un traficante de coca en Atlanta a cambio de casi veinte mil dólares, y él había estado tan encantado con el trato como ella. Pero, en este caso, su malestar tenía que ver sobre todo con Ted.

A menudo, los dos hermanos estaban juntos, cuando Abee iba a verla, y la verdad era que Ted le daba muy mal rollo. No solo por su cara picada de viruela ni por sus repugnantes dientes marrones. Había algo más. Era… todo él, en general. Cuando le sonreía, lo hacía de una forma siniestra, como si no pudiera decidir si prefería estrangularla o besarla, aunque las dos posibilidades le parecieran igualmente divertidas.

Ted le había dado muy mal rollo desde el principio, pero Candy tenía que admitir que, cuanto más conocía a Abee, más preocupada estaba, porque los dos hermanos parecían cortados con el mismo patrón. Últimamente, se mostraba un pelín… posesivo, lo que empezaba a asustarla.

Pensándolo bien, quizás había llegado la hora de largarse de aquel pueblo. Iría hacia el norte, a Virginia, o al sur, a Florida; la verdad, le daba igual. Se habría marchado a la mañana siguiente, sin vacilar, pero el problema era que todavía no tenía suficiente pasta para emprender el viaje. Nunca se le había dado bien eso de ahorrar, pero pensaba que, si camelaba a los clientes en el bar durante el fin de semana y jugaba bien sus cartas, el domingo podría disponer de suficiente dinero como para largarse pitando de allí, antes de que Abee Cole se diera cuenta de sus intenciones.

La furgoneta de reparto se salió del carril central e invadió la cuneta, pero rápidamente recuperó el control. La extraña maniobra se debía a que Alan Bonner había intentado sacar un cigarrillo del paquete dándole unos golpecitos contra el muslo a la vez que intentaba no derramar ni una gota de la taza de café que apresaba entre ambas piernas. En la radio, sonaba música
country
, una canción sobre un hombre que había perdido a su perro y quería un perro, o quería comerse un perrito caliente o algo parecido; la letra nunca había sido tan importante como el ritmo, y aquella canción tenía un ritmo brutal. Si además añadía el hecho de que era viernes, lo que significaba que solo le quedaban siete horas más de trabajo antes del largo y glorioso fin de semana que le esperaba, se podía entender por qué Alan estaba especialmente de buen humor.

—¿No deberías bajar el volumen? —sugirió Buster.

Buster Tibson era el nuevo aprendiz de la empresa, y ese era el único motivo por el que se había avenido a montarse en la furgoneta. Se había pasado toda la semana quejándose de todo y haciendo preguntas sin parar, una situación lo bastante agobiante como para volver loco a cualquiera.

—¿Qué pasa? ¿No te gusta esta canción?

—Escuchar la radio con el volumen demasiado alto puede provocar que el conductor se distraiga. Ron insistió mucho en ello cuando me contrató.

Esa era otra cosa que le molestaba de Buster, que era demasiado estricto con las normas. Probablemente por eso Ron lo había contratado.

Alan acabó de sacar el cigarrillo del paquete con otro par de golpecitos y se lo colocó entre los dientes. Entonces se puso a buscar el encendedor. El mechero se había quedado apresado en el forro del bolsillo, por lo que necesitó concentrarse otra vez para no derramar el café mientras hurgaba.

—No te preocupes por eso. Es viernes, ¿recuerdas?

Buster no parecía satisfecho con la respuesta. Cuando Alan miró a su acompañante de reojo, se fijó en que aquella mañana se había planchado la camisa. Seguro que lo había hecho para impresionar a Ron. Probablemente, también había entrado en su despacho con una libretita y un bolígrafo para anotar todo lo que le decía mientras, al mismo tiempo, le halagaba por sus conocimientos en la materia.

¿Y su nombre? Esa era otra cuestión que tener en cuenta. ¿Qué clase de padre pondría a su hijo «Buster»?

La furgoneta de reparto volvió a desviarse hacia la cuneta cuando Alan sacó finalmente el encendedor.

—Oye, solo por curiosidad, ¿cómo es que te pusieron Buster? —le preguntó.

—Es el nombre de mi abuelo, por parte materna. —Buster frunció el ceño—. ¿Cuántos repartos tenemos que hacer hoy?

Buster se había pasado toda la semana haciendo la misma pregunta. Alan todavía no entendía por qué era tan importante saber el número exacto. Repartían galletitas saladas, frutos secos, patatas fritas, embutidos envasados al vacío y otros productos similares en gasolineras y pequeños supermercados, pero la clave estaba en no hacer toda la ruta pitando, o Ron añadiría más paradas. Alan había aprendido la lección el año anterior, y no pensaba cometer el mismo error. Su ruta ya cubría todo el condado de Pamlico, lo que significaba que tenía que pasarse horas y horas conduciendo por las carreteras más aburridas de toda la historia de la humanidad. De todos modos, aquel era, sin lugar a dudas, el mejor empleo que había tenido en su vida, y con diferencia; mucho mejor que ser albañil, jardinero, lavacoches, o cualquier otro trabajo que había hecho desde que había salido del instituto. Al menos podía respirar aire puro y escuchar música a toda castaña, y no tenía que soportar en el cogote el aliento de un jefe insoportable. Además, la paga tampoco estaba mal.

Alan dobló los codos y unió ambas manos para proteger el cigarrillo de la corriente de aire mientras lo encendía, luego echó el humo por la ventanilla abierta.

—Bastantes. Tendremos suerte si conseguimos repartirlo todo.

Buster se volvió hacia su ventanilla y se cubrió la boca y la nariz con una mano para no inhalar el humo del cigarrillo.

—Entonces, quizá no deberíamos hacer una pausa tan larga para comer.

¡Qué pelma que era ese niñato! Y en realidad solo era eso, un niñato, aunque, técnicamente, Buster fuera mayor que él. Sin embargo, lo último que le faltaba era que le fuera con el cuento a Ron de que Alan no daba golpe.

—No es cuestión del rato que dedicamos a comer —replicó Alan, intentando adoptar un tono comedido—. Se trata de la atención al cliente. No puedes llegar a un sitio, descargar la mercancía y salir corriendo; tienes que hablar con la gente, ser amable. Nuestro trabajo consiste en asegurarnos de que los clientes queden satisfechos. Por eso siempre procuro ceñirme a las reglas.

—¿Como fumar, por ejemplo? Sabes que no deberías fumar en la furgoneta.

—Todos tenemos algún que otro vicio.

—¿Y conducir con la música a tope?

«Uy, uy, uuuuyyyy…» Por lo visto, el niñato se estaba dedicando a elaborar una lista de defectos. Alan tenía que pensar en una excusa, y rápido.

—Solo lo he hecho por ti, como una celebración, ¿sabes? Es el último día de tu semana de prueba. Has hecho un buen trabajo. Cuando acabemos esta tarde, le diré a Ron que ha hecho un buen fichaje.

Mencionar a Ron de ese modo bastó para que Buster se quedara callado unos minutos, lo que, aunque no pareciera mucho, le sabía a gloria, después de pasar una semana encerrado en la furgoneta con ese pelma. Alan contaba las horas que faltaban para que acabara el día, y afortunadamente, la semana siguiente tendría de nuevo la furgoneta para él solo.

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