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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

Lobos (10 page)

BOOK: Lobos
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A medida que Chang subía, iba desvelando nuevos detalles. Llegó a la sección torácica en la que faltaba el brazo. Allí, la chaqueta no estaba manchada de sangre: estaba sencillamente cortada a la altura del hombro izquierdo, por el que sobresalía un muñón.

—Cuando la mató no llevaba puesta esta ropa. Recompuso el cadáver después —dijo el patólogo.

Ese «después» se perdió en el eco de la habitación, precipitándose en el remolino de oscuridad que los rodeaba, como una piedra que rebota contra las paredes de un pozo sin fondo.

Chang levantó el brazo derecho. En la muñeca llevaba una pulsera de la que pendía un colgante en forma de llave.

Al llegar a la altura del cuello, el médico forense se detuvo un momento para secarse la frente con una pequeña toalla. Sólo entonces Mila reparó en que estaba sudando. Había llegado al punto más delicado. Temía que al despegar el plástico del rostro pudiera arrancar también la epidermis.

Mila había asistido anteriormente a otras autopsias. Por lo general, los médicos forenses no tenían demasiados escrúpulos al tratar los cuerpos que tenían que investigar; los cortaban y los cosían sin cuidado alguno. Pero en ese momento comprendió que Chang, en cambio, deseaba que los padres volvieran a ver por una última vez a su niña en el mejor estado posible. Por eso era tan cuidadoso. Tuvo un sentimiento de respeto hacia aquel hombre.

Por fin, después de unos minutos que se hicieron interminables, el médico logró despegar completamente la bolsa negra del rostro de la pequeña. Mila la vio. Y la reconoció al instante.

Debby Gordon. Doce años. La primera en desaparecer.

Tenía los ojos abiertos como platos. La boca aún estaba desencajada, como si estuviera intentando decir algo desesperadamente.

En el pelo llevaba un broche con una azucena blanca.
Él la había
peinado
. «Qué absurdo», pensó Mila. ¡Le había resultado más fácil tener compasión por un cadáver que por una niña viva! Pero luego dedujo que el motivo por el que había cuidado tanto de ella era otro.

«La ha acicalado para nosotros», se dijo. Y sintió rabia. Pero también comprendió que en ese momento esas emociones no le pertenecían. Correspondían a otros, y al poco ella tendría que irse de allí, superar la profunda oscuridad y comunicar a dos padres ya destrozados que su vida había acabado de una vez por todas.

El doctor Chang intercambió una mirada con Goran. Había llegado el momento de establecer con qué tipo de asesino estaban lidiando; si su interés por aquella criatura había sido genérico, o bien terriblemente determinado. En otras palabras, si la niña había padecido abusos sexuales o no.

Todos en la sala experimentaban una contradicción interior que oponía el deseo de que le hubiera ahorrado esa enésima tortura a la pequeña y la esperanza de que, en cambio, eso no hubiera sido así, porque en tal caso tendrían más posibilidades de que el asesino hubiera dejado restos orgánicos que les permitieran identificarlo.

Existía un procedimiento preciso para los casos de violación, y Chang, no teniendo razones para evitarlo, empezó con el historial. Consistía en tratar de reconstruir las circunstancias y el tipo de agresión, pero en ese caso, dada también la imposibilidad de asumir información de la víctima, no había modo de remontarse a los hechos.

La fase siguiente era el examen objetivo. Una valoración física, acompañada de una documentación fotográfica, que procedía de la descripción del aspecto general, hasta la localización de lesiones externas que pudieran señalar que la víctima había luchado, se había defendido.

Generalmente se empezaba marcando y examinando las prendas de vestir. Luego se procedía con la búsqueda de eventuales manchas sospechosas sobre la ropa, filamentos, pelos, hojas… Sólo entonces se pasaba al raspado
subungueal
, que consistía en recoger de las uñas de la víctima, con una especie de palillo, ocasionales restos de piel del asesino —en el caso de que la víctima se hubiera defendido—, o de tierra y fibras varias para identificar el lugar del crimen.

También esa vez el resultado fue negativo. Las condiciones del cadáver —aparte de la amputación del miembro— y de su ropa eran perfectas.

Como si alguien la hubiera lavado antes de meterla en la bolsa.

La tercera fase era la más invasiva e incluía el examen ginecológico.

Chang se proveyó de un colposcopio y empezó a examinar la superficie medial de los muslos para localizar manchas de sangre, esperma u otras secreciones del violador. Después cogió de una bandeja metálica los instrumentos para el examen vaginal, que comprendía un tampón cutáneo y uno para la mucosa. Con las sustancias obtenidas, preparó dos placas de Petri, fijó la primera con Citofix y dejó que la segunda se secara al aire.

Mila sabía que servirían para una eventual identificación genética del asesino.

La última fase era la más cruda. El doctor Chang plegó la mesa de acero, levantando las piernas de la niña sobre dos soportes. Luego se sentó en un taburete y, con una lupa dotada de una particular lámpara ultravioleta, pasó a la localización de posibles lesiones internas.

Tras unos minutos, levantó la cabeza hacia Goran y Mila y sentenció:

—No la ha tocado.

Mila asintió y, antes de alejarse de la sala, se inclinó sobre el cadáver de Debby para quitarle de la muñeca la pulsera de la que colgaba la pequeña llave. Ese objeto, junto a la noticia de que la niña no había sido violada, constituiría la única dote para llevarles a los Gordon.

Nada más despedirse de Chang y de Goran, Mila sintió la necesidad urgente de deshacerse de aquella bata limpia. Porque, en ese momento, se sintió sucia. Al pasar por el vestuario, se detuvo delante del gran lavabo de cerámica. Abrió el grifo del agua caliente, metió las manos bajo el chorro y empezó a frotárselas con fuerza.

Mientras seguía lavándose frenéticamente, levantó la mirada hacia el espejo que tenía enfrente e imaginó en el reflejo a la pequeña Debby, que entraba en el vestuario con su falda verde, la americana azul y el broche en el pelo. Apoyándose en el único brazo que le quedaba, se sentaba en el banco colocado contra la pared y empezaba a mirarla, meciendo los pies. Debby abría la boca y luego la cerraba, como si tratara de comunicarse con ella, pero en realidad no decía nada. Mila habría deseado tanto preguntarle detalles sobre su hermana de sangre, aquella que ya era para todos la niña número seis.

Entonces salió del trance.

El agua del grifo corría. El vapor ascendía en amplias volutas y cubría casi por completo la superficie del espejo. Sólo entonces Mila notó el dolor.

Bajó la mirada e instintivamente sacó las manos del chorro de agua hirviendo. La piel del dorso estaba enrojecida, mientras que en los dedos ya sobresalían algunas ampollas. Mila se las cubrió en seguida con una toalla; después se dirigió al botiquín en busca de vendas.

Nadie debía saber nunca lo que le había pasado.

Cuando abrió los ojos, en primer lugar sintió el escozor en las manos. Se sentó, retomando bruscamente contacto con la realidad del dormitorio que la rodeaba. El armario que tenía enfrente, con el espejo rajado, la cómoda a su izquierda y la ventana con la persiana bajada que, aun así, dejaba filtrar algunas líneas de luz azulada. Mila se había dormido vestida porque las mantas y las sábanas de aquella miserable habitación de motel estaban sucias.

¿Por qué se había despertado? Quizá habían llamado. O tal vez sólo lo había soñado.

Llamaron de nuevo. Se levantó, se acercó a la puerta y la abrió sólo algunos centímetros.

—¿Quién es? —preguntó inútilmente a la cara sonriente de Boris.

—He venido a buscarte. Dentro de una hora dará comienzo el registro en casa de Bermann. Los demás nos esperan allí… Además, he pensado que estaría bien traerte el desayuno —y agitó bajo su nariz una pequeña bolsa de papel que presumiblemente contenía croissants y un café.

Mila se echó un vistazo rápido. No estaba nada presentable, pero quizá eso fuera bueno: desanimaría las hormonas de su colega. Lo invitó a entrar.

Boris dio algunos pasos por la habitación, mirando a su alrededor con aire perplejo, mientras Mila se acercaba al lavabo situado en un rincón para lavarse la cara pero, sobre todo, para esconder sus manos vendadas.

—Este lugar es incluso peor de como lo recordaba —dijo él, y olfateó el aire—. Además, siempre huele igual.

—Creo que es un repelente para insectos.

—Cuando entré a formar parte del equipo, pasé aquí casi un mes entero antes de encontrar un piso… ¿Sabías que aquí cada llave abre todas las demás habitaciones? Los clientes tienen la costumbre de marcharse sin pagar, y el propietario se cansó de tener que reemplazar las cerraduras cada vez. Por la noche, harías bien en bloquear la puerta con la cómoda.

Mila lo miró a través del espejo que estaba sobre el lavabo.

—Gracias por el consejo.

—No, en serio. Si necesitas un sitio más decente donde alojarte, puedo echarte una mano.

Mila le dirigió una mirada interrogativa.

—¿Por casualidad me estás invitando a tu casa, agente?

Boris, incómodo, se apresuró a precisar:

—No, no me refería a eso. Pero podría preguntar por ahí si hay alguna compañera que quiera compartir su piso…

—Espero no tener que quedarme mucho —observó ella, encogiéndose de hombros.

Después de secarse la cara, Mila señaló la bolsa que él le había traído. Casi se la arrebató de las manos, yéndose a sentar con las piernas cruzadas encima de la cama para inspeccionar su contenido. Croissants y café, como había esperado.

Boris se quedó descolocado por ese gesto, y más aún al ver sus manos cubiertas por las vendas, pero no dijo nada.

—¿Hay hambre? —preguntó en cambio, intimidado.

Ella le respondió con la boca llena.

—Hace dos días que no como. Si esta mañana no hubieras venido, dudo que hubiera logrado encontrar las fuerzas para cruzar el umbral.

Mila supo al instante que no debería haber dicho algo así, esa afirmación era un estímulo evidente, pero no encontró otro modo de darle las gracias, y además tenía hambre de verdad. Boris le sonrió, presumido.

—Entonces, ¿cómo te sientes? —le preguntó.

—Me adapto fácilmente, así que bien.

«Aparte de tu amiga Sarah Rosa, que prácticamente me odia», pero eso Mila sólo lo pensó.

—Me gustó tu intuición sobre las hermanas de sangre…

—Un golpe de suerte: me bastó con repescar entre mis experiencias juveniles. Tú también debiste de hacer alguna estupidez a los doce años, ¿no?

Al percatarse del extravío de su colega, que buscaba inútilmente una respuesta, Mila esbozó una sonrisa.

—Estaba bromeando, Boris…

—Ah, claro —dijo él ruborizándose.

Mila dio el último bocado, se chupó los dedos y se abalanzó sobre el segundo croissant de la bolsita, el de Boris, que no tuvo el ánimo de decir nada frente a tanto apetito.

—Boris, dime una cosa… ¿Por qué lo habéis llamado Albert?

—Es una historia muy interesante —afirmó él. Entonces, con soltura, se sentó junto a ella y empezó a explicar—: Hace cinco años investigamos un caso muy singular. Un asesino en serie que secuestra a las mujeres, las viola, las mata estrangulándolas y luego hace que encontremos los cadáveres sin el pie derecho.

—¿El pie derecho?

—Exacto. Nadie entiende nada porque el tipo es también muy preciso y limpio, no deja huellas. Sólo hace esa cosa de la amputación, y golpea al azar… En fin, ya vamos por el quinto cadáver y no logramos pararlo. A llegar a este punto, el doctor Gavila tiene una idea…

Mila había terminado también el segundo croissant y empezó a beberse el café.

—¿Qué clase de idea?

—Nos pide que busquemos en los archivos todos los casos que tengan que ver con pies, incluso aquellos más insignificantes.

Mila mostró una expresión más que perpleja. Luego vertió tres sobres de azúcar en el vaso de poliestireno. Boris reparó en ello y compuso un gesto de disgusto; estuvo a punto de decirle algo al respecto, pero prefirió continuar con el relato.

—Al principio a mí también me pareció un poco absurdo. Bueno, el caso es que empezamos a investigar y resulta que desde hace algún tiempo hay un ladrón que vaga por la zona robando zapatos de mujer de los expositores que están en el exterior de las tiendas de calzado. Normalmente, ahí sólo colocan un zapato por número y modelo (ya sabes, para evitar que los roben), y generalmente es el derecho, para facilitarles a los clientes que se los prueben.

Mila se detuvo con el vaso de café a medio camino, esperando, extasiada, la resolución de aquella original intuición investigadora.

—Vigilasteis las tiendas de zapatos y capturasteis al ladrón…

—Albert Finley. Un ingeniero de treinta y ocho años, casado, dos hijos pequeños. Un chalet en el campo y una autocaravana para las vacaciones.

—Un tipo normal.

—En el garaje de su vivienda encontramos un congelador y, dentro, cuidadosamente envueltos en celofán, cinco pies derechos de mujer. El tipo se divertía poniéndoles los zapatos que robaba. Era una especie de obsesión fetichista.

—Pie derecho, brazo izquierdo. ¡Por eso Albert!

—¡Exacto! —dijo Boris, dándole una palmada en el hombro en señal de aprobación.

Mila se apartó bruscamente, levantándose de la cama de un salto. El joven policía se sintió asombrado e incómodo al mismo tiempo.

—Perdona —le dijo ella. —No pasa nada.

No era verdad y, en efecto, Mila no lo creyó. Pero decidió fingir que era como había dicho él. Le dio la espalda y regresó al lavabo.

—Estaré lista dentro de un minuto y así podremos irnos. Boris se levantó y se dirigió a la puerta. —Tómatelo con calma. Te espero fuera. Mila lo vio salir de la habitación. Luego se miró al espejo. «Dios mío, ¿cuándo acabará esto? —se preguntó—. ¿Cuándo conseguiré dejarme tocar de nuevo por alguien?»

Durante todo el trayecto hasta la casa de Bermann no cruzaron una sola palabra. Es más, al subir al coche, Mila encontró la radio encendida y comprendió en seguida que ésa era una declaración de intenciones sobre cómo se desarrollaría el viaje. A Boris le había sentado mal aquello, y quizá ahora ya tenía otro enemigo dentro del equipo.

Llegaron al cabo de poco menos de una hora y media. La vivienda de Alexander Bermann era un inmenso chalet en medio de la vegetación, en una tranquila zona residencial.

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