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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

Lobos (19 page)

BOOK: Lobos
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—Pero corremos el riesgo de chocar contra su susceptibilidad —protestó Sarah Rosa, que no parecía estar de acuerdo.

—Es un riesgo que debemos correr, aunque no creo que haga daño a la niña por eso. Nos castigará, quizá quitándonos tiempo, pero no la matará: primero tiene que mostrarnos su obra al completo.

Goran pensó que era extraordinario el modo en que Mila se había hecho tan rápidamente con los mecanismos de la investigación. Lograba trazar las líneas de conducta con precisión. Sin embargo, aunque por fin los demás la escuchaban, no sería fácil que sus colegas la aceptaran definitivamente. Desde el principio la habían clasificado como una presencia extraña, que no necesitaban, y estaba claro que su opinión no cambiaría rápidamente.

En ese momento, Roche pensó que ya había oído suficiente y decidió intervenir:

—Haremos como sugiere la agente Vasquez: difundiremos la noticia de la existencia de una sexta niña secuestrada y nos dirigiremos públicamente a su familia. ¡Por Dios! ¡Demostremos que tenemos un par de pelotas! ¡Estoy cansado de esperar los acontecimientos, como si ese monstruo fuera realmente el que lo decide todo!

Algunos se asombraron de la nueva actitud del inspector jefe. Goran, no. Sin darse cuenta, Roche estaba calcando la técnica de su asesino en serie al invertir los papeles y, en consecuencia, las responsabilidades: si no encontraban a la niña, sería sólo porque sus padres no se habían fiado de los investigadores y se habían quedado en la sombra.

En todo caso, había un trasfondo de verdad en sus palabras: había llegado el momento de tratar de adelantarse a los acontecimientos.

—Habéis oído a esos charlatanes, ¿no? ¡A la sexta niña le quedarían a lo sumo diez días! —exclamó Roche. Luego miró uno a uno a los miembros del equipo y anunció, muy serio—: Está decidido: abrimos el Estudio de nuevo.

A la hora de la cena, durante el telediario, en las pantallas de los televisores apareció el rostro de un conocido actor. Lo habían elegido para leer la llamada de auxilio a los padres de la sexta niña. Era una figura familiar, y le otorgaría al asunto la justa dosis de emoción. La idea, obviamente, había sido de Roche, y Mila la creyó acertada, pues desalentaría a los malintencionados y a los mitómanos con deseos de llamar al número sobreimpreso en la pantalla.

Más o menos a la misma hora en que los telespectadores se enteraban —con horror y al mismo tiempo esperanza— de la noticia de la existencia de una sexta niña que todavía seguía con vida, ellos tomaban posesión del Estudio.

Se trataba de un apartamento situado en la cuarta planta de un edificio anónimo situado en el centro de la ciudad. El inmueble albergaba sobre todo despachos secundarios de la policía federal, generalmente administrativos y contables, además de los ya obsoletos archivos en papel que todavía no habían sido introducidos en las nuevas bases de datos.

El lugar había servido durante un tiempo de refugio seguro en el programa de protección de testigos, y era utilizado para acoger a los que necesitaban amparo por parte de la policía. El Estudio estaba perfectamente disimulado entre otros dos pisos iguales. Por eso no tenía ventanas. La instalación de aire acondicionado estaba siempre en funcionamiento, y el único acceso era la puerta principal. Las paredes eran muy gruesas, y originalmente contaban con numerosas medidas de seguridad. Pero dado que el apartamento ya no era utilizado para su función inicial, los distintos aparatos habían sido desmantelados, y solamente quedaba una pesada puerta blindada.

Había sido Goran quien había conseguido ese lugar, ya desde los tiempos en que fue constituida la Unidad de Investigación de Crímenes Violentos. Y a Roche no le había costado mucho contentarlo: se acordó sencillamente de aquella casa segura que ya nadie utilizaba desde hacía años. El criminólogo sostenía la necesidad de vivir codo con codo durante la dirección del caso. Así, las ideas podían circular más fácilmente, y ser compartidas y procesadas al instante, sin mediaciones. La convivencia forzada engendraba consonancia, y esta última servía para alimentar un único cerebro pensante. El doctor Gavila había imitado de la new economy los métodos sobre la constitución del entorno de trabajo, hecho de espacios comunes y con una distribución «horizontal» de las funciones, opuesta al reparto vertical que usa generalmente la policía, atada a la división del grado, que a menudo engendra conflictos y competencia. En el Estudio, en cambio, las diferencias habían sido anuladas, se desarrollaban las soluciones y la contribución de cada uno era solicitada, escuchada y considerada.

Cuando Mila cruzó la puerta, de inmediato pensó que ése era el sitio donde se capturaba a los asesinos en serie. No ocurría en el mundo real, sino allí dentro, entre esas paredes.

En el centro de todo no había una simple caza del hombre, sino el esfuerzo de entender el dibujo que aparentemente se escondía tras una incomprensible secuencia de crímenes violentos. La visión deforme de una mente enferma.

En el momento mismo en que dio el paso, Mila fue consciente de que sería el presagio de una nueva fase en la investigación.

Stern llevaba la bolsa marrón de piel sintética que su mujer le había preparado y les abría paso a los demás. Luego iba Boris, con la mochila al hombro. Después, Rosa y, por último, Mila.

Al otro lado de la puerta blindada había una garita con cristales antibalas, que en un tiempo albergaba a los guardias de vigilancia. En el interior, los monitores apagados del sistema de vídeo, un par de sillas giratorias y un estante para las armas, vacío. Un segundo paso de seguridad, con una puerta eléctrica, separaba esa zona del resto de la casa. En el pasado debía de ser accionada por los guardias, pero ahora estaba abierta.

Mila notó que olía a cerrado, a humedad y a rancio, y que se oía el incesante zumbido de los compresores del aire acondicionado. No sería fácil dormir, tendría que procurarse tapones para los oídos.

Un largo pasillo dividía en dos el piso. Sobre las paredes, papeles y fotografías de un caso anterior. El rostro de una chica, joven y bonita.

Por las miradas que se dirigieron unos a otros, Mila entendió que el caso no se había resuelto de la mejor de las maneras, y que probablemente no habían estado allí desde entonces.

Nadie habló, nadie le explicó nada. Sólo Boris exclamó: —¡Joder, al menos podrían haber quitado su cara de las paredes!

Las habitaciones estaban decoradas con viejos muebles de oficina, de los que con mucha imaginación habían fabricado armarios y cómodas. En la cocina un escritorio suplía la mesa de almuerzo. El frigorífico todavía era de esos que contenían CFC, un gas que daña la capa de ozono. Alguien se había tomado la molestia de descongelarlo y dejarlo abierto, pero no había retirado los restos adheridos de comida china. En el lugar también había una sala común, con un par de sofás, una tele y una mesa llena de enchufes para ordenadores y periféricos. En un rincón había una máquina de café. Aquí y allá, ceniceros sucios y residuos de todo tipo, sobre todo vasos de cartón de una conocida cadena de comida rápida. Había sólo un baño, pequeño y maloliente. Junto a la ducha habían colocado un viejo archivador sobre el que acampaban frascos de gel y champús medio consumidos, así como un paquete de cinco rollos de papel higiénico. Dos habitaciones cerradas estaban reservadas para los interrogatorios.

Al fondo del apartamento se hallaba el dormitorio: tres literas y dos catres adosados a la pared; una silla por cada cama, para dejar la maleta o los efectos personales. Dormirían todos juntos. Mila esperó a que los demás tomaran posesión de las camas, imaginando que cada uno tendría la suya desde hacía tiempo. Ella, en calidad de recién llegada, ocuparía la que quedara. Al final, optó por uno de los catres, el más alejado de Rosa.

Boris fue el único en instalarse en la cama de arriba de una de las literas.

—Stern ronca —le advirtió en voz baja mientras pasaba por su lado. El tono divertido y la sonrisa con que acompañó la impertinente confianza hicieron pensar a Mila que quizá se le había pasado el enfado. Mejor así: eso le haría menos difícil la convivencia.

Ya en otras ocasiones había compartido el mismo espacio con otros colegas, pero al final siempre le había resultado bastante pesado socializar con ellos. Incluso con las personas de su mismo sexo. Mientras que, entre los demás, al cabo de algo de tiempo se establecía una natural camaradería, ella seguía quedándose al margen, incapaz de acortar distancias. Al principio sufría, pero luego aprendió a crearse una «burbuja de supervivencia», una porción de espacio en el que sólo podía entrar lo que ella decidía, sonidos y ruidos incluidos, además de los comentarios de quienes se mantenía alejada.

Sobre el segundo catre del dormitorio ya estaban colocadas las cosas de Goran. Los esperaba en la sala principal. La que Boris, a iniciativa propia, había bautizado como el «Pensatorio».

Entraron en silencio y lo encontraron allí de espaldas, ocupado en escribir en la pizarra la frase: «Conocedor de técnicas de reanimación y cuidados intensivos: probable médico.»

En las paredes estaban adheridas las fotos de las cinco niñas, las instantáneas del cementerio de brazos y del coche de Bermann, además de las copias de todos los informes del caso. En una caja que descansaba en un rincón, Mila todavía reconoció el rostro de la chica joven y guapa: el doctor Gavila debía de haber despegado aquellas imágenes de la pared para reemplazarlas por las nuevas.

En el centro de la habitación, cinco sillas puestas en círculo. El Pensatorio.

Goran reparó en la mirada que Mila dirigía a la desnuda decoración y se apresuró a puntualizar:

—Nos sirve para focalizar. Tenemos que concentrarnos en lo que tenemos. Lo he arreglado todo de la manera que mejor me ha parecido. Pero, como siempre digo, si no os parece bien algo, podéis cambiarlo. Quitad lo que queráis. En esta habitación somos libres de hacer lo que nos venga en gana. Las sillas son una pequeña concesión, pero el café y el aseo serán un premio, por lo que tenemos que ganárnoslos.

—Perfecto —dijo Mila—. ¿Qué tenemos que hacer?

Goran dio una palmada y señaló la pizarra donde ya había empezado a anotar las características de su asesino en serie.

—Tenemos que comprender la personalidad de Albert. A medida que descubramos un nuevo detalle sobre él, lo apuntaremos aquí… ¿Tenéis presente eso de entrar en la cabeza del asesino en serie e intentar pensar como él?

—Sí, claro.

—Bien, pues olvidadlo: es una tontería. No puede hacerse. Nuestro Albert posee una íntima justificación para lo que hace, perfectamente estructurada en su psique. Es un proceso construido durante años de experiencias, de traumas o de fantasías. Por tanto, no tenemos que tratar de imaginar qué hará, sino esforzarnos en entender cómo ha llegado a hacer lo que ha hecho, esperando así llegar hasta él.

Mila consideraba que, sin embargo, la senda de indicios trazada por el asesino se había interrumpido después de Bermann.

—Hará que encontremos otro cadáver.

—También yo opino lo mismo que tú, Stern. Pero por ahora falta algo, ¿no te parece?

—¿Cómo? —preguntó Boris, que como los demás aún no comprendía adonde quería ir a parar el criminólogo con ese discurso.

Pero Goran Gavila no estaba por las respuestas fáciles y directas; prefería guiarlos hasta cierto punto del razonamiento, dejando que reconstruyeran el resto solos.

—Un asesino en serie se mueve en un universo de símbolos.

Recorre un camino esotérico, iniciado muchos años antes en la intimidad de su corazón, y que ahora continúa en el mundo real. Las niñas secuestradas son sólo un medio para alcanzar un objetivo, una meta.

—Es una búsqueda de la felicidad —añadió Mila.

Goran la miró.

—Exacto. Albert está buscando una forma de satisfacción, una retribución no sólo por lo que hace, sino sobre todo por lo que es. Su naturaleza le sugiere un impulso, y él sólo lo está secundando. Por otro lado, también está tratando de comunicarnos algo con lo que hace…

Eso era lo que faltaba: una señal. Algo que los condujera más allá en la exploración del mundo personal de Albert.

Sarah Rosa tomó la palabra:

—En el cadáver de la primera niña no había huellas.

—Es una constatación razonable —aprobó Goran—. En los libros y las películas sobre asesinos en serie, es conocido que el criminal tiende siempre a «trazar» el propio recorrido, dejando a los investigadores algunas pistas que seguir… Albert, sin embargo, no lo ha hecho.

—O bien lo ha hecho y no nos hemos dado cuenta.

—Quizá no hayamos sido capaces de entender esa señal —concedió Goran—. Probablemente aún no lo conocemos bastante. Por eso ha llegado el momento de reconstruir los estadios…

Eran cinco, y se referían al modus operandi. En los manuales de criminología eran usados para recalcar la acción de los asesinos en serie, seccionándola en precisos momentos empíricos que luego podían ser analizados por separado.

Se parte de la base que el asesino en serie no nace como tal, sino que acumula de forma pasiva experiencias y estímulos que se incuban hasta crear una personalidad homicida que desemboca luego en violencia.

El primer estadio de ese proceso es el de la «fantasía».

—Antes de buscarlo en la realidad, el sujeto fantasea largamente con el objeto de deseo —explicó Goran—. Sabemos que el mundo interior de un asesino en serie es un enredo de estímulos y tensiones, pero cuando ese interior ya no es capaz de contenerlos, el paso a la acción es inevitable. La vida interior, la de la imaginación, acaba por suplantar a la real. Es entonces cuando el asesino en serie empieza a modelar la realidad que lo circunda según su fantasía.

—¿Cuál es la fantasía de Albert? —preguntó Stern mientras se metía en la boca el enésimo caramelo—. ¿Qué lo fascina? —Lo fascina el desafío —apuntó Mila.

—Quizá ha sido o se ha sentido infravalorado durante mucho tiempo. Ahora quiere demostrarnos que es mejor que los demás…, mejor que nosotros.

—Pero eso no lo ha «fantaseado» simplemente ¿verdad? —preguntó Goran, no para obtener una confirmación, sino porque consideraba esa fase superada—. Albert ya ha ido más allá: ha proyectado cada movimiento previendo nuestra reacción. Él tiene el «control», y eso es lo que nos está diciendo: que se conoce bien a sí mismo, pero también nos conoce bien a nosotros.

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