Lobos (22 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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Desde ese punto de vista, Albert no era menos.

—Debemos leer la escena. Entender el mensaje que contiene, y a quién va dirigido. ¿Quién quiere empezar? Os recuerdo que ninguna opinión será descartada a priori, por tanto, sentíos libres de decir lo primero que se os pase por la cabeza.

Nadie quería empezar. Eran demasiadas las dudas que se hacinaban en su mente.

—Quizá nuestro hombre pasó la infancia en este orfanato. Quizá su odio y su rencor provienen de aquí. Deberíamos buscar entre los archivos.

—Francamente, Mila, no creo que Albert quiera darnos noticias de sí mismo. —¿Por qué?

—Porque no creo que pretenda dejarse capturar… Al menos, por ahora. En el fondo solamente hemos encontrado el segundo cadáver.

—¿Me equivoco o a veces los asesinos en serie quieren ser apresados por la policía porque no son capaces de dejar de matar?

—Eso es una chorrada —replicó Sarah Rosa con su habitual arrogancia.

Y Goran añadió:

—Es cierto que a menudo la última aspiración de un asesino en serie es ser detenido, pero no porque no logre controlarse, sino porque con su captura por fin puede salir al descubierto. Especialmente si posee una personalidad narcisista, quiere ser reconocido por el tamaño de su obra. Y mientras su identidad sigue siendo un misterio, no puede conseguir su objetivo.

Mila asintió, aunque no estaba del todo convencida. Goran se percató de ello y se dirigió a los demás:

—Quizá deberíamos resumir cómo reconstruimos la relación que existe entre el escenario del crimen y la conducta organizativa del asesino en serie.

Era una lección a beneficio de Mila, pero a ella no le molestó. Se trataba de una manera de elevarla a la misma altura que los demás. Y por cómo reaccionaron de inmediato Boris y Stern, realmente pareció que no querían que se quedara atrás.

Fue el agente de más edad el que tomó la palabra. Lo hizo sin mirar directamente a Mila, evitando incomodarla.

—Según el estado del lugar, subdividimos a los asesinos en serie en dos grandes categorías: desorganizados y organizados.

Boris continuó:

—El perteneciente al primer grupo es, precisamente, desorganizado en todos los aspectos de su vida. Es un individuo que ha fracasado en el contacto humano, un solitario. Tiene una inteligencia inferior a la media, una cultura modesta, y desarrolla un trabajo que no requiere habilidades particulares. No es sexualmente competente. Desde ese punto de vista, sólo ha tenido experiencias apresuradas y torpes.

—A menudo es una persona que en la infancia ha estado sometida a una severa disciplina —prosiguió Goran—. Por ese motivo, muchos criminólogos opinan que tiende a infligirles a las víctimas la misma cantidad de dolor y sufrimiento que él recibió de niño. Es por eso por lo que esconde un sentimiento de rabia y hostilidad que no necesariamente se manifiesta al exterior, con las personas que frecuenta habitualmente.

—El desorganizado no planifica: actúa espontáneamente —intervino Rosa, que no quería verse excluida.

Y Goran puntualizó:

—La falta de organización del crimen hace que el asesino se sienta ansioso en el momento de la consumación. Por eso tiende a actuar cerca de lugares que le son familiares, donde se siente cómodo. La ansiedad y el hecho de que no se aleja demasiado lo llevan a cometer errores, por ejemplo, dejando huellas que a menudo lo traicionan.

—En general, sus víctimas sólo son personas que se encuentran en el lugar erróneo en el momento equivocado. Y mata porque ése es el único modo que conoce de relacionarse con los demás —concluyó Stern.

—Y el organizado, ¿cómo se comporta? —quiso saber Mila.

—Bueno, en primer lugar, es muy listo —dijo Goran—. Puede resultar muy difícil identificarlo a causa de su perfecto mimetismo: parece un individuo normal, respetuoso con las leyes. Tiene un cociente intelectual elevado. Es hábil en su trabajo. A menudo posee una posición relevante en el seno de la comunidad en la que vive. No ha padecido traumas particulares en la infancia. Tiene una familia que lo quiere. Es sexualmente competente y no tiene problemas para relacionarse con el sexo opuesto. Mata sólo por puro placer.

Esa última afirmación hizo estremecer a Mila. No fue la única en sentirse turbada porque, por primera vez, Chang desvió la atención de su microscopio para dirigir la mirada hacia ellos. Quizá también él se preguntaba cómo un ser humano podía obtener satisfacción del mal que infligía a un semejante.

—Es un depredador. Selecciona a sus víctimas con esmero, a menudo buscándolas en lugares lejos de donde vive. Es astuto, prudente. Es capaz de prever la evolución de las investigaciones sobre su caso, adelantándose así a los movimientos de los investigadores. Por eso es difícil capturarlo: aprende de la experiencia. El organizado acecha, espera y mata. Sus acciones pueden ser programadas durante días o semanas. Elige a su víctima con sumo cuidado. La observa. Se mete en su vida, recogiendo información y anotando bien sus costumbres. Siempre busca un contacto, fingiendo determinados comportamientos o cierta afinidad para ganarse su confianza. Para obtener la razón, prefiere las palabras a la fuerza física. La suya es una obra de seducción.

Mila se volvió a mirar el espectáculo de muerte que se había representado en aquella sala. Después declaró:

—Su escena del crimen siempre estará limpia, porque su palabra para el orden es «control».

Goran asintió.

—Por lo que parece, has encuadrado a Albert.

Boris y Stern le sonrieron. Sarah Rosa evitó cuidadosamente su mirada y fingió mirar la hora en su reloj, suspirando por aquella inútil pérdida de tiempo.

—Señores, tenemos novedades…

El miembro silencioso de aquel pequeño conciliábulo había hablado: Chang se levantó; llevaba entre las manos una placa de Petri que acababa de sacar del microscopio.

—¿Qué hay, Chang? —preguntó el doctor Gavila, impaciente.

Pero el médico forense tenía la intención de disfrutar de ese momento. En su mirada ardía la luz de un pequeño triunfo.

—Cuando he visto el cuerpo, me he preguntado por qué estaba sumergido en dos dedos de agua…

—Estamos en una lavandería —afirmó Boris, como si fuera lo más evidente del mundo.

—Sí, pero como la instalación eléctrica del edificio, tampoco la de agua funciona desde hace años.

La revelación los pilló a todos por sorpresa. Sobre todo a Goran.

—Entonces, ¿qué es ese líquido? —Agárrese, doctor… Son lágrimas.

15

El hombre es el único ser en la naturaleza capaz de reír o llorar.

Mila sabía eso. En cambio, lo que ignoraba era que el ojo humano produce tres tipos de lágrimas. Las básales, que humedecen y nutren continuamente el bulbo ocular. Las reflejas, que se generan cuando un elemento extraño penetra en el ojo. Y las lágrimas emocionales, que se asocian al dolor. Estas últimas tienen una composición química diferente: contienen porcentajes muy elevados de manganeso y una hormona, la prolactina.

En el mundo de los fenómenos naturales cada cosa individual puede ser reducida a una fórmula, pero explicar por qué las lágrimas de dolor son fisiológicamente diferentes de las otras es prácticamente imposible.

Las lágrimas de Mila no contenían prolactina.

Ése era su inconfesable secreto.

Ya no era capaz de sufrir, de sentir empatia, necesaria para comprender a los demás y, por eso mismo, para no sentirse sola entre el género humano.

¿Siempre había sido así, o bien algo o alguien había extirpado de ella esa capacidad?

Se había dado cuenta con la muerte de su padre, a sus catorce años. Lo había encontrado ella una tarde, sin vida, en el sillón del cuarto de estar. Parecía que durmiera. Al menos, así lo contó cuando le preguntaron por qué no había pedido ayuda en seguida, sino que se había quedado allí, velándolo, durante casi una hora. La verdad era que Mila había comprendido de inmediato que no había nada que hacer. Pero su sorpresa no iba dirigida a ese suceso trágico. Lo que la había asombrado era su incapacidad para comprender desde un punto de vista emotivo lo que tenía delante de los ojos. Su padre —el hombre más importante de su vida, el que se lo había enseñado todo, su modelo— ya no estaría más. Nunca más. Sin embargo, ella no tenía el corazón destrozado.

En el funeral había llorado. No porque por fin la idea de lo ineluctable hubiera hecho brotar la desesperación en su ánimo, sino sólo porque eso era lo que se esperaba de una hija. Aquellas lágrimas saladas fueron el fruto de un esfuerzo enorme.

«Me he bloqueado —se dijo—. Sólo me he bloqueado. Es el estrés. Estoy en estado de shock. Seguro que les ha ocurrido a otros antes.» Lo intentó todo. Se torturó con recuerdos para al menos sentir un ápice de culpa. Pero nada.

No lograba explicárselo. Entonces se encerró en un silencio intransitable, sin permitir que nadie le preguntase sobre su estado de ánimo. También su madre, después de algunos intentos, se resignó a ser excluida de aquella privada elaboración del luto.

El mundo la creyó rota, asolada. En cambio, Mila, encerrada en su habitación, se preguntaba por qué sólo alimentaba el deseo de volver a su vida de siempre, enterrando a aquel hombre en su corazón.

Con el tiempo, las cosas no cambiaron. El dolor por la pérdida no llegó nunca. Es más, hubo otros lutos: su abuela, una compañera, otros parientes… Pero tampoco en esos casos Mila consiguió sentir nada, a excepción del impulso de evitar relacionarse con la muerte lo más de prisa posible.

¿A quién podía decírselo? La habrían mirado como a un monstruo insensible, indigno de formar parte del género humano. Sólo su madre, en el lecho de muerte, comprendió por un instante la indiferencia en su mirada y apartó la mano de la suya, como si de repente hubiera sentido frío.

Una vez acabadas las ocasiones de luto en su familia, para Mila fue más fácil aparentar con los extraños lo que no sentía. Alcanzar la edad en que se empieza a necesitar contacto humano, especialmente con el sexo opuesto, fue todo un problema. «No puedo comenzar una historia con un chico si no soy capaz de sentir empatia por él», se repetía. Porque, mientras tanto, Mila había aprendido a definir así su problema. Donde el término «empatia» —lo había aprendido bien— sustituía a la «capacidad de proyectar las propias emociones sobre un sujeto para identificarse con él».

Fue entonces cuando empezó a consultar a los primeros psicoanalistas. Algunos no sabían responderle, otros le dijeron que la terapia sería larga y pesada, que se debía excavar bastante para hallar sus «raíces emocionales» y entender dónde se había interrumpido el flujo de los sentimientos.

Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: necesitaba salir de su bloqueo.

Durante años asistió a terapia, sin resultado. Incluso cambió de médico varias veces, y habría continuado hasta el infinito si uno de ellos —el más cínico, al que nunca le estaría suficientemente agradecida— no le hubiera dicho claramente: «El dolor no existe, como el resto de la gama de las emociones humanas. Es sólo química. El amor sólo es una cuestión de endorfinas. Con una inyección de Pentotal puedo suprimirte toda exigencia afectiva. Sólo somos máquinas de carne.»

Por fin se había sentido aliviada. ¡No satisfecha, pero sí aliviada! No podía hacer nada: su cuerpo adoptaba una forma de «protección», como les ocurre a ciertos aparatos electrónicos cuando hay una sobrecarga y tienen que preservar los propios circuitos. Ese médico también le dijo que hay personas que, en un momento dado de su existencia, sienten mucho dolor, demasiado, mucho más de lo que pueda tolerar un ser humano en toda su vida. Es en ese punto cuando, o bien dejan de vivir, o se acostumbran a ello.

Mila no sabía si considerar su afección una suerte, pero gracias a ella se había convertido en lo que ahora era: una buscadora de niños desaparecidos. Poner remedio al sufrimiento ajeno la recompensaba por lo que no sentiría jamás. Así, su maldición se había convertido de repente en su talento.

Los salvaba. Los llevaba a casa. Ellos se lo agradecían. Algunos le cogían cariño y, cuando crecían, iban en su busca para que les contara su historia. «Si tú no hubieras pensado en mí…», le decían.

Y ella no podía revelar ciertamente de qué estaba hecho, en realidad, ese «pensamiento», siempre igual para cada niño que buscaba. Podía sentir rabia por cuanto les había ocurrido —como con la niña número seis—, pero nunca sentía «compasión».

Había aceptado su destino. Aun así, siempre se hacía una pregunta: ¿sería capaz de amar a alguien alguna vez?

Sin saber qué responder a eso, Mila había vaciado su mente y su corazón desde hacía mucho tiempo. Nunca tendría un amor, un marido o un novio, ni tampoco hijos, ni siquiera un animal de compañía. Porque el secreto era no tener nada que perder. Nada que alguien pudiera arrebatarle. Sólo así lograba penetrar en la mente de las personas que buscaba.

Creando alrededor de sí misma el mismo vacío que había alrededor de ellas.

Pero un día surgió un problema. Ocurrió después de la liberación de un niño de las garras del pedófilo que sólo lo había secuestrado para pasar con él un fin de semana. Lo habría soltado después de tres días porque, en su mente enferma, lo había «tomado en préstamo». No le importaba en qué estado lo devolvería a su familia y a la vida; se justificaba diciendo que nunca le habría hecho daño.

¿Y todo lo demás, entonces? ¿Cómo definía el shock del secuestro? ¿La reclusión? ¿La violencia?

No se trataba del desesperado intento de encontrar una débil legitimación a sus actos. ¡Él realmente creía que lo que hacía estaba bien! Porque era incapaz de identificarse con su víctima. Al fin y al cabo, Mila lo sabía: ese hombre era igual que ella.

Desde ese día, decidió que ya no le permitiría a su ánimo privarse de aquella medida fundamental de los demás y de la vida que era la compasión. Aunque no la encontrara en su propio interior, la provocaría de un modo artificial.

Mila había mentido al equipo y al doctor Gavila, pues en realidad poseía un conocimiento bien claro de los asesinos en serie. O, al menos, de un determinado aspecto de su comportamiento.

El sadismo.

Casi siempre, en el modo de actuar de un asesino en serie se reconocen componentes sádicos marcados y arraigados. Las víctimas son consideradas «objetos», de cuyo sufrimiento, de cuyo uso se puede sacar un provecho personal.

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