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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

Lo que dicen tus ojos (20 page)

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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—Sabes bien que tu hermano cambia de amante como tú de automóvil. Esta será otra de sus conquistas que pronto desechará.

—Tendrías que haberla visto para convencerte: tiene el rostro de un ángel y el cuerpo de una diosa. Es irresistible. Conozco a mi hermano —insistió el rey—, sé que la secretaria de Dubois lo trae loco.

—No te engañes, Saud: tú no conoces a tu hermano en absoluto. Nadie lo conoce. Es inexpugnable como una fortaleza, jamás se sabrá lo que piensa, menos que nadie tú.

Sí, Kamal era sagaz y calculador, hablaba poco y prestaba mucha atención; en ocasiones, parecía hacerse invisible hasta que, en un punto de la polémica, vertía una reflexión que dejaba boquiabierta a la mayoría; escuchaba con paciencia y consideración y, aunque por momentos pareciera distraído, no perdía palabra ni detalle. Resultaba imposible desentrañar el significado de sus ademanes o gestos, y nunca podía saberse qué opinión le merecía una persona, un hecho o una decisión. Aunque le desesperase la envida, debía reconocerlo: Kamal era el fiel reflejo de su padre, el bravo beduino fundador del reino, el sagaz dirigente temido y respetado por las potencias mundiales y el líder adorado del pueblo.

Saud, en cambio, se sentía lejos de esa descripción: le costaba ocultar sus impulsos, le resultaba difícil concentrarse en las cuestiones de Estado y, después de ocho años de reinado, aún no lograba abarcar todo lo que se esperaba de él como rey. Los problemas llegaban a su despacho cada día y lo sofocaban. Arabia adolecía de carencias básicas de estructura que el rey Abdul Aziz no había conseguido superar antes de su muerte, entre ellas la precaria unidad política que tribus de beduinos y sectas islámicas ponían en riesgo al declararse independientes y fijar sus confines dentro del territorio del reino. La escasez de fondos, que se esfumaban tan pronto como entraban en las arcas del tesoro, constituía su mayor desazón; la innumerable familia Al-Saud, siempre sedienta de sus pensiones provenientes del petróleo, exigía cada vez mayores sumas para mantener el estatus de vida que había alcanzado y del que no quería descender. En este tema, Saud aceptaba su falta de autoridad moral para acabar con el derroche: su nivel de vida era, muy por encima, el más extravagante y costoso. Le fascinaban los automóviles ingleses (los Jaguar, los Rolls Royce y los Aston Martin), y adoraba el rugido del motor del Ferrari que acababa de comprar en Maranello. Llevaba invertida una fortuna en caballos de carreras y gastaba mucho dinero en apuestas, pese a la prohibición coránica sobre el juego de azar. Agasajaba con joyas a sus amantes occidentales, las ubicaba en los mejores barrios de París y Londres y pagaba sus cuentas sin chistar. Pasaba deliciosas vacaciones en lugares paradisíacos donde no escatimaba en gastos ni reparaba en menudencias; la última estancia en las Islas Fidji le había proporcionado tanto placer que no se arrepentía de la fabulosa suma que había dejado en hoteles, tiendas, casinos y restaurantes. En ese sentido, Kamal le llevaba la delantera: su fortuna personal no se basaba sólo en las regalías a las que tenía derecho por la explotación del petróleo; la venta de sus famosos caballos, una raza única muy demandada por su belleza estética y velocidad, había incrementado significativamente el saldo de sus cuentas bancarias en los últimos años, tanto que, si el dinero derivado del oro negro se cortaba, el príncipe podría seguir con su vida sin inmutarse. Desde luego, la herencia que recibiría una vez muerto el jeque Harum Al-Kassib, su abuelo materno, que ascendía a varios millones de dólares, contribuía a asegurarle por completo el futuro económico.

Kamal se transformaría en un hombre poderosísimo en caso de acceder al trono, y no se encontraba lejos de conseguirlo. ¿Qué sería de él si lo obligaban a abdicar? ¿Qué vendría a continuación? ¿El exilio? No soportaría la humillación, la lejanía, la falta de dinero, el deshonor. Kamal no se convertiría en rey, él se ocuparía de eso. Volvió a pensar en el destello inusual que iluminaba la mirada de su hermano mientras contemplaba a la joven argentina; aquella actitud le había revelado por primera vez los sentimientos de su corazón inextricable.

—Mi hermano Faisal —comentó Saud— organizó en su casa un conciliábulo para evaluar la situación de reino. Se reúnen mañana por la tarde.

—¿Cómo te enteraste? Supongo que no te habrán invitado —apostilló Tariki, con sarcasmo.

—Sabes que tengo espías apostados en todas partes. —Y con furia, tras golpear la ventanilla, agregó—: Esa sarta de traidores no podrá quitarme del medio como si yo no fuese nadie. Mi padre me nombró su sucesor, no me moverán del trono.

Tariki retrepó en el asiento y observó a Saud con preocupación. Lo tenía por caprichoso y banal, siempre inmerso en sus cuestiones personales que rondaban generalmente entre mujeres, caballos, coches importados y viajes. Para él, Saud Al-Saud era un ser inocuo, al que se manipulaba fácilmente mientras sus veleidades fueran satisfechas. Sin embargo, la actitud que ostentaba en ese momento, sin visos de falsedad, el semblante endurecido y las gruesas cejas unidas en una sola línea, lo pusieron alerta, pues si bien lo consideraba anodino y superficial, también estaba seguro de que se trataba de un hombre sin escrúpulos, poco inteligente, cierto, pero con el suficiente dinero e inconsciencia para llevar a cabo aquello que le permitiese lograr sus deseos. Tariki, que había luchado denodadamente para posicionar a Arabia en el lugar en que se encontraba, no estaba dispuesto a perder el terreno ganado por una vieja rencilla entre hermanos.

—¿Cómo piensas detener la presión de tu familia? —preguntó—. Sabes que en el 58 la intervención de Kamal nos salvó de la quiebra. Las condiciones de ahora no distan de las de entonces; podrías aceptar su colaboración y, de ese modo, aplacar los ánimos caldeados de tu familia.

—Nunca —aseguró—. ¿Qué puede hacer Kamal que no pueda hacer yo?

—Para empezar, deberías llevar un estricto control de gastos y distribución de pensiones. Luego, planificar el flujo de fondos en un plazo de tres años, por lo menos. Sin embargo, creo que es demasiado tarde: tu familia ha perdido la confianza en ti y, aunque demuestres buena voluntad para moderar los gastos y administrar las entradas, querrán la mano dura y la sagacidad de Kamal.

—Con asesores como tú, ¿quién necesita enemigos? —se ofendió Saud, y enseguida agregó—: Mañana pediré al ministro de Hacienda una planificación de gastos e impondré un estricto control en la distribución de los cánones. A ver si con esto calmo el nerviosismo de mis tíos.

Faltaba poco para llegar al palacio, y Tariki sabía que no se le presentaría otra oportunidad para arrancar a Saud sus verdaderas intenciones: un poco bebido —lo había visto con una copa de champán en la mano en varias ocasiones—, alterado y lleno de rabia, lograría que hablara; al día siguiente, con la mente despejada y las emociones controladas, no conseguiría una confesión.

—Tú y yo —habló Tariki— sabemos bien que un control de gastos no impedirá que intervengan tu gestión. —En la oscuridad del automóvil, buscó la mirada vidriosa del rey y advirtió que sonreía—. En realidad, tu problema es otro.

—Kamal —completó Saud—, mi único problema ha sido siempre él.

—Pues bien-continuó Tariki—, creo que sólo te queda una alternativa: aliarte con él.

—Te equivocas, todavía me queda otra posibilidad.

El automóvil traspuso el portón de la residencia de Saud y cruzó el parque antes de detenerse frente al pórtico principal. Dos guardias se aproximaron; uno abrió la puerta del Rolls Royce, mientras el otro vigilaba el entorno con un fusil en la mano. Antes de descender, Saud se volvió a su visir y le sonrió de manera irónica:

—Tú ocúpate de aumentar el precio del petróleo que yo me hago cargo del resto.

Indicó al chófer que llevara a Tariki a su residencia, no muy lejos de allí, y se despidió.

A pesar de la temperatura elevada, enero se presentaba apacible y placentero. Las mañanas, más frescas y húmedas, mostraban un cielo límpido y azulado en el parque de la embajada, que a Francesca le agradaba recorrer antes de emprender la jornada. Solía tomar asiento en una banca y admirar las palmeras; le gustaban también el verdor de sus enormes hojas, dispuestas en roseta sobre el ápice, y el amarillo de sus flores y frutos, que colgaban en grandes racimos. Trataba de imaginarse un oasis: un vergel en medio del desierto, le había explicado Dubois, con sombra para protegerse del sol agobiante, agua fresca y cristalina de los
uadis
o ríos desérticos, dulces dátiles para recuperar el ánimo y otros frutos exóticos que los beduinos aprecian como gemas. De todos modos, le costaba visualizar ese pequeño paraíso en medio del hostil paraje.

También destinaba ese pequeño recreo matinal a la lectura de un libro o de la correspondencia que llegaba de la Argentina. A causa de las fiestas, que pasaron sin que ella se diera cuenta —ni siquiera había una iglesia para rezar al pie del pesebre—, recibió tarjetas y extensas cartas. Su madre le enviaba toda clase de bendiciones y deseos de prosperidad, acompañados por recomendaciones y consejos. Fredo, alejado de la religión desde hacía largo tiempo, le confesó que había acompañado a Antonina a la misa del 24 a la noche y logró sorprenderla.

Alrededor de las nueve, Francesca regresaba a la embajada donde Mauricio la esperaba en su despacho con una lista de tareas y pedidos. Disfrutaba trabajar con Dubois y no tenía dudas de que él también la valoraba como asistente. Ciertamente, habían logrado un ritmo de trabajo armonioso, sin sobresaltos ni apuros; planificaban las jornadas y rara vez se salían de lo previsto. Día a día, Francesca se afianzaba en su puesto y volvía a sentirse como en Ginebra, cuando se le consultaba la mayoría de los trámites y la vida laboral de su jefe dependía casi por entero de ella. Ya no experimentaba la sensación de desarraigo y le resultaba extraño pensar que en un tiempo se hubiese preguntado qué estaba haciendo ahí. Parecían haber pasado años desde la mañana en que Malik la recogió en el aeropuerto de Riad. Sin darse cuenta, se había habituado a escuchar cinco veces al día el llamado de los almuédanos a orar; llevaba la
abaaya
sin notarla; comía cordero y tomaba leche de cabra y le sabían bien; comenzaba a entender al personal de servicio cuando hablaba en árabe; las calles, plazas y edificios más importantes de la ciudad le resultaban familiares y, aunque por prudencia no lo hacía, habría podido caminar sola por el centro de Riad sin perderse; los olores y la aglomeración del zoco ya no le molestaban y había aprendido a deshacerse de los insistentes vendedores y de los niños que le daban tirones de la túnica; incluso consideraba natural la actitud displicente de Malik.

Para mediados de enero seguía sin noticias de Aldo. A decir verdad, la sorprendía su silencio. Imaginaba que la relación entre él y Dolores había mejorado, que ya no discutían, ni dormían en cuartos separados, que Aldo la llenaba de arrumacos y que esperaban un hijo. Ante esa idea, no se ponía triste aunque tampoco feliz, y era la contradicción de sus deseos lo que la inquietaba.

Enero transcurrió sin mayores novedades y febrero comenzó con buenas perspectivas. Por eso no supo si alegrarse o desanimarse cuando Dubois le comunicó que viajarían a Jeddah por cuestiones de trabajo y que se alojarían en casa del príncipe Kamal. No había vuelto a saber de él desde la fiesta en la embajada de Francia. Kamal Al-Saud era como un ladrón astuto que entraba y salía de su vida trastornándola, dejándola con el corazón palpitante de una mujer enamorada. Ella no sabía replicarle o hacerle frente. La contrariaba su actitud, esa manifiesta seducción que luego se trocaba en indiferencia. Lejos se encontraba la intención de volver a verlo: quería paz.

Decidió que resultaría más beneficioso si permanecía en Riad a cargo de los asuntos de la embajada, a lo que Dubois se opuso con una tenacidad rara en él. Finalmente, la probabilidad de una reunión con un grupo de empresarios italianos puso fin a la discusión.

—No sé una palabra de ese bendito idioma. Si logro concertar una cita con los italianos, te convertirás en pieza clave de la reunión. Además, conocerás Jeddah, la ciudad que tantos desvelos te provocó cuando investigabas para ese informe que te pedí al poco tiempo que llegaste.

Al día siguiente de la velada en la Embajada de Francia, Kamal faltó a la reunión en casa de su hermano Faisal. La inflación, el sistema monetario, la situación económica y financiera, el desempleo y la industrialización constituirían temas centrales de la agenda del conciliábulo, cuestiones de primer orden que requerían soluciones inmediatas, y que la familia esperaba recibir de él. No obstante, Kamal dejó Riad de madrugada y se dirigió a su refugio en Jeddah. Atravesó el desierto del Nedjed a gran velocidad en su Jaguar, penetró en la región del Hedjaz, donde se detuvo a orar en La Meca, atestada de peregrinos para esa época del año, y alcanzó Jeddah cuando el sol se ponía en el horizonte.

Al cruzar el portón de su finca, comenzó a hallar la serenidad que buscaba con desesperación. Por inusual, le costaba manejar ese estado de ánimo que ni siquiera conseguía definir. No se trataba de tristeza ni de alegría; tampoco se hallaba eufórico ni deprimido; lo experimentaba todo al mismo tiempo, y la confusión lo enojaba, pues por primera vez no era dueño de sí.

En la casa pidió que le sirvieran un café fuerte y que prepararan su caballo. Cambió la túnica por unos pantalones azul oscuro y una camisa blanca de seda, sus sandalias por largas botas y eligió un tocado más liviano, color beige. Bebió el café lentamente en la sala, mientras Sadún, el mayordomo, lo ponía al tanto de las novedades y le preguntaba por la familia, a la que había servido por más de treinta años. Minutos después, caminó hacia las caballerizas. Los palafreneros lo saludaban con una reverencia, sinceramente contentos de verlo; hacía tiempo que el amo Kamal no los visitaba.

En el ingreso al establo lo esperaba su caballo Pegasus, soberbio en su estampa de semental fuerte y arisco, elegante con la montura nueva de gamuza. Se detuvo a distancia y lo contempló con orgullo. Sus empleados habían hecho un buen trabajo, se lo notaba sano y bien cuidado. Fadhil, el encargado de las caballerizas, hombre avezado en la cría de los
muniqui
sabía que, para el amo, Pegasus era especial, no sólo por estar valorado en casi medio millón de dólares, sino por ser el último regalo de su padre; aunque se recibían ofertas tentadoras, el príncipe las refutaba sin considerarlas.

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