Lo que me queda por vivir (11 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

BOOK: Lo que me queda por vivir
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El viaje en autobús fue muy malo. Hacía tanto frío que cuando llegué a Valdemún estaba heladica, malucha, con una fiebre de 38. Me fui acordando de vosotros todo el viaje. Me deprimía sólo de pensar que ya no os veré hasta el verano. Eso si al final venís porque ya tengo asumido que cada vez vais más a lo vuestro. Lo que está claro es que yo a Madrid, después de la muerte de vuestra madre, ya no pienso volver. Qué se me ha perdido a mí allí.

Sentí de pronto el peso de su queja discreta, que anticipaba todas aquellas visitas que debiéramos haberle hecho cuando ya era vieja pero que no le hicimos y, por encima de todo, sentí con enorme dolor mi propia ingratitud.

Pero no puedo pensar en la vida de mi tía como una biografía aislada. Las historias de todos ellos, ella, la familia, los vecinos, estaban tan firmemente entrelazadas entre sí que era casi imposible escuchar el relato de una peripecia individual que se despegara de las vidas del resto. Si alguna vez escuchabas el relato de un alma rebelde que en un momento de inconcebible independencia se había marchado del pueblo a una ciudad o a otro país y a punto había estado de despegarse para siempre del nido, presentías que el relato concluiría en el instante en que la criatura momentáneamente despegada regresaba al abrigo de aquellos entre los que había crecido. La firme naturaleza del mundo en que ellos creían acababa por devolver a esa persona a su cauce. Y los que se perdían sin remedio eran mentados entre cuchicheos y a espaldas de los niños.

A mí esta especie de justicia natural que devolvía a la oveja perdida al rebaño me provocaba una gran tranquilidad de ánimo; al fin y al cabo, su moral, su orden del mundo, tenía mucho que ver con las fábulas y los cuentos tradicionales que se resolvían siempre devolviendo al niño perdido a su casa, aunque fueran los habitantes de esa misma casa los que le habían expulsado. Para bien o para mal, no había manera de perderse eternamente. Yo misma, tan gregaria, tan amante de aquel orden estricto que para mí contenía las leyes del universo, no comprendía la necesidad que podía tener alguien de marcharse del paraíso. Sentía un gran alivio cuando hablaban de alguien que, fracasando en sus intentos de independencia, había vuelto, con las orejas gachas, admitiendo su ridículo. Era una verdad que lo impregnaba todo: dónde se iba a vivir mejor que allí.

Aun así, mi madre gozaba del estatus de quien se ha ido por haberse casado con un forastero. A pesar de la nostalgia que le provocaba estar lejos de sus hermanos, volvía sin volver ya del todo y se situaba (yo lo percibía) en un puesto ligeramente superior, como si fuera consciente de su afortunada posición social. Ya no alzaba la voz de la manera en la que sus hermanas lo hacían cuando se juntaban a hablar en la calle, criticaba la alimentación grasienta, la presencia excesiva de cerdo en las comidas y tenía un recelo hacia la falta de intimidad permanente. Intentaba infundir en sus hijas, por encima de todo, una especie de refinamiento y una cierta distancia con el mundo de su niñez. Supongo que lo conseguía en su hija mayor, en mi hermana, que actuaba miméticamente, con esa especie de feminidad distante y sin fisuras; en cambio yo padecía la tristeza de ser tratada como una forastera, una tara de la que no me libraba por más que imitara el acento de los otros niños y me intentara confundir con ellos.

Mi personalidad estaba menos forjada desde un principio o yo era más flexible a las influencias o más proclive a sentirme seducida por cualquiera. Eso me hacía fluctuar entre ser de capital o de pueblo, chicazo o niña, según con quien anduviera y lo que despertara mi curiosidad, cosa que desconcertaba a mi madre y que me afeaba siempre: «¿Crees que eso es bonito en una chica?» En realidad había algo voluptuoso en mi actitud, como una especie de sumisión evidente al mundo de los chicos, sentía más curiosidad hacia ellos, quería ser aceptada. Mi madre lo presentía y lo rechazaba absolutamente, fiel a esa rectitud puritana en la que se crió y que muchas veces, incluso después de que muriera, me hizo sentir inadaptada.

Veo a mi tía Celia en aquel presente que observo ahora desde una distancia de doce años, la veo como si me fuera posible estar en el cuarto de mis abuelos, balancearme en la mecedora, al lado del armario de luna, y ella no fuera un fantasma del pasado sino un espectro del futuro. El habla sentenciosa de mi tía ha traído consigo el escenario completo: la última luz de sol que entra por las lamas de la vieja persiana de madera y dibuja los contornos de un austero mobiliario de principios de siglo, bello y común al de tantas casas de la clase media rural: el suelo de baldosas floreadas descoloridas por el tiempo y las lejías, y las paredes azul pálido, sin más adorno que el Cristo crucificado encima del cabecero. Todo severo pero tranquilizador, sin un propósito decorativo aunque con esa sabia armonía que las casas fueron perdiendo. Por fortuna, la devastación empezó en las salitas, éstas se fueron abigarrando con sofás de escay y aparadores desproporcionados de formica. Los dormitorios, por tratarse de un espacio íntimo y tener como única finalidad albergar el sueño o el descanso de los enfermos, conservaron mucho más tiempo su dignidad. Este dormitorio, que ahora me trae el recuerdo no invocado, siguió así hasta la noche en que murió mi tía, la última que yo pasé en esa casa, en vela.

Contemplo en la escena a tres personas: mi tía, el niño, yo. Ella, recostada sobre mi hijo de cuatro años, que ha dormido la siesta en esta cama de barrotes blancos sobre la que duermen y se superponen tantas historias; yo mirándolos, balanceándome chulescamente en la mecedora donde tantos otros han velado la agonía de los enfermos. Hemos venido a verla después de un año, coincidiendo, sin pretenderlo, con los días de las fiestas de la Virgen de Agosto. No puedo decirle a nadie, salvo a ella, que me siento ajena a toda esta alegría concentrada en tres días de baile, toros y borrachera. Al niño me lo han disfrazado con una especie de traje sanferminero de pantalones largos y pañuelo al cuello para que se sume a la peña Los Muchachicos. El disfraz le hace parecer, tumbado en la cama y con la seriedad de los niños cuando salen del sueño, un hombre al que el miedo ante la proximidad del toro le hubiera hecho menguar. Lo único que le ha gustado de las fiestas al hombrecillo ha sido el disfraz. En cuanto le han asomado al balcón con los otros críos para que viera a los mozos correr los toros se ha puesto a llorar sin consuelo asustado por el ruido de los petardos, la brutalidad de la muchachada y la enormidad de los animales.

Mi tía se lo ha traído de vuelta a casa por las callecillas adyacentes a la principal en donde se desarrolla el encierro. Le iba arrimando la cara contra su falda, poniéndole la mano sobre el oído para mitigar el ruido de la pólvora y el griterío histérico de la gente. Él es un forastero, como lo era yo, así que tal vez, a sus cuatro años, haya experimentado ya la misma vergüenza que yo sentía por no haber reunido el coraje necesario para quedarse a disfrutar de algo que no entiende y le provoca susto. También, como yo, tiene a la tía soltera, para él una abuela (o bisabuela), que detesta la brutalidad masculina y defenderá su debilidad ante cualquiera que le insista para que vuelva allí donde no quiere. «Tú conmigo, corazón mío, que en este pueblo no hay más que animales.»

Así ha protegido ella siempre de la inevitable burricie masculina a sus pequeños varones, al hermano que perdió en la guerra y que ha marcado su primaria ideología, a sus otros
hermanicos
, a los sobrinos, uno tras otro, queriéndolos tanto o más que si fueran sus hijos, ofreciéndoles el calor de un regazo que sólo en el desconsuelo infantil encontró un alivio al suyo propio.

Unos y otras buscábamos su calor, con nuestras manos de recién nacidos, de bebés grandes y exigentes, de niños que volvíamos de la calle con cara trágica, sin tener palabras para explicar la tristeza que sentíamos porque aquellos que hasta hacía un momento eran tus amigos ahora te rechazaban, y sólo sabías o podías refugiarte en aquel regazo querido, rico en olores. Consolarte y consolarla de los males de la intemperie. Ella protegía con mimo especial a los varones, como si tuviera por misión proporcionarles esos cuatro o cinco años de un paraíso del que serían arrebatados por los hombres de la familia para que no se amariconaran. Crío que anda entre faldas, malo, malo. Pero yo, que de niña luché tanto por formar parte de ese sistema de tradiciones inflexibles, soy ahora (ese ahora que me trae intacto el recuerdo de una escena en la que estamos mi tía, Gabi y yo) madre de un niño medroso de cuatro años y defiendo mi extranjería y la del niño. Si se amaricona, que se amaricone. Qué coño me importa. Es un niño imaginativo y solitario, acostumbrado a perderse en fantasías entre las cuatro paredes de un piso y aquí, en la abrumadora libertad del pueblo, se asusta.

Sé que ya no puedo ser de aquí, pienso mientras me balanceo en la mecedora, no me acomodo. Mi forma de ser chirría a cada momento. En estos días en casa de la tía he visitado a mis amigas, a las dos que se quedaron aquí. Veo que se han plegado a las normas con el mismo propósito de fidelidad y sacrificio que adoptaron sus padres. Marisol, la más querida, ha engordado después de dos partos, todo en ella desprende un aire de pesadumbre asumida, esa misma claudicación que yo experimentaba cuando mi hermano Pepe ponía la boca de la escopeta de perdigones en mi espalda. Es algo que no mata, que no provoca el dolor físico de una enfermedad, pero desgasta hasta provocar una madurez prematura.

Ayer por la mañana, Marisol y yo llevamos a nuestros niños a la piscina. Era raro vernos a las dos compartiendo una actitud maternal; nosotras, que hasta hace escasamente cinco años hablábamos de tirarnos a los gemelos del boticario, «uno para cada una», practicando ese tipo de procacidad verbal propia de la inexperiencia. Ahora que la tenemos, la experiencia, que podríamos darle sentido a esa expresión, «tirarse a alguien», nos separa una bruma de pudor y reserva.

Marisol secaba el sudor de la carita del bebé que mamaba sin muchas ganas, le despertaba de vez en cuando pellizcándole suavemente la mejilla, hasta que dejó que le venciera el sueño por completo y soltara el pezón enorme, oscuro, húmedo. Una gota de leche cayó sobre el párpado sonrosado y casi transparente, y ese impacto, tan ligero como el de una lágrima,
pim
, le hizo abrir los ojos, como si quisiera despertarse, pero el peso insignificante de la leche se lo impidió y se abandonó aún más sobre el brazo de su madre. Pedro Javier, se llama, uno de esos nombres compuestos imposibles que ya no se estilan, pero que aquí resisten por el respeto a la voluntad de los abuelos. Pedro Javier, así le llaman ya, como si su cuerpo de cuatro kilos y medio pudiera hacerle frente a un nombre tan rotundo. Los otros dos niños, el suyo, el mío, nadaban con los manguitos en el agua helada de esa piscina sin azulejos, oscura, a medio terminar desde que yo tenía diez años, más poza que otra cosa.

Marisol dejó al bebé Pedro Javier en el cochecito, bajo el abrigo de la sombrilla, y la contemplación del juego de los otros chiquillos nos llevó a entregarnos a un silencio atravesado por los recuerdos comunes, por la comparación inevitable entre aquello y esto, entre lo que deseábamos y lo que hemos conseguido.

«Tengo una falta», me dijo Marisol, interrumpiendo las cavilaciones, «mira que se lo dije, le dije, “ten cuidado, tío”, pero el muy capullo se corrió dentro. Siempre dice, “yo controlo, yo controlo”». Cambió el tono de voz para imitarle, como si fuera un descerebrado, un gilipollas. En la boca se le quedó reprimido un reproche que no llegó a expresar como un último gesto de lealtad hacia él. No está educada para compartir la infelicidad; ha sido informada por su madre, por tantas otras mujeres, de que, una vez que la insatisfacción se expresa, comienza a pisarse un terreno pantanoso que no conduce a ninguna parte. La infelicidad es algo que ha de llevarse con discreción, dice una máxima no escrita que comparten las mujeres de este universo rural en el que pasé gran parte de mi infancia. Pero ahora que tengo una mirada más distante hacia todas ellas sé que lo que dicen, lo que callan, se acaba manifestando en desidia vital, en tics, en malhumor, en la pérdida temprana de la belleza.

Joder, pienso mientras me balanceo en la mecedora, era tan guapa. Yo la quería tanto como la envidiaba. Sentía hacia ella esa especie de encantamiento, de enamoramiento, que experimentan las niñas hacia otras niñas; imitaba su risa, el ligero seseo al hablar y esa manera de andar con las piernas un poco abiertas de las mujeres de huesos grandes, de natural complexión atlética. Joder, la naturaleza la había elegido a ella para que desafiara el destino al que estaba abocada, para que siguiera dándome envidia hasta la muerte. ¿Qué coño hacemos con los papeles cambiados?

Me ha ocultado lo que siente. También yo le he ocultado lo que soy, por la misma razón por la que disimulaba de adolescente mis dos o tres recursos (los libros leídos, la escritura solitaria y avergonzada, cierta agudeza psicológica) para que nadie se sintiera ofendido y para que no me consideraran estúpida los chicos que me atraían. Ayer, en la piscina, después de escuchar su contenida pesadumbre por un posible nuevo embarazo, me propuse no hacer ningún comentario para que no pareciera que alardeaba de mi independencia, de mi vida solitaria en el pequeño apartamento, de mis horas en la radio o del dinero que gano, de mis vaivenes sentimentales y de su amarga consecuencia que en estos días me altera tanto el ánimo. No quería poner ante sus ojos una vida que, aun haciéndome infeliz, podía hacerme parecer arrogante.

Por la tarde acudí, como tantas veces hice en mi adolescencia, al bar de su familia. Su madre se fue a acostar a los críos y ella estaba en la cocina. Es verano, la población se triplica y los forasteros no saben esperar, vienen al pueblo sin saber dejar atrás su exigente impaciencia. Me puse un delantal, como entonces, y estuve jugando, como entonces, a ser cocinera de bar. Esa otra vida que de niña me parecía posible. «¿Cuántas tortillas te hago?» Ella me sonrió: había pronunciado una frase repetida y antigua, que rememoraba una complicidad que ya no es del todo posible. Batimos huevos e hicimos treinta, cuarenta tortillas. Fue divertido, como entonces, interpretar el personaje de la mujer que podía haber sido, pero ya no hay en mí verdaderos deseos de pertenencia a esta pequeña maqueta del universo, tampoco hay complejo por estar al margen, sino alivio, alivio. La única nostalgia que me duele es la de haber perdido una forma de mirar que embellecía el mundo.

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