Lobos (27 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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El microondas funcionaba. Y, después de todo, la sopa no estaba tan mal. O quizá era el hambre lo que la hacía parecer mejor. Con el bol y una cuchara, Mila se retiró al dormitorio, encantada de tener el piso a su entera disposición al menos durante un rato.

Se sentó con las piernas cruzadas sobre el catre. La herida en el muslo izquierdo le tiraba un poco, pero se estaba curando. «Todo se cura siempre», pensó. Entre una cucharada y la siguiente, cogió una fotocopia de la carta de Dermis y se la puso delante. La contempló mientras seguía comiendo. Estaba claro que Ronald había elegido una oportunidad extraordinaria para reaparecer en aquella historia. Sin embargo, había algo que desentonaba en sus palabras. Mila no había tenido el valor de hablarle de ello a Goran porque no creía poder ofrecerle consejos, pero esa idea la había perseguido toda la tarde.

La carta también había sido entregada a la prensa, cosa inusual, por otra parte. Estaba claro que Gavila había decidido acariciarle el ego a su asesino en serie. Era como si le estuviera diciendo: «¿Ves? ¡Te estamos prestando atención!», mientras en realidad sólo quería distraerlo de la niña que mantenía prisionera. «No sé cuánto tiempo podrá resistir el impulso de matarla», había dejado escapar algunas horas antes.

Mila trató de desechar ese pensamiento y volvió a concentrarse en la carta. Le fastidiaba la forma elegida por Ronald para esa misiva. Eso era lo que le parecía que desentonaba. No habría sabido decir por qué, pero el texto centrado en la hoja, en una especie de única línea sin interrupciones, le impedía captar el contenido por completo.

Decidió descomponerlo. Dejó el bol y cogió cuaderno y lápiz.

a los que me están dando caza.

billy era un bastardo ¡un BASTARDO! Y he hecho bien en matarlo lo odiaba nos habría hecho daño porque habría tenido una familia y nosotros no.

lo que me hicieron a mí era peor y NADIE ha venido a salvarme NADIE.

siempre he estado aquí delante de vuestros ojos y no me veíais.

después llegó ÉL. ÉL me entendía, me ha enseñado.

habéis sido vosotros los que queríais verme así ¿no me veíais y ahora me veis? Peor para vosotros al final será sólo culpa vuestra.

yo soy lo que soy. NADIE puede impedir todo esto NADIE.

RONALD

Mila releyó los párrafos, uno cada vez. Era un desahogo cargado de odio y rencor. Iba dirigido a todo el mundo, sin distinciones. Porque Billy, en la mente de su asesino, representaba algo grande, totalizador. Algo que Ron nunca podría tener.

La felicidad.

Billy era alegre, a pesar de que hubiera presenciado el suicidio de sus padres. Billy habría sido adoptado, a pesar de ser un huérfano de serie B. Billy era querido por todos, a pesar de que no tuviera nada que ofrecer.

Matándolo, Ronald borraría para siempre la sonrisa de la cara hipócrita del mundo.

Pero, cuanto más leía Mila aquellas palabras, más se daba cuenta de que las frases que componían la carta parecían, no tanto una confesión o un desafío, sino una serie de respuestas. Como si alguien estuviera interrogando a Ronald, y él no viera la hora de salir del silencio en el que había sido encarcelado durante tanto tiempo, de librarse del secreto que le había sido impuesto por el padre Rolf.

Pero ¿cuáles eran las preguntas? ¿Y quién se las había formulado?

Mila recordó todo cuanto Goran había dicho durante la oración. Eso de que el bien no es demostrable, mientras que del mal tenemos continuos ejemplos. Pruebas. Ronald creía haber hecho una buena acción, una acción necesaria, matando a su compañero. Para él, Billy representaba el mal. ¿Quién podía demostrar que no había hecho lo correcto? Su lógica era perfecta. Porque quizá Billy Moore, al crecer, se habría convertido en un hombre pésimo. ¿Quién podía asegurar que no hubiera sido así?

Cuando era pequeña e iba a clases de catequesis, a menudo Mila se hacía una pregunta. Y al crecer, esa duda no la había abandonado.

¿Por qué un Dios que se supone bueno permite que mueran los niños? Bien mirado, eso era lo que precisamente contrastaba con el ideal de amor y justicia que promulgaban los Evangelios.

Pero quizá el hecho de morir jóvenes es el destino que Dios les tiene reservado a sus peores hijos. Así pues, tal vez también los niños que ella salvaba podían convertirse algún día en criminales, o en asesinos en serie. Probablemente lo que hacía era una equivocación. Si alguien hubiera matado a Adolf Hitler, a Jeffrey Dahmer o a Charles Manson cuando todavía eran unos crios, ¿habría cometido una buena o una mala acción? Sin embargo, sus asesinos habrían sido castigados y condenados por ello, no aclamados como salvadores de la humanidad.

Mila concluyó que el bien y el mal a menudo se confunden; que uno, a veces, es instrumento del otro, y viceversa. «Como se pueden confundir también las palabras de una oración con aquellas delirantes de un homicida», se dijo.

En un primer instante fue el habitual cosquilleo en la nuca, como algo que se acercara desde un lugar recóndito detrás de ella. Luego ese último pensamiento se repitió y, en ese momento, se dio cuenta de que conocía bien las preguntas a las que Ronald había tratado de contestar con su carta.

«Estaban contenidas en la oración de Goran.»

Se esforzó en recordarlas, aunque las había oído una sola vez. Hizo varios intentos en su cuaderno. Se equivocó en el orden y tuvo que empezar de nuevo, pero al final aparecieron allí, delante de sus ojos. Entonces trató de unirlas a las frases de la carta, recomponiendo aquel diálogo a distancia. Al final, lo releyó…

Y todo resultó evidente desde la primera frase. «A Los que me estais dando caza.»

Esas palabras iban dirigidas a ellos, para contestar a los interrogantes que el criminólogo le dictó al silencio…

«¿Por qué tuvo que morir Billy Moore?»

«billy era un bastardo ¡un BASTARDO! y he hecho bíen en matarlo Lo odiaba nos habría hecho daño porque habría tenido una familia y nosotros no.»

«¿De dónde procedía el odio de Ronald Dermis?»

«Lo que me hicieron a mí era peor y NADIE ha venido a salvarme NADIE.»

«¿Qué le ha ocurrido en estos años?»

«síempre he estado aquí delante de vuestros, ojos y no me veíais.»

«¿Cómo ha aprendido a matar?»

«después llegó él. él me entendía. me ha enseñado.»

«¿Cuál es la razón que lo empujó a preferir el mal?»

«habéis sido vosotros los que queríais verme así ¿no me veíais y ahora me veis? Peor para vosotros al final será sólo culpa vuestra.»

«¿Y por qué no pone fin a tanto horror?»

«yo soy Lo que soy. NADIE puede impedir todo esto NADIE.»

Mila no sabía qué pensar. Pero quizá la respuesta a su pregunta estaba contenida a pie de página de la misiva. Un nombre.

Tenía que verificar su suposición de inmediato.

18

Un cielo cubierto aliviaba lentamente de nieve sus nubes violáceas.

Mila logró encontrar un taxi después de haber esperado en la calle durante más de cuarenta minutos. Cuando se dio cuenta de adonde se dirigían, el taxista protestó. Dijo que estaba demasiado lejos y, por la noche y con ese tiempo, nunca encontraría a otro pasajero para el trayecto de vuelta. Sólo cuando Mila se ofreció a pagarle el doble de la carrera, el hombre aceptó llevarla.

Sobre el asfalto ya se acumulaban muchos centímetros de nieve, haciendo vano el trabajo de los hombres que esparcían la sal. Se circulaba sólo con cadenas y la marcha se resentía. En el taxi, el aire estaba viciado, y Mila reparó en los restos de un kebab con cebolla que descansaba sobre el asiento del copiloto. El olor se mezclaba con el de un ambientador de pino colocado justo sobre una de las salidas de la calefacción. Desde luego, no era una buena manera de recibir a los clientes.

Mientras atravesaban la ciudad, Mila pudo reordenar sus ideas. Estaba segura de la bondad de su teoría y, a medida que se acercaba al lugar adonde se dirigía, se fortalecía en su convicción. Pensó en llamar a Gavila para una confirmación, pero la batería de su móvil estaba casi agotada. Así, pospuso la llamada para el momento en que encontrara lo que buscaba.

Dejaron atrás la zona de los enlaces de autopista. Una patrulla de la policía detenía el tráfico en el peaje, obligando a los coches a volver atrás.

—¡Hay demasiada nieve, es peligroso! —repetían los agentes a los conductores.

Algunos camiones habían aparcado en el arcén de la carretera, con la esperanza de reemprender el viaje a la mañana siguiente.

El taxi evitó el bloqueo introduciéndose en una arteria secundaria; también se podía llegar al orfanato sin pasar por la autopista. Probablemente, en el pasado ésa fuera la única manera de hacerlo, y el taxista, por suerte, la conocía.

Cuando llegaron, Mila le pidió al taxista que se detuviera cerca de la cancela; ni siquiera se le pasó por la cabeza pedirle que la esperara ofreciéndole dinero de nuevo. Estaba convencida de no estar equivocada, y que dentro de poco el lugar sería invadido de nuevo por sus colegas.

—¿No quiere que me quede hasta que haya acabado lo que tiene que hacer? —preguntó el hombre cuando se dio cuenta del estado de abandono de aquel lugar.

—No, gracias, puede irse.

El taxista no insistió, se encogió de hombros y dio media vuelta, dejando en el aire una breve estela de kebab con cebolla.

Mila saltó la cancela y recorrió la avenida de tierra hundiendo los pies en la nieve mezclada con barro. Sabía que los policías, por orden de Roche, habían levantado el campamento. También se habían llevado la autocaravana de la unidad móvil. No había nada en ese lugar que pudiera interesar a la investigación.

«Hasta esta noche», pensó ella.

Al llegar frente a la entrada principal vio que el portón, forzado por la irrupción de las unidades especiales, había sido cerrado con una cerradura nueva. Se volvió hacia la casa parroquial, sopesando si el padre Timothy aún estaría despierto.

Había llegado hasta allí, y no tenía más elección.

Se dirigió hacia la vivienda del cura. Llamó varias veces, hasta que una ventana se iluminó en la segunda planta. El padre Timothy se asomó poco después.

—¿Quién es?

—Padre, soy policía. Ya nos hemos visto antes, ¿recuerda? El sacerdote trató de enfocarla mejor entre la espesa nieve. —Sí, claro. ¿Qué quiere a estas horas? Pensaba que ya habían acabado aquí…

—Lo sé, perdóneme, pero necesitaría comprobar una cosa en la lavandería. ¿Me daría las llaves, por favor? —Está bien, en seguida bajo.

Mila ya empezaba a preguntarse por qué tardaba tanto cuando, pasados unos minutos, lo oyó trastear al otro lado de la puerta mientras abría los cerrojos. El sacerdote apareció envuelto en una vieja chaqueta raída por los codos, con su usual expresión benévola en el rostro.

—Pero si está temblando… —No se preocupe, padre.

—Pase dentro a secarse un poco mientras le busco las llaves. ¿Sabe?, han dejado un buen desorden al marcharse.

Mila lo siguió por la casa. El impacto del calor le provocó una inmediata sensación de bienestar.

—Estaba a punto de acostarme.

—Lo siento.

—No pasa nada. ¿Quiere una taza de té? Yo siempre me tomo una antes de dormir, me relaja.

—No, gracias. Querría regresar cuanto antes.

—Tómeselo, le sentará bien. Ya está preparado, sólo tiene que servírselo. Mientras tanto, yo le traeré las llaves.

Salió de la habitación y ella se dirigió hacia la cocina que el sacerdote le había indicado. En efecto, la tetera estaba sobre la mesa. Su perfume se esparcía con el vapor, y Mila no pudo resistirse. Se sirvió una taza y luego le echó abundante azúcar. Entonces recordó el miserable té frío que Feldher les había ofrecido a ella y a Boris en su casa del vertedero. Quién sabía de dónde sacaría el agua para prepararlo.

El padre Timothy volvió con un gran manojo de llaves. Todavía estaba buscando la que necesitaba.

—Mejor ahora, ¿verdad? —sonrió el cura, satisfecho por haber insistido.

Mila le devolvió la sonrisa:

—Sí, mucho mejor.

—Ya está: debería ser ésta la que abre el portón principal… ¿Quiere que la acompañe?

—No, gracias —dijo ella, y en seguida vio que el sacerdote se relajaba—. Pero tendría que hacerme un favor de todos modos…

—Dígame.

Le tendió una tarjeta.

—Si dentro de una hora no he vuelto, llame a este número y pida ayuda.

El padre Timothy palideció. —Creía que ya no había peligro.

—Sólo es una medida de precaución. En realidad no creo que me ocurra nada. Es sólo que no sé bien cómo moverme por el edificio: podría tener un accidente… Además, ahí dentro no hay luz.

En cuanto pronunció esa última frase, Mila se dio cuenta de que no había considerado esos detalles. ¿Cómo pensaba hacerlo?

No había corriente eléctrica y el generador usado para los focos halógenos seguramente habría sido desmontado y trasladado con el resto del equipo.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿No tendrá por casualidad una linterna?

—Lo siento, agente… Pero si lleva un teléfono móvil consigo, podría servirse de la luz de la pantalla. No lo había pensado. —Gracias por el consejo. —No hay de qué.

Justo después, Mila salía de nuevo a la fría noche, mientras que a sus espaldas el cura cerraba uno a uno todos los cerrojos de la puerta.

Subió a lo largo de la cuesta y alcanzó de nuevo la entrada del orfanato. Introdujo la llave en la cerradura y oyó el eco de las vueltas que se perdía en la sala del otro lado. Empujó y luego cerró el enorme portón.

Estaba dentro.

Las palomas reunidas sobre el tragaluz saludaron su presencia con su frenético batir de alas. La pantalla del teléfono móvil emitía un débil resplandor verde que le permitía iluminar solamente una limitada porción de lo que tenía delante. Una oscuridad densa estaba al acecho en los confines de aquella burbuja de luz, lista para desbordarse, para invadirla de un momento a otro.

Mila trató de recordar el recorrido que conducía a la lavandería. Y echó a andar.

El ruido de sus pasos violaba el silencio. Su aliento se condensaba en el aire frío. En seguida se encontró en las cocinas y reconoció el perfil de las grandes calderas de hierro. Luego pasó por el refectorio, donde tuvo que prestar atención para esquivar las mesas de fórmica. A pesar de ello, impactó con la cadera contra una de ellas, lo que hizo caer una de las sillas que estaba apoyada encima. El ruido, amplificado por el eco, fue casi ensordecedor. Mientras la recolocaba en su sitio, Mila vio la embocadura que conducía a la planta inferior por la estrecha escalera de caracol. Se introdujo lentamente en aquellas tripas de piedra y bajó los peldaños, resbaladizos por la erosión del tiempo.

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