Lobos (34 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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—No lo creo, agente especial —fue la respuesta seráfica de Roche.

Boris dio un paso hacia él, mirándolo fijamente a los ojos.

—¿Quiere más complicaciones? Ya es bastante difícil así…

Esa frase podía parecer una amenaza sibilina, pensó Mila. Estaba sorprendida de que Boris se dirigiera a su superior en ese tono. Parecía haber algo entre ellos, que los excluía tanto a Goran como a ella.

Roche miró a Gavila un instante de más: ¿necesitaba un consejo o sencillamente a alguien con quien compartir la responsabilidad de la decisión?

Pero el criminólogo no vio oportunidades al respecto, y simplemente asintió:

—Espero que no nos arrepintamos de ello. —El inspector jefe usó intencionadamente el plural para subrayar la corresponsabilidad de Goran.

En ese momento, un técnico se acercó con un monitor de visión térmica.

—Señor Roche, los sensores han localizado algo en la segunda planta… Algo vivo.

Y la mirada de todos se dirigió de nuevo hacia la casa.

—El sujeto se encuentra en la segunda planta; no se mueve de allí —anunció Stern por radio.

Boris recalcó bien con los labios los números de la cuenta atrás, antes de girar el pomo de la puerta de entrada. La copia de la llave se la había dado el jefe de los guardias de seguridad: había un ejemplar de cada casa, y las tenían por si ocurría una emergencia.

Mila observó la concentración de Boris. Detrás de ellos, los hombres de los equipos especiales estaban listos para intervenir. El agente especial fue el primero en cruzar la puerta, ella lo siguió. Habían desenfundado las armas y, además de las protecciones de kevlar, llevaban gorros con auriculares, micrófono y una pequeña linterna a la altura de la sien derecha. Desde fuera, Stern los guiaba por radio, mientras controlaba en una pantalla los movimientos de la figura detectada por los sensores térmicos. Aquella figura presentaba múltiples gradaciones de color que indicaban las distintas temperaturas del cuerpo, que iban del azul, al amarillo o el rojo. No era posible distinguir su forma.

Pero parecía un cuerpo tendido en el suelo.

Podía tratarse de un herido. Pero, antes de verificarlo, Boris y Mila tendrían que realizar un esmerado registro, según los procedimientos que preveían asegurar primero el entorno.

En el exterior de la casa se habían colocado dos enormes y potentes reflectores que iluminaban ambas fachadas. Pero la luz penetraba débilmente en el interior, a causa de las cortinas corridas. Mila trató de acostumbrar sus ojos a la oscuridad.

—¿Todo bien? —le preguntó Boris en voz baja.

—Todo bien —confirmó ella.

Mientras tanto, donde antes estaba el jardín de los Kobashi se había colocado Goran Gavila, ansioso por fumarse un cigarrillo como no lo estaba desde hacía mucho tiempo. Estaba preocupado. Sobre todo por Mila. Cerca de él, Sarah Rosa visionaba las filmaciones de las cámaras de seguridad sentada delante de cuatro monitores dentro de una unidad móvil. Si de veras había una relación entre aquellas dos casas enfrentadas, dentro de poco lo sabrían.

Lo primero que Mila notó en la casa de Yvonne Gress fue el desorden.

Desde la entrada podía tener una vista completa del cuarto de estar a su izquierda y de la cocina a su derecha. Sobre la mesa había amontonadas cajas de cereales abiertas, botellas de zumo de naranja semivacías y cartones de leche rancia. También había latas de cerveza vacías. La despensa estaba abierta y parte de la comida se hallaba esparcida por el suelo.

Alrededor de la mesa había cuatro sillas. Pero sólo una había sido desplazada.

El fregadero estaba repleto de platos sucios y ollas con restos incrustados. Mila dirigió el haz de su linterna hacia la nevera: bajo un imán en forma de tortuga vio la foto de una mujer rubia de unos cuarenta años, que abrazaba sonriente a un muchacho y a una chica un poco mayor.

En el cuarto de estar, la mesa baja delante de una enorme pantalla de plasma estaba llena de botellas de bebidas alcohólicas vacías, más latas de cerveza y ceniceros que desbordaban de colillas. Un sillón había sido arrastrado al centro de la habitación, y se podían ver señales de zapatos enfangados sobre la moqueta.

Boris llamó la atención a Mila y le enseñó el plano de la casa, dándole a entender que se dividirían para luego encontrarse en la base de la escalera que llevaba a la planta superior. Le indicó la zona tras la cocina, reservándose la biblioteca y el estudio.

—Stern, ¿todo sigue bien en la planta de arriba? —susurró Boris por radio.

—No se mueve —fue la respuesta.

Se dirigieron una señal y Mila se encaminó en la dirección que le había sido asignada.

—Lo tengo —dijo en ese momento Sarah Rosa señalando en dirección al monitor—. Mire esto…

Goran se asomó por encima de su hombro: según la sobreimpresión al margen de la pantalla, aquellas imágenes habían sido tomadas nueve meses antes. La casa de los Kobashi aún estaba en construcción. En la visión acelerada de la videocámara, los obreros vagaban alrededor de la fachada incompleta como hormigas frenéticas.

—Y mire ahora…

Rosa hizo correr un poco la grabación, hasta el ocaso, cuando todos dejaron la obra para irse a casa y volver al día siguiente. Luego puso el vídeo a velocidad normal.

En ese momento se entrevió algo en el recuadro de la puerta de entrada de la casa de los Kobashi.

Era una sombra, quieta, como a la espera. Y fumaba.

El ascua intermitente del cigarrillo desvelaba su presencia. El hombre se hallaba dentro de la casa del dentista y estaba esperando que cayera la noche definitivamente. Cuando estuvo suficientemente oscuro, salió al exterior. Miró a su alrededor, recorrió los pocos metros que lo separaban de la casa de enfrente y entró sin llamar.

—Escuchadme…

Mila se encontraba en el taller de Yvonne Gress, entre telas amontonadas aquí y allá, caballetes y colores esparcidos. Cuando oyó la voz de Goran en el auricular, se detuvo.

—Probablemente hemos entendido lo que ha sucedido en esa casa.

Mila se quedó en espera de la continuación:

—Nos las estamos viendo con un parásito.

Mila no entendía nada, pero Goran aclaró la definición:

—Uno de los obreros ocupados en la construcción de la casa de los Kobashi esperaba todas las tardes al cierre de la obra para luego meterse en la vivienda de enfrente. Tememos que pueda haber… —el criminólogo se concedió una pausa para definir mejor la escalofriante idea— secuestrado a la familia en su propia casa.

El huésped toma posesión del nido, asumiendo los comportamientos de la otra especie. Reproduciéndolos en una grotesca imitación, se convence de formar parte de ella. Lo justifica todo con su amor infecto. No acepta ser rechazado como un cuerpo extraño. Pero cuando se cansa de esa ficción, se deshace de sus nuevos parientes y se busca otro nido que infestar.

Mientras observaba en el taller de Yvonne las señales podridas de su paso, Mila recordó las larvas de Sarcophaga camaria que se retorcían en la alfombra de los Kobashi.

Luego oyó a Stern, que preguntaba:

—¿Durante cuánto tiempo?

—Seis meses —fue la respuesta de Goran.

Mila sintió un nudo en el estómago. Porque durante seis meses, Yvonne y sus hijos habían sido prisioneros de un psicópata que podía haber hecho con ellos lo que había querido. Y además, entre decenas de otras casas, de otras familias, que se habían aislado en aquel lugar para ricos creyendo huir de las cosas malas del mundo, encomendándose a un absurdo ideal de seguridad.

Seis meses. Y nadie se había dado cuenta de nada.

El jardín se podaba todas las semanas y las rosas en los bancales seguían recibiendo los cuidados cariñosos de los jardineros del complejo residencial. Las luces del porche se habían encendido todas las noches, con el temporizador sincronizado con el horario indicado por el reglamento del condominio. Los niños habían jugado con las bicicletas o a pelota en la avenida de delante de la casa, las señoras habían paseado charlando sobre el pan y los peces e intercambiado recetas de postres. Los hombres habían hecho jogging el domingo por la mañana y habían lavado sus coches delante del garaje.

Seis meses. Y nadie había visto nada.

No se habían preguntado el porqué de aquellas cortinas corridas también de día. No se habían fijado en el correo que se acumulaba en el buzón mientras tanto. Nadie había reparado en la ausencia de Yvonne y de sus hijos en los actos sociales del club, como el baile de otoño y la tómbola del 23 de diciembre. Los adornos navideños —iguales para todo el complejo— habían sido dispuestos por los empleados alrededor y sobre la casa, como era habitual, y luego retirados después de las fiestas. El teléfono había sonado, Yvonne y los chicos no habían ido a abrir la puerta cuando alguien había llamado. Sin embargo, nadie había sospechado nada.

Los únicos parientes de los Gress vivían lejos. Pero tampoco a ellos les había parecido extraño ese silencio dilatado durante tanto tiempo.

En todo aquel larguísimo período, la pequeña familia había invocado, esperado, rezado diariamente para recibir una ayuda o una atención que no llegaron nunca.

—Probablemente se trata de un sádico. Y ése era su juego, su diversión.

«Su casa de muñecas», lo corrigió mentalmente Mila, recordando cómo estaba vestido el cadáver que Albert había dejado en el sofá de los Kobashi.

Pensó en toda la violencia que Yvonne y sus hijos habrían sufrido en aquel larguísimo período de tiempo. Seis meses de suplicios. Seis meses de torturas. Seis meses de agonía. Pero, bien mirado, había bastado menos para que el mundo entero se olvidara de ellos.

Y tampoco los «guardianes de la ley» se habían percatado de nada, ¡incluso estando más de veinticuatro horas en alerta!, justo delante de la casa. También ellos eran de alguna manera culpables, cómplices. También ella.

Una vez más, reflexionó Mila, Albert había sacado a la luz la hipocresía de aquella porción del género humano que se siente «normal» sólo porque no suele matar a niñas inocentes cortándoles un brazo, pero que es capaz de cometer otro crimen igual de grave: la indiferencia.

Boris interrumpió el flujo de los pensamientos de Mila.

—Stern, ¿cómo va en la planta de arriba?

—El camino sigue libre.

—Está bien, entonces nos movemos.

Como habían acordado, se encontraron en la base de la escalera que conducía a la segunda planta, la de los dormitorios.

Boris le hizo un gesto a Mila para que lo cubriera. Desde ese momento observarían en el más absoluto silencio para no revelar su posición. Stern estaba autorizado a quebrantarlo únicamente para advertirles en caso de desplazamiento de la figura viva.

Empezaron a subir. También la moqueta que revestía los peldaños estaba cubierta de manchas, huellas y restos de comida. En la pared, a lo largo de la escalera, fotos de vacaciones, cumpleaños y fiestas familiares y, encima, un retrato al óleo de Yvonne con sus hijos. Alguien le había arrancado los ojos a la pintura, quizá fastidiado por aquella mirada insistente.

Cuando llegaron al descansillo, Boris se hizo a un lado para permitirle a Mila que se acercara. Entonces avanzó el primero: diversas puertas entreabiertas se asomaban al pasillo, que, al fondo, giraba a la izquierda.

Tras ese último rincón se encontraba la única presencia viva en toda la casa.

Boris y Mila empezaron a caminar lentamente en esa dirección. Al pasar junto a una de las puertas, Mila reconoció el sonido cadencioso del mensaje en morse que habían hallado en el éter. Abrió despacio la puerta y se encontró frente a la habitación del chico de doce años. Había pósteres de planetas en las paredes y libros de astronomía en los estantes. Delante de la ventana atrancada se veía un telescopio.

Sobre el pequeño escritorio había un diorama de ciencias: la reproducción a escala de un puesto telegráfico de principios del siglo XIX. Consistía en una tablilla de madera con dos pilas secas conectadas, a través de los electrodos y el hilo de cobre, a un disco agujereado que giraba sobre un carrete a intervalos regulares: tres puntos, tres rayas, tres puntos. Todo ello unido con un pequeño cable a un walkie-talkie en forma de dinosaurio. Sobre el diorama había una placa de latón en la que se podía leer

1º PREMIO.

De allí provenía la señal.

El chico de once años había transformado su trabajo de la escuela en una estación transmisora, evitando los controles y las restricciones del hombre que los tenía prisioneros.

Mila movió el haz de la linterna hacia la cama deshecha. Debajo había un cubo de plástico sucio. Luego también vio señales de roces en los bordes de la cabecera.

Justo en el lado opuesto del pasillo estaba la habitación de la chica de dieciséis años. En la puerta, letras de colores componían un nombre: Keira. Mila echó un vistazo rápido desde el umbral. Las sábanas estaban amontonadas en el piso. Un cajón del armario, que contenía ropa íntima, estaba volcado en el suelo. El espejo de la cómoda había sido colocado frente a la cama. No era difícil imaginar la causa. También en este caso, sobre los montantes había señales de roces.

«Esposas —pensó Mila—. De día los mantenía atados a sus camas.»

Esta vez, el cubo de plástico sucio estaba en un rincón. Debía de servir para las necesidades fisiológicas.

Un par de metros más adelante se encontraba la habitación de Yvonne. El colchón estaba mugriento, y sólo había una sábana. En la moqueta se veían manchas de vómito y había esparcidas compresas usadas. En una pared había un clavo que quizá antes había sujetado un cuadro, pero del que ahora colgaba un cinturón de cuero bien visible, mostrando quién mandaba y cómo.

«¡Ésta era tu habitación de los juegos, bastardo! ¡Y quizá de vez en cuando también visitabas a la jovencita! Y cuando te cansabas de ellas, entrabas en la habitación del niño, aunque sólo fuera para pegarle…»

La rabia era el único sentimiento que le habían concedido en esta vida. Y Mila se aprovechaba de ello, obteniéndola ávidamente de aquel pozo oscuro.

Quién sabía cuántas veces Yvonne Gress se había forzado a resultar «atractiva» a ojos de aquel monstruo sólo para retenerlo consigo en aquella habitación y evitar que fuera a desahogarse con sus hijos.

—Chicos, algo se está moviendo —el tono de Stern era de alarma.

Boris y Mila se volvieron simultáneamente hacia el rincón donde acababa el pasillo. No había más tiempo para inspeccionar, así que apuntaron las armas y las linternas en esa precisa dirección, esperando ver recortarse algo de un momento a otro.

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