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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

Lobos (2 page)

BOOK: Lobos
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A partir de ahí se había dado inicio a una caza del monstruo, a menudo confusa e improvisada. Los ciudadanos se habían movilizado, dispuestos a tomarse la justicia por su mano. La policía había plagado las calles de puestos de control. Los controles a sujetos ya condenados o sospechosos de crímenes contra menores se hicieron más urgentes. Los padres eran reacios a dejar salir de casa a sus hijos, ni tan sólo para mandarlos a la escuela. Muchos institutos cerraron por falta de alumnos. La gente sólo salía de sus viviendas cuando era estrictamente necesario. Después de cierta hora, los pueblos y las ciudades se convertían en desiertos.

Durante un par de días no hubo noticias de nuevas desapariciones. Algunos empezaron a pensar que todas las medidas y las precauciones adoptadas habían causado el efecto esperado, desanimando al maníaco. Pero se equivocaban.

El secuestro de la quinta niña fue el más clamoroso.

Se llamaba Caroline, once años. Fue arrebatada en su propia cama, mientras dormía en la habitación junto a la de sus padres, que no se percataron de nada.

Cinco chiquillas secuestradas en una semana. Después, diecisiete larguísimos días de silencio.

Hasta ese momento.

Hasta esos cinco brazos sepultados.

Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.

Goran volvió la mirada hacia el círculo de pequeñas fosas. Un macabro corro de manos. Casi parecía oírlas entonar una cantinela.

—Desde este momento está claro que ya no se trata de casos de desaparición —dijo Roche mientras con un gesto convocaba para un breve discurso a todos los que se encontraban alrededor.

Era una costumbre. Rosa, Boris y Stern se acercaron y se dispusieron a escucharlo, con la mirada fija en el suelo y las manos cruzadas a la espalda.

—Pienso en quien nos ha traído aquí esta noche —empezó Roche—. En quien ha previsto que sucediera todo esto. Estamos aquí porque él lo ha querido, porque él lo ha imaginado, y ha construido todo esto para nosotros. Porque el espectáculo es para nosotros, señores, sólo para nosotros. Lo ha preparado con cuidado, saboreando el momento, nuestra reacción. Para asombrarnos. Para hacernos saber que es grande, y poderoso.

Los demás asintieron.

Fuera quien fuese el artífice, había actuado serenamente.

Roche, que tenía desde hacía tiempo a Gavila en el equipo a todos los efectos, se dio cuenta de que el criminólogo estaba ensimismado en sus pensamientos, con los ojos inmóviles.

—¿Y tú, doctor, qué piensas?

Goran emergió del silencio que se había impuesto y dijo simplemente:

—Los pájaros.

En un principio, nadie pareció entenderlo.

Él prosiguió, impasible:

—No me he fijado al llegar, me he dado cuenta ahora. Es extraño. Escuchad…

Del oscuro bosque se elevaba la voz de miles de pájaros.

—Cantan —dijo Rosa, sorprendida.

Goran se volvió hacia ella y asintió con la cabeza.

—Son los focos… Han confundido esta luz con el amanecer. Y cantan —señaló Boris.

—¿Os parece que tiene sentido? —prosiguió Goran, mirándolo esta vez—. No obstante, lo tiene… Cinco brazos enterrados. Pedazos. Sin los cuerpos. Si queremos, no existe verdadera crueldad en todo esto. Sin los cuerpos no hay nada. Sin los cuerpos no hay individuos, no hay personas. Sólo tenemos que preguntarnos dónde están las niñas. ¿Por qué no están ahí, en esas fosas? No podemos mirarlas a los ojos, no podemos percibir que son como nosotros, porque, en realidad, no hay nada de humano en esto. Son sólo
partes
… Ninguna compasión. Él no nos la ha concedido. Nos ha dejado sólo el miedo. No se puede sentir piedad por esas pequeñas víctimas. Quiere hacernos saber únicamente que están muertas… ¿Os parece que tiene sentido? Miles de pájaros en la oscuridad obligados a gritar alrededor de una luz imposible. Nosotros no podemos verlos pero ellos nos observan: miles de pájaros. ¿Qué son? Algo simple. Pero también el fruto de una ilusión. Y hay que prestar atención a los ilusionistas: a veces el mal nos engaña asumiendo la forma más simple de las cosas.

Silencio. Una vez más, el criminólogo había dado con un pequeño y preñado sentido simbólico. Eso que los demás a menudo no lograban ver o, como en ese caso, sentir. Los detalles, los contornos, los matices. La sombra alrededor de las cosas, el aura oscura en que se esconde el mal.

Cada asesino tiene un «diseño», una forma precisa que le proporciona satisfacción, orgullo. La tarea más difícil es entender cuál es su visión. Por eso estaba allí Goran. Por eso lo habían llamado. Para que capturara aquel mal inexplicable entre los elementos tranquilizadores de su ciencia.

En ese instante, un miembro de la policía científica vestido con bata blanca se acercó a ellos y se dirigió directamente al inspector jefe con una expresión confusa en el rostro.

—Señor Roche, hay un problema…Son seis brazos.

2

El profesor de música había hablado.

Pero no fue eso lo que la afectó. No era la primera vez. Muchos individuos solitarios dan voz a sus propios pensamientos cuando se sienten protegidos por las paredes de sus casas. También Mila hablaba sola cuando estaba en casa.

No. La novedad era otra. Y era esa la que la recompensaba por una semana entera de vigilancia, helándose dentro de su coche, constantemente aparcado frente a la casa marrón, escudriñando con unos pequeños prismáticos el interior, los desplazamientos de aquel hombre de unos cuarenta años, gordo y lechoso, que se movía tranquilo en su pequeño y ordenado universo, siempre repitiendo los mismos gestos, como si fueran la trama de una telaraña que, no obstante, sólo él conocía.

El profesor de música había hablado. Pero la novedad era que, esta vez, había dicho un nombre.

Mila lo había visto brotar, letra a letra, de sus labios: Pablo. Era la confirmación, la clave para acceder a ese mundo misterioso. Ahora lo sabía.

El profesor de música tenía un huésped.

Hasta apenas diez días antes, Pablo era sólo un niño de ocho años de cabellos castaños y ojos avispados al que le encantaba recorrer el barrio con su monopatín. Y una cosa era cierta: si Pablo tenía que hacer un recado para su madre o para su abuela, iba con el monopatín. Se pasaba las horas encima de aquella cosa, calle arriba y calle abajo. Para los vecinos que lo veían pasar por delante de sus ventanas, el pequeño Pablito -como todos lo llamaban— era como una de aquellas imágenes ya integradas en el paisaje.

Quizá también por eso nadie había visto nada esa mañana de febrero en el pequeño barrio residencial donde todos se conocían por el nombre y todas las casas y las vidas se parecían.

Un Volvo verde familiar —el profesor de música debía de haberlo elegido a propósito porque era similar a tantos otros coches estacionados en la zona— apareció en la calle desierta. El silencio de un normalísimo sábado por la mañana fue roto solamente por el lento crujir del asfalto bajo los neumáticos y el monótono roce de un monopatín que ganaba velocidad progresivamente… Pasaron largas horas antes de que alguien se percatara de que entre los sonidos de ese sábado faltaba algo. Ese roce. Y de que el pequeño Pablo, en una mañana de gélido sol, fue tragado por una sombra huidiza que ya no quiso devolverlo, separándolo de su querido monopatín.

Esa tabla con cuatro ruedas había acabado yaciendo inmóvil en medio del bullicio de los agentes de policía que, justo después de la denuncia, habían tomado posesión del barrio.

Eso había sucedido apenas diez días antes.

Y podía ser ya demasiado tarde para Pablo: tarde para su frágil psique de niño; tarde para despertarse sin traumas de su feo sueño.

Ahora el monopatín estaba en el maletero del coche de la policía, junto a otros objetos, juegos, ropa. Restos que Mila olfateó en busca de una pista que seguir, y que la condujeron a aquella madriguera marrón. Hasta el profesor de música, que enseñaba en un instituto superior y tocaba el órgano en la iglesia los domingos por la mañana. El vicepresidente de la asociación musical, que todos los años organizaba un pequeño festival mozartiano. El anónimo y tímido solterón con gafas, una calvicie incipiente y las manos sudadas y blandas.

Mila lo había observado bien. Porque ése era su fuerte.

Había ingresado en la policía con un objetivo preciso y, recién salida de la academia, se había dedicado a él con todas sus energías. No le interesaban los criminales y mucho menos la ley. No era por eso por lo que acechaba incesantemente cada rincón donde anida la sombra, donde se pudre quieta la existencia.

Cuando leyó el nombre de Pablo en los labios de su carcelero, Mila sintió una punzada en la pierna derecha. Quizá era por las muchas horas pasadas en el coche, esperando esa señal. Quizá también por la herida en el muslo, que había necesitado un par de puntos de sutura.

«Después volveré a curármela», se propuso. Después, sin embargo. Y en ese momento, formulando ese pensamiento, Mila ya había decidido que entraría en esa casa para romper el hechizo y terminar con la pesadilla.

—Agente Mila Vasquez a Central: localizado sospechoso del secuestro del pequeño Pablo Ramos. El edificio es una casa marrón en el número 27 de la avenida Alberas. Posible situación de peligro.

—Está bien, agente Vasquez, mandamos un par de patrullas hacia tu posición; tardarán al menos treinta minutos.

Demasiado.

Mila no los tenía. Pablo no los tenía.

El terror de enfrentarse a las palabras «ya era demasiado tarde» la empujó a moverse hacia la casa.

La voz en la radio se oía ya como un eco lejano, y ella —revólver en mano, bajo, a la altura de la cintura, mirada atenta, pasos cortos y veloces— alcanzó rápidamente la valla color ceniza que enmarcaba sólo la fachada posterior del chalet.

Un enorme plátano blanco se recortaba a un lado de la casa. Las hojas cambiaban de color según soplaba el viento, mostrando su perfil argénteo. Mila llegó a la cancela de madera de la parte de atrás, apretó su cuerpo contra la empalizada y escuchó. De vez en cuando le llegaban ráfagas de notas de una canción de rock, tal vez arrastradas por el viento desde algún lugar del vecindario. Mila se asomó por encima de la cancela y vio un jardín bien cuidado, con una cabaña para herramientas y una manguera de goma roja que serpenteaba por la hierba hasta un rociador. Muebles de plástico y una barbacoa de gas. Todo tranquilo. Una puerta de cristales esmerilados de color malva. Mila alargó un brazo hasta el otro lado de la cancela y levantó el pestillo delicadamente. Las bisagras chirriaron, y ella abrió sólo lo suficiente como para cruzar el umbral del jardín.

Volvió a cerrar para que nadie desde dentro se percatara de cambio alguno al mirar hacia afuera; todo tenía que permanecer como estaba. Después se encaminó como le habían enseñado en la academia, posando atentamente los pies sobre la hierba —sólo con las puntas, sin dejar huellas—, lista para disparar si se presentaba la necesidad. Al cabo de pocos instantes se encontró junto a la puerta de servicio, del lado desde donde era imposible hacer sombra si se asomaba para mirar hacia el interior de la casa. Y eso fue lo que hizo. Los cristales esmerilados no le permitieron distinguir el escenario pero, por el perfil de los muebles, intuyó que debía de tratarse del comedor. Mila deslizó la mano hacia la manija, que se encontraba del lado de la puerta. La agarró y empujó hacia abajo. La puerta se abrió.

Estaba abierta.

El profesor de música debía de sentirse seguro en la madriguera que había preparado para sí mismo y para su prisionero. Dentro de poco, Mila también descubriría por qué.

El suelo de linóleo gemía a cada paso bajo la goma de las suelas. Se esforzó en no hacer demasiado ruido, pero después decidió quitarse las zapatillas deportivas y dejarlas al lado de un mueble. Descalza, llegó al umbral del pasillo y lo oyó hablar…

—También necesitaría papel de cocina. Y ese producto para lustrar la cerámica… Sí, ese mismo… Tráigame también seis cajas de caldo de pollo, azúcar, una guía de televisión y un par de paquetes de cigarrillos light, la marca de siempre…

La voz provenía del cuarto de estar. El profesor de música estaba haciendo la compra por teléfono. ¿Estaba demasiado ocupado para salir de casa, o bien no quería alejarse, prefería quedarse para controlar cada movimiento de su huésped?

—Sí, el número 27 de la avenida Alberas, gracias. Y traiga cambio de cincuenta porque no tengo otros billetes en casa.

Mila siguió la voz, pasando por delante de un espejo que le devolvió su imagen deformada, como los de los parques de atracciones. Cuando llegó junto a la entrada de la habitación, dobló hacia arriba los brazos con el revólver, tomó aliento e irrumpió en el umbral. Esperaba sorprenderlo, quizá de espaldas, con el auricular todavía en la mano y junto a la ventana. Un perfecto blanco de carne…

… Que no estaba.

El cuarto de estar estaba vacío, el auricular perfectamente colocado sobre el aparato.

Comprendió que nadie había llamado por teléfono desde esa habitación cuando sintió los fríos labios de una pistola apoyarse en su nuca como un beso.

Estaba a su espalda.

Mila maldijo para sí, sintiéndose imbécil. El profesor de música había preparado bien su guarida. La cancela del jardín que chirriaba y el suelo de linóleo que gemía eran las alarmas para señalar la presencia de intrusos. Luego la falsa llamada, como un anzuelo para atraer a su presa. El espejo «deformante» para colocarse a su espalda sin ser visto. Todo formaba parte de la trampa.

Sintió que alargaba el brazo más allá de ella hasta cogerle el revólver. Mila lo soltó.

—Puedes dispararme, pero no tienes escapatoria. Mis compañeros estarán aquí en seguida. No puedes librarte, te conviene rendirte.

Él no contestó. Por el rabillo del ojo, casi le pareció verlo. ¿Era posible que estuviera sonriendo?

El profesor de música retrocedió. El cañón del arma se apartó de Mila, pero ella aún podía notar esa prolongación de atracción magnética entre su cabeza y la bala en el obturador. Luego el hombre la rodeó y por fin se dejó ver. La miró durante un largo instante, sin verla. Había algo en el fondo de sus ojos que a Mila le pareció la antecámara de las tinieblas.

El profesor se volvió, dándole la espalda sin ningún temor. Mila lo vio dirigirse con seguridad hacia el piano adosado a la pared. Al llegar frente al instrumento, el hombre se sentó en el taburete, observó el teclado y dejó las armas en el extremo izquierdo.

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