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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

Lobos (18 page)

BOOK: Lobos
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—No, ella tiene una familia. Es como todas las demás, ¿recuerda? Hija única, madre de más de cuarenta años, cónyuges que han decidido tener un solo hijo. Él no cambia, porque ellos son sus verdaderas víctimas: es probable que no tengan hijos nunca más. Ha elegido a las familias, no a las niñas.

—Justo —dijo Goran, gratificándola—. ¿Y entonces?

Mila pensó un poco en ello.

—A él le gusta desafiarnos. Quiere el desafío, como las niñas hermanas de sangre. Es un enigma… Y está poniéndonos a prueba.

«Dejarla morir lentamente.»

—Si existen los padres, y lo saben, entonces ¿por qué no han denunciado su desaparición? —insistió Goran, bajando la mirada al suelo de la cocina. Tenía la sensación de que estaban cerca de algo. A lo mejor, una respuesta.

—Porque tienen miedo.

La frase de Mila iluminó todos los rincones oscuros de la habitación, y le provocó una picazón en la nuca, una especie de cosquilleo…

—¿Miedo de qué?

La respuesta era una consecuencia directa de lo que Mila había dicho poco antes. En realidad no era necesario, pero aun así quería que aquella idea adoptara la forma de palabras, para aferrarse a ella y evitar así que se disolviera.

—Los padres tienen miedo de que Albert pueda hacerle daño…

—Pero ¿cómo va a hacerle daño si ya está muerta?

«Ralentizar el desangramiento. Dejarla morir lentamente.» Goran se detuvo y se dejó caer al suelo de rodillas. Mila, en cambio, se puso en pie de un salto.

—No ha ralentizado el desangramiento…, ¡lo ha detenido! Ambos llegaron a la vez a esa conclusión. —Oh, Dios mío… —dijo ella. —Sí…, aún sigue con vida.

11

La niña abre los ojos.

Respira profundamente, como si hubiera emergido de un abismo líquido; mientras tanto pequeñas manos invisibles aún tiran de ella hacia abajo. Pero ella se esfuerza por mantenerse en equilibrio en esa vigilia.

Una repentina punzada en el hombro izquierdo la despierta.

El dolor es cegador, pero le devuelve un poco de lucidez. Trata de recordar dónde se encuentra. Ha perdido la orientación. Está tumbada, eso lo sabe. La cabeza le da vueltas y está rodeada por una cortina de oscuridad. Tiene fiebre y no puede moverse; se siente como aplastada. Sólo dos sensaciones logran empapar las nieblas de su duermevela. El olor a humedad y a roca, parecido al de una cueva. Y el eco repetido y enervante de una gota que cae.

¿Qué ha pasado?

Los recuerdos afloran de uno en uno en su cabeza. Y entonces rompe a llorar. Lágrimas calientes comienzan a deslizarse por sus mejillas y mojan sus labios resecos. Así es como descubre que tiene sed.

Tenían que ir al lago ese fin de semana. Papá, mamá y ella. Hacía días que no pensaba en otra cosa, en la excursión en la que su padre le enseñaría a pescar. Había recogido lombrices en el jardín y las había conservado en un bote. Se movían, estaban vivas. Pero a ella le daba igual. Mejor dicho, consideraba irrelevante ese detalle, porque daba por sentado que las lombrices no tienen sentimientos. Así pues, no se preguntaba qué sentían estando allí dentro, encerradas. Ahora, en cambio, sí se lo pregunta. Porque es así como se siente ahora. Siente pena por ellas, y por sí misma. Y vergüenza por haber sido mala. Y espera de todo corazón que quienquiera que la haya capturado, arrancándola de su vida, sea mejor que ella.

No recuerda mucho de lo que sucedió.

Se levantó temprano para ir al colegio, un poco antes de la hora habitual, porque era jueves y, como todos los jueves, su padre no podría acompañarla porque hacía la ronda de sus clientes. Vendía productos de peluquería y, en previsión del aumento de clientes del fin de semana, los abastecía de laca para el pelo y champú, además de cosméticos. Por eso ella tenía que ir sola al colegio. Lo hacía ya desde que tenía nueve años. Todavía recordaba la primera vez que él la había acompañado a lo largo del breve trayecto hasta la parada del autobús. Iba de la mano, atenta a sus recomendaciones: mira a ambos lados antes de cruzar, o no llegues tarde porque el conductor no espera, o no te detengas a hablar con desconocidos porque puede ser peligroso. Con el tiempo, aquellos consejos habían sido tan interiorizados que ya no le parecía oírlos en su cabeza con la voz de su padre. Se había convertido en una experta.

Ese jueves por la mañana se levantó con una alegría nueva en el corazón. Además de la excursión pendiente al lago, tenía otro motivo de felicidad: la tirita que llevaba en el dedo. En el baño se había despegado uno de los bordes con agua caliente y se había mirado la yema con un orgullo mezclado con un ligero dolor.

Tenía una hermana de sangre.

No veía la hora de verla de nuevo, pero eso no sucedería antes del anochecer, ya que iban a escuelas diferentes. En el lugar de siempre se contarían las últimas novedades, porque ya hacía algunos días que no se veían. Luego jugarían y harían proyectos, y antes de despedirse renovarían la solemne promesa de ser amigas para siempre.

Sí, sería un gran día.

Metió en la mochila el libro de álgebra. Era su materia preferida, y lo decían también sus calificaciones. A las once tenía educación física, por lo que cogió un maillot de uno de los cajones del armario y metió en una bolsa de papel las zapatillas de deporte y los calcetines. Mientras hacía la cama, su madre la llamó para el desayuno. En la mesa todos tenían siempre mucha prisa, y esa mañana no fue diferente de las demás. Su padre, que generalmente sólo tomaba un café, se quedó de pie junto al mueble leyendo el periódico. Lo mantenía delante de la cara, sujetándolo solamente con una mano, mientras que con la otra empuñaba la taza sorbiendo el café con los labios. Su madre ya estaba al teléfono con una amiga, y le sirvió los huevos en el plato sin perderse una sola palabra de lo que le contaba su interlocutora. Houdini estaba acurrucado en su cesta y no se había dignado echarle siquiera una mirada desde que había bajado. Su abuelo decía que, como él, aquel gato padecía de tensión baja y, por tanto, tardaba un poco en empezar a funcionar por las mañanas. Pero ya hacía tiempo que ella había dejado de sufrir por la indiferencia de Houdini; entre ambos existía un acuerdo tácito de división del espacio y eso bastaba.

Al acabar el desayuno, había dejado el plato sucio en el fregadero y había hecho su ronda habitual por la cocina para recibir un beso de cada uno de sus padres. Luego había salido de casa.

Al viento aún pudo sentir en la mejilla la huella húmeda de café de los labios de su padre. El día era claro. Las pocas nubes que manchaban el cielo no tenían nada de amenazadoras. Las previsiones decían que el tiempo se mantendría así durante todo el fin de semana. «Óptimo para una excursión de pesca», había comentado su padre. Y con aquella promesa en el corazón, ella se había encaminado por la acera, directa a la parada del autobús. En total eran trescientos veintinueve pasos — había contado—, aunque, con los años, ese número se había ido reduciendo progresivamente. Señal de que estaba creciendo. Periódicamente los recalculaba. Como esa mañana. Y cuando estaba a punto de dar el paso trescientos once, alguien la había llamado.

Ya nunca olvidaría ese número. El punto preciso en que su vida se había roto.

Se había vuelto y lo había visto. El hombre sonriente que fue a su encuentro no tenía un rostro familiar, pero lo había oído llamarla por su nombre, y en seguida pensó: «Si me conoce, no puede ser peligroso.» A medida que se acercaba, ella lo examinaba con la mirada para tratar de averiguar quién era. El había apretado el paso para alcanzarla, ella lo había esperado. Sus cabellos… eran extraños, como los de una muñeca que había tenido de pequeña. Parecían postizos. Cuando entendió que el hombre llevaba una peluca, ya era demasiado tarde. Tampoco se había fijado en el furgón blanco aparcado junto a la acera. Él la había agarrado, abriendo al mismo tiempo la puerta trasera del vehículo y entrando con ella en el habitáculo. Había intentado gritar, pero le cubría la boca con una mano. La peluca se le había resbalado de la cabeza, y le había apretado la cara con un pañuelo húmedo. Luego, las lágrimas repentinas e incesantes, puntos negros y rojos delante de los ojos que decoloraban el mundo. Y, al final, la oscuridad.

¿Quién es ese hombre? ¿Qué quiere de ella? ¿Por qué la ha llevado allí? ¿Dónde se encuentra ahora?

Las preguntas llegan veloces y se marchan sin respuesta. Las imágenes de su última mañana de niña se desvanecen, y ella se encuentra de nuevo en aquella cueva, la barriga húmeda del monstruo que se la ha tragado. En compensación, vuelve a notar esa confortable sensación de entumecimiento. «Cualquier cosa con tal de no tener que pensar en todo eso», se dice. Cierra los ojos, hundiéndose una vez más en el mar de sombras que la rodea.

Tampoco se ha dado cuenta de que una de esas sombras está observándola.

12

La nieve cayó copiosa durante toda la noche, posándose como el silencio sobre el mundo.

La temperatura se suavizó y las calles fueron barridas por una pálida brisa. Mientras el esperado acontecimiento meteorológico lo ralentizaba todo, un nuevo frenesí se apoderó del equipo.

Por fin había un objetivo. Un modo de remediar, aunque sólo fuera en parte, todo aquel mal. Encontrar a la sexta niña, salvarla. Y así salvarse a sí mismos.

—Siempre y cuando aún siga con vida —tuvo que remarcar Goran, apaciguando un poco el entusiasmo de los demás.

Después del descubrimiento, Chang fue crucificado por Roche por no haber llegado antes a esa conclusión. La prensa todavía no había sido informada de la existencia de una sexta niña secuestrada pero, en previsión, el inspector jefe estaba confeccionando una coartada mediática, y necesitaba un chivo expiatorio.

En el ínterin, Roche convocó a un equipo de médicos —cada uno con una especialización diferente— para que contestaran a una sola y fundamental pregunta: «¿Cuánto podría sobrevivir una niña en esas condiciones?»

La respuesta no fue unánime. Los más optimistas sostuvieron que, con cuidados médicos apropiados y sin que aparecieran infecciones, podía resistir entre diez y veinte días. Los pesimistas afirmaron que, a pesar de la corta edad, con una amputación así, las expectativas de vida por fuerza tenían que verse reducidas a medida que pasaran las horas, y que era muy probable que la pequeña ya hubiera muerto.

Roche no se quedó satisfecho con sus explicaciones y decidió seguir manteniendo públicamente que Alexander Bermann aún era el principal sospechoso. Aunque convencido de que el representante comercial era ajeno a la desaparición de las niñas, Goran no desmintió la versión oficial del jefe. No era una cuestión de verdades. Sabía que Roche no podía quedar como un estúpido desdiciéndose de las declaraciones hechas antes sobre la culpabilidad de Bermann. Eso habría dicho mucho de sí mismo, pero también hubiera minado la credibilidad de sus métodos de investigación.

La convicción del criminólogo, en cambio, era que aquel hombre había sido de alguna manera «seleccionado» expresamente por el verdadero responsable.

Albert volvió a ser de repente el centro de su atención.

—Sabía que Bermann era un pedófilo —dijo Goran cuando estuvieron todos en la sala de operaciones—. Por un momento, lo hemos infravalorado.

Un elemento nuevo se introducía en el perfil de Albert. Lo intuyeron por primera vez cuando Chang describió las lesiones en los brazos hallados, definiendo como «quirúrgica» la precisión con que el homicida había asestado el golpe mortal. El empleo de fármacos para inducir una disminución de la velocidad de la presión sanguínea en la sexta niña avalaba las capacidades clínicas de su hombre. Finalmente, el hecho de que probablemente la mantuviera todavía con vida indujo a pensar que poseía un conocimiento notable de las técnicas de reanimación y de los protocolos de unidad de vigilancia intensiva.

—Podría ser médico, o quizá lo haya sido en el pasado —reflexionó Goran.

—Me ocuparé de efectuar una búsqueda en los registros profesionales: a lo mejor ha sido expulsado —se apresuró a decir Stern.

Era un buen comienzo.

—¿Cómo consigue las medicinas para mantenerla viva?

—Buena pregunta, Boris. Averigüemos en las farmacias privadas y en las de los hospitales quién ha solicitado esos fármacos.

—Aunque tal vez se proveyera meses atrás —señaló Rosa.

—Sobre todo, antibióticos: los necesitará para evitar infecciones… ¿Qué más?

Aparentemente, no había nada más. Ahora sólo se trataba de descubrir dónde estaba la niña, viva o muerta.

En la sala de operaciones todos miraron a Mila. Ella era la experta, la persona a quien consultar para alcanzar el objetivo que daría un sentido a su trabajo.

—Tenemos que hallar un modo de comunicarnos con la familia.

Los presentes se miraron unos a otros, hasta que Stern preguntó:

—¿Por qué? Ahora tenemos ventaja sobre Albert: él aún no sabe lo que sabemos.

—¿Creéis de veras que una mente capaz de imaginar todo esto no ha previsto nuestros movimientos con antelación?

—Si nuestra hipótesis es correcta, la mantiene en vida para nosotros —Gavila había intervenido para apoyar a Mila, secundando su nueva teoría.

—Él conduce el juego, y la niña es el premio final. Se trata de una competición, a ver quién es más listo.

—Entonces, ¿no la matará? —preguntó Boris.

—No será él quien la mate. Seremos nosotros.

Esa constatación era dura de digerir, pero constituía la esencia del desafío.

—Si tardamos demasiado tiempo en encontrarla, la niña morirá. Si lo irritamos de alguna manera, la niña morirá. Si no respetamos las reglas, la niña morirá.

—¿Las reglas? ¿Qué reglas? —inquirió Rosa, disimulando mal su ansiedad.

—Las que él ha establecido y que nosotros, por desgracia, no conocemos. Los caminos por los que se mueve su mente son oscuros para nosotros, pero muy claros para él. Por esa razón, cada acción nuestra puede ser interpretada como una violación de las reglas del juego.

Stern asintió, pensativo.

—Por tanto, dirigirnos directamente a la familia de la sexta niña es como favorecer su juego.

—Sí —dijo Mila—. Es lo que Albert espera de nosotros en este momento; lo tiene en cuenta. Pero también está convencido de que fracasaremos, porque esos padres tienen demasiado miedo para salir a la luz. De otro modo, ya lo habrían hecho. Quiere demostrarnos que su poder de persuasión es más fuerte que cualquier intento de nuestra parte. Paradójicamente, a sus ojos, está tratando de hacerse pasar por el «héroe» de esta historia. Es como si nos estuviera diciendo: «Sólo yo soy capaz de salvar a vuestra niña, sólo podéis fiaros de mí…» ¿Os dais cuenta de la presión psicológica que logra ejercer? Pero si, en cambio, logramos convencer a esos padres de que contacten con nosotros, habremos sumado un punto a nuestro favor.

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