Boris casi nunca trataba de hacer caer en contradicción a las personas que interrogaba, porque sabía que el estrés a menudo produce efectos negativos en la declaración, que se debilita así ante los ataques de un buen abogado en el tribunal. Tampoco le interesaban las medias admisiones, ni los intentos de negociación que ofrecían los sospechosos cuando se veían contra las cuerdas.
No. El agente especial Klaus Boris trataba de conseguir sólo la plena confesión.
Mila lo vio en la cocina del Estudio mientras se preparaba para entrar en escena, porque en el fondo se trataba de eso: una representación en la que a menudo las partes se invierten. Valiéndose de la falsedad, Boris penetraría en las defensas de Kobashi. Llevaba la camisa arremangada, una botellita de agua en una mano, y andaba adelante y atrás para calentar las piernas: a diferencia de Kobashi, en efecto, Boris no se sentaría, dominándolo con su corpulencia durante todo el tiempo.
Mientras tanto, Stern lo ponía al día rápidamente sobre cuanto había descubierto acerca del sospechoso:
—El dentista evade parte de los impuestos. Tiene una cuenta offshore en la que ingresa los beneficios en negro de la consulta y los premios de los torneos de golf en los que participa como semiprofesional prácticamente todos los fines de semana… La señora Kobashi, en cambio, prefiere otro tipo de pasatiempo: cada miércoles por la tarde se encuentra con un conocido abogado en un hotel del centro. Sobra añadir que el abogado juega al golf todos los fines de semana con el marido…
Esas informaciones constituirían el gancho del interrogatorio. Boris las degustaría, usándolas en el momento oportuno para hacer derrumbarse al dentista.
La habitación para los interrogatorios había sido preparada mucho tiempo antes en el Estudio junto a los dormitorios. Era estrecha, casi sofocante, sin ventanas y con una única puerta que Boris cerraría con llave en cuanto hubiera entrado junto al sospechoso. Luego se metería la llave en el bolsillo, como hacía siempre: un simple gesto que establecería la posición de fuerza.
La luz de neón era potente, y la lámpara emitía un molesto zumbido; ese sonido también formaba parte de los instrumentos de presión de Boris. El mitigaría su efecto con unos tapones de algodón.
Un falso espejo separaba la habitación de otra salita, con una entrada independiente, para el resto del equipo que asistiría al interrogatorio. Era muy importante que el interrogado estuviera siempre colocado de perfil con respecto del espejo y nunca de frente, puesto que tenía que sentirse observado sin poder corresponder a aquella mirada invisible.
Tanto la mesa como las paredes estaban pintadas de blanco: la monocromía servía para no ofrecerle ningún punto sobre el que concentrar la atención para reflexionar sobre las respuestas. Su silla tenía una pata más corta, y cojearía todo el tiempo para fastidiarlo.
Mila entró en la sala contigua mientras Sarah Rosa preparaba el VSA (Voice Stress Analyzer), un aparato que permitiría medir las variaciones de su voz. Pequeños temblores, asociados a las contracciones musculares, determinan oscilaciones a una frecuencia de entre diez y doce hercios. Cuando una persona miente, la cantidad de sangre en las cuerdas vocales disminuye a causa de la tensión, lo que, por consiguiente, reduce la vibración. Un ordenador analizaría las variaciones en las palabras de Kobashi y desvelaría sus mentiras.
Pero la técnica más importante que el agente especial Klaus Boris usaría, en la que prácticamente era un maestro, era la observación del comportamiento.
Kobashi fue conducido a la sala de los interrogatorios después de haber sido cortésmente invitado, aunque sin previo aviso, a dar explicaciones. Los agentes que debían encargarse de escoltarlo hasta allí desde el hotel en que residía con su familia le ordenaron que se sentara solo en el asiento posterior del coche e hicieron un recorrido más amplio para llevarlo al Estudio y aumentar así su incertidumbre.
Puesto que sólo debía de tratarse de una conversación informal, Kobashi no había solicitado la presencia de un abogado. Temía que dicha solicitud lo expusiera a sospechas de culpabilidad. Y eso era lo que Boris esperaba precisamente.
En la sala, el dentista tenía mal aspecto. Mila lo observó. Vestía pantalones de color amarillo, veraniegos. Probablemente eran parte de uno de los trajes de golf que se había llevado de vacaciones a los trópicos y que ahora constituían su único vestuario.
Llevaba un jersey fucsia de cachemir por cuyo escote se entreveía un polo blanco.
Le comunicaron que al cabo de poco rato llegaría un investigador para hacerle algunas preguntas, a lo que Kobashi asintió, poniendo las manos sobre el regazo en una postura defensiva.
Mientras tanto, Boris lo observaba desde el otro lado del espejo, concediéndose una larga espera para estudiarlo bien.
Kobashi reparó en que encima de la mesa había una carpeta con su nombre. Boris la había colocado allí. El dentista no la tocaría, del mismo modo que nunca volvería la mirada en dirección al espejo, aun sabiendo muy bien que estaba siendo observado.
En realidad, la carpeta estaba vacía.
—Parece la sala de espera de un dentista, ¿no? —ironizó Sarah Rosa, mirando al desventurado del otro lado del vidrio. Luego Boris anunció:
—Bien, empecemos.
Instantes después, cruzó el umbral de la sala de interrogatorios. Saludó a Kobashi, cerró con llave la puerta y se disculpó por el retraso. Dejó claro una vez más que las preguntas que le haría eran solamente para pedirle algunas explicaciones, y finalmente cogió la carpeta de encima de la mesa, la abrió y fingió leer algo.
—Doctor Kobashi, usted tiene cuarenta y tres años, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Cuánto tiempo hace que ejerce la profesión de dentista?
—Soy cirujano ortodontista —especificó—. En cualquier caso, hace quince años que ejerzo.
Boris se tomó algún tiempo para examinar sus papeles invisibles.
—¿Puedo preguntarle cuánto ganó el año pasado?
El hombre dio un leve respingo. Boris había asestado su primer golpe: mediante la referencia a los beneficios aludía a los impuestos.
Como había previsto, el dentista mintió descaradamente sobre su situación económica, y Mila no pudo dejar de notar lo ingenuo que había sido al hacerlo. Esa conversación versaba sobre un homicidio, y las informaciones fiscales que surgieran no tendrían relevancia alguna ni podrían ser transmitidas al Departamento de impuestos.
El hombre también mintió sobre otros detalles, creyendo poder dirigir cómodamente las respuestas. Y Boris lo dejó hacer durante un rato.
Mila conocía el juego de Boris. Se lo había visto hacer a algunos colegas de su antigua escuela, aunque el agente especial lo practicaba a niveles indudablemente superiores.
Cuando un individuo miente tiene que efectuar una labor psicológica para compensar una serie de tensiones. Para hacer más creíbles sus respuestas, está obligado a extraer informaciones verdaderas, ya sedimentadas en su memoria, y a recurrir a mecanismos de elaboración lógica para configurar la mentira que está contando.
Eso requiere un esfuerzo enorme, además de un notable uso de la imaginación.
Cada vez que se cuenta una mentira, hace falta recordar todos los hechos con los que ésta se sostiene en pie. Cuando las mentiras son muchas, el juego se hace complejo. Es un poco como el malabarista que intenta hacer girar los platos sobre los palos en el circo. Cada vez que añade uno, el ejercicio se complica, y él se ve obligado a correr de un lado a otro sin parar.
Es justo entonces cuando más se debilita y se expone.
En el caso de que Kobashi se hubiera valido de la propia fantasía, Boris lo habría comprendido en seguida. El incremento de la ansiedad genera microacciones anómalas, como arquear la espalda, frotarse las manos o friccionarse las sienes o las muñecas. A menudo eso va acompañado de alteraciones fisiológicas como un aumento de la sudoración, agudización de la tonalidad de la voz y movimientos oculares incontrolados.
Pero un especialista bien adiestrado como Boris también sabía que eso sólo son indicios de mentiras, y tienen que ser tratados como tales. Para llegar a la prueba de que el sujeto está mintiendo es necesario llevarlo a admitir sus propias responsabilidades.
Cuando Boris creyó que Kobashi se sentía bastante seguro de sí mismo, pasó al contraataque insinuando en las preguntas elementos que tenían que ver con Albert y la desaparición de las seis niñas.
Dos horas después, Kobashi estaba siendo atacado por una retahila de preguntas cada vez más íntimas e insistentes. Boris había estrechado el círculo a su alrededor, reduciendo así su espacio de defensa. El dentista ya ni siquiera pensaba en llamar a un abogado, sólo quería salir de allí cuanto antes. Por el modo en que se había derrumbado psicológicamente, habría dicho cualquier cosa con tal de recobrar la libertad. Quizá hasta habría admitido ser Albert.
Sólo que no sería la verdad.
Cuando Boris se dio cuenta, salió de la habitación con la excusa de ir por un vaso de agua y se reunió con Goran y los demás en la sala de detrás del espejo.
—No tiene nada que ver —dijo—. Y no sabe nada.
Goran asintió.
Sarah Rosa había vuelto hacía poco con los resultados de los análisis de los ordenadores y los informes del uso de los móviles de la familia Kobashi, que no revelaban nada. Tampoco había elementos de interés entre sus amistades y conocidos.
—Entonces, se trata ciertamente de la casa —concluyó el criminólogo.
¿Quizá la vivienda de los Kobashi había sido el escenario —como en el caso del orfanato— de algo terrible que nunca había salido a la luz?
Pero también esa teoría era débil.
—La casa fue la última construida en la única parcela que quedaba libre en el complejo. La terminaron hace unos tres meses, y los Kobashi han sido los primeros y únicos propietarios —dijo Stern.
Goran, en cambio, no se daba por vencido:
—Esa casa esconde un secreto.
Stern lo entendió de inmediato y preguntó:
—¿Por dónde empezamos?
Goran pensó un instante, luego ordenó:
—Comenzad cavando en el jardín.
En un primer momento trajeron perros rastreadores de cadáveres, capaces de olfatear restos humanos a grandes profundidades. Luego llegó el turno de los radares especiales para sondear el subsuelo, pero sobre las pantallas verdes no apareció nada sospechoso.
Mila observaba trabajar a los hombres, así como la sucesión de aquellos intentos: todavía estaba a la espera de que Chang le dijera la identidad de la niña hallada en la casa para la comparación con el ADN de los padres de las víctimas.
Empezaron a cavar hacia las tres de la tarde. Las pequeñas excavadoras removieron la tierra del jardín, destruyendo la sabia arquitectura de exteriores que tanto trabajo y dinero debía de haber costado. Ahora todo había sido extirpado y acumulado sin respeto sobre los camiones.
El ruido de los motores diesel rompía la quietud de Cabo Alto. Y por si no bastara, las vibraciones producidas por las excavadoras hacían disparar continuamente la alarma del Maserati de Kobashi.
Después del jardín, las búsquedas se desplazaron hacia el interior de la casa. Contactaron con una empresa especializada para levantar las pesadas losas de mármol del salón. Los muros interiores fueron auscultados en busca de vacíos, luego abiertos a golpe de pico. También los muebles padecieron una suerte infeliz: desmontados y seccionados, hasta que estuvieron para tirar. Las excavaciones también se continuaron en el sótano y en la zona de los cimientos.
Había sido Roche quien había autorizado aquella destrucción. El Departamento no podía permitirse fracasar otra vez, ni siquiera a costa de padecer una demanda millonaria por daños. Pero los Kobashi no tenían intención alguna de volver a vivir allí. Cuanto les había pertenecido estaba irremediablemente contaminado por el horror. Venderían la propiedad a un precio inferior al de la compra, ya que su vida dorada nunca volvería a ser la misma con el recuerdo de lo ocurrido.
Hacia las seis de la tarde, el nerviosismo de los presentes en la escena del crimen era palpable.
—¿Alguien quiere parar esa maldita alarma? —gritó Roche señalando el Maserati de Kobashi.
—No logramos encontrar los mandos a distancia de los coches —le contestó Boris.
—¡Llamad al dentista y que os los dé! ¿Es posible que tenga que decíroslo yo todo?
Giraban en el vacío. En lugar de unirlos, la tensión los enfrentaba unos con otros, frustrándolos por la incapacidad de resolver el enigma que Albert había ideado para ellos.
—¿Por qué ha vestido a la niña como una muñeca?
El interrogante hacía volverse loco a Goran. Mila nunca lo había visto así. Había algo personal en el desafío que había asumido; algo de lo que ni siquiera el propio criminólogo se había dado cuenta, y que minaba irremediablemente su capacidad de razonar con claridad.
Mila se mantenía a distancia, enervada por la espera. ¿Qué sentido tenía el comportamiento de Albert?
En los pocos días que había estado en estrecho contacto con el equipo y con los métodos del doctor Gavila, había aprendido muchas cosas. Por ejemplo, que un asesino en serie es un sujeto que mata a intervalos de tiempo variables —de pocas horas a meses y hasta años-, con una compulsión que lo obliga a repetir el comportamiento y que no es capaz de detener. Por eso en su background faltan motivos como la cólera o la venganza. El asesino en serie actúa para repetir una motivación particular, que es la sola necesidad o el placer de matar.
Pero Albert desmentía claramente esa definición.
Había secuestrado a las niñas y las había asesinado de inmediato, una tras otra, para luego mantener con vida sólo a una. ¿Por qué? No obtenía placer del asesinato en cuanto a tal, sino que le servía como instrumento para llamar la atención. Pero no sobre sí mismo, sino sobre otros. Alexander Bermann, un pedófilo. Ronald Dermis, uno igual que él a punto de poner manos a la obra.
Gracias a él, ambos habían sido detenidos. En el fondo, había hecho un servicio a la sociedad. Paradójicamente se podía decir que su mal tenía el bien como fin.
Pero ¿quién era Albert realmente?
Un hombre cualquiera —porque de eso se trataba, no de un monstruo ni de una sombra— que en ese preciso instante se movía por el mundo como si nada ocurriera. Hacía la compra, daba una vuelta por la calle, se encontraba con otras personas —tenderos, paseantes, vecinos— que no imaginaban ni de lejos quién era en realidad.