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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (27 page)

BOOK: Los Altísimos
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—¡Usted no me va a seguir con esas…! —estallo, enfurecido.

Frunce el ceño, apesadumbrado.

—¿Me va a pegar? Si le sirviera de algo, lo dejaría hacer, sin defenderme… —Agrega con voz ronca—: ¡No esta noche, X.! La mano de los Altísimos. Próxima. ¡Juguetes, nada más! No se olvide. En sus peores momentos, recuérdelo: juguetes…

Van sus ojos a un cercano montículo.

—Una historia vulgar, de esas que se ven a diario en la Tierra. ¡Prohibido en Cronn! Yo, como leal cronnio, no puedo aceptarla. Por eso, tómela como una nueva versión. El quiso huir de aquí para olvidar. Ridículo, ¿no? Llegábamos al Sol, y ya sabíamos que en uno de sus planetas vivían los hombres. Me solicitó ayuda. No habría podido negarme, ¿verdad?

Viejo el rostro de L. Me palpitan las sienes.

—Lo vimos desde uno de los Ojos. Estábamos observando Santiago, cuando usted apareció en una esquina, frente a un parque, en un paradero de buses. ¡La idea nació por sí sola!

—¿De quién fue?

—De alguno de los dos… —replica tranquilo—. No tiene importancia. ¡Pudo ser mía! Difícil que él haya tenido ánimos para fraguar algo. Lo teníamos al alcance de la mano. Estábamos en un magnetón, a menos de dos metros de usted. Planeamos rápidamente lo que debíamos hacer.

—¿Y la historia de X.?

—¡Siempre fue un vigía modelo! Así es que aquí nada sospecharon de sus intenciones. ¡Lo demás fue fácil! Yo podía explicarle a D. que X. había huido por razones sentimentales. Por mucho que el viejo se enfureciera, la responsabilidad que le cabía lo obligó a aceptar que usted pasara por X. ¡Claro que ni sospecha que yo pude estar en la combinación!

—Como de costumbre, en lo único que no pensaron fue en mí… —Pasada la furia, un desánimo me quedaba.

—Se pensó en usted. Creímos que en ningún caso saldría perdiendo…

—¡Oh, no, no! Trasplantar a un hombre a otro mundo… ¡Es para morirse de la risa!

Iba a agregar algo más. ¿Qué voy a decir?

—Así es, X. Lo mejor que se puede aprender del prójimo es a prescindir de él. Convivencia, nada más. Es lo único que cuenta. ¡Adiós, X.! No piense demasiado mal de mí. Cuando haya escuchado a los Altísimos…

Se aleja rápido, sin que yo haga nada por detenerlo.

Avanzo por la Cáscara dejando que mis piernas me trasladen hacia donde quieran conducirme.

Habían decidido mi destino con toda naturalidad. Mi imagen: observada desde tres mil millones de kilómetros de distancia, por dos seres que planeaban un rapto.

Me detengo en una pequeña explanada. La silueta de un Máximo avanza hacia mí. Los alrededores desiertos. Tomo asiento en una protuberancia y me distraigo en la observación de la galaxia lenticular, que no tardará en ocultarse. También allí un Hernán Varela lamenta sus frustraciones. No será un desterrado como yo, pero en todo caso se me parecerá. Alrededor de aquellos millones de soles giran planetas donde la vida sigue su curso normal. Y en cada uno de esos mundos hay un Hernán Varela sentado como yo. Millones de Hernán Varelas sentados como él, pensando en los Hernán Varela de todos los mundos habitados. Hernán Varela: sin otra compañía que él mismo.

El extremo inferior del enjambre desaparece de pronto, absorbido rápido por el horizonte. Como si una nubecilla negra fuese escondiéndolo de mis ojos. El horizonte —una saliente de él, tal vez la cumbre de una montaña— rasga la galaxia a gran velocidad. La aguzada cima de un monte. No separo los ojos del cúmulo estelar. Me consuela mirarlo. Ya la cumbre lo ha ocultado casi por completo. Vuelve la nostalgia. A mi izquierda, la figura del Máximo se acerca. Es Mh.: con el rabillo del ojo distingo su sello identificador. ¡De un salto me pongo en pie! La galaxia aún se halla muy por encima en lontananza. ¡Y en la Cáscara no existen montañas de picachos agudos! Con siniestra celeridad la nube tapa la mitad del enjambre titilante. Fascinado, retrocedo dos o tres pasos.

Tambaleo. Un alarido se atasca en mi garganta.

—¡Meteoros! —Doy varios pasos más, hasta que tropiezo y caigo. Me enderezo, impulsado por un resorte. A tientas, acometido por un temblor incontenible, enciendo el transmisor.

—¡Meteoros…! —El aullido me ensordece dentro de la escafandra. Retrocedo sin separar los ojos del cielo. Un manto de tinta china cubre raudo las motitas de las vecinas galaxias.

—¿Quién habla? ¿Qué pasa? —Preguntas enloquecidas. De todas partes.

—¡Meteoros!

Corro desalado. Se ciernen sobre mi cabeza, millones. No tardarán en sepultarme. Gritos de personas despavoridas llenan mi cabeza. ¡A diez metros empiezan a caer! Me paro en seco, al lado de un paredón bajo. A unos cincuenta metros forma una saliente. Desorbitado, la respiración paralizada, comienzo a barbotar:

—¡Muertos!

Revienta mi cerebro con un solo alarido de horror lanzado por mil cronnios. Doy media vuelta.

Trastabillo. Los restos humanos se deshacen a mis pies. Se amontonan con furia. Una impenetrable cortina.

¡Mh….! Agita los brazos. Se encoge en un inútil e infantil esfuerzo por guarecerse de la lluvia. ¡Y se desintegra en una explosión líquida! Un espeso torrente, en el cual se hunden los proyectiles. Me envuelve, me arrastra, me estrella contra el paredón. Me atasco en la saliente que divisara segundos antes. Me incrusta allí el caudal, formado por la atmósfera de Mh., y me cubre por entero. El territorio ha sido cubierto de restos. Continúan cayendo incesantes.

Antes de desvanecerme alcanzo a divisar, apenas iluminado por la fosforescencia que emana de la sangre del Máximo, un esqueleto semienvuelto en harapos. A un metro. Sobre la cumbre de un montón de despojos. En medio de la pesadilla, mi cerebro se puebla de estrellas que danzan enloquecidas.

Las estrellas se apagan una a una.

XXX

¿Cuánto duró? Medio día, creo. El hecho es que, al despertar, un agudo dolor me perfora el pecho. Silencio y oscuridad. El silencio que la muerte provoca. Me agito balbuciente, gimiendo palabras inconexas, reprimiendo el dolor, la cabeza repleta de palpitaciones y luces que centellean.

Ajeno a mí mismo, convertido en un despojo que ni piensa ni siente, que ni siquiera logra determinar su posición. Mis miembros no parecen apoyarse en nada: flotan en el vacío o en un lago invisible. Aguas que no mojan. Sin conciencia de qué me rodea, respirando apenas, el aire penetra en mi pecho como un millar de agujas que me clavan. Pasan así las horas o los minutos o los segundos. Vuelvo a la vida con exasperante lentitud. Tomo contacto con algo duro, áspero. Una cosa sólida, cuya solidez se ha materializado contra esa parte de mi cuerpo. No es el traje espacial, hecho de placas rígidas pero elásticas, sino un muro: algo semejante. Presiento su espesor y masa.

Ha detenido mi cuerpo en la avalancha. Está a mis espaldas.

Mis omóplatos me ponen en contacto con la realidad. Están apoyados contra la dura corteza. Sí: me encuentro sentado sobre mi pierna izquierda, encogido en una concavidad natural, estrecha, que escasamente me da cabida. Así, con gran lentitud, con extraordinaria lentitud, tomo conciencia de mi situación. Estoy sentado: a mis espaldas, la Cáscara; encima, una protuberancia de la misma, que hace las veces de techo; a la izquierda, la Cáscara de nuevo, que forma de este modo el angosto nicho.

¿Y al frente? ¿Y a la derecha? «Eso». Lo que cayó del cielo. Casi he olvidado qué es. Emito un gemido y muevo la cabeza. Oscuridad. ¿Estoy sepultado? Tengo los ojos abiertos, y, sin embargo, nada veo. Echo la cabeza atrás, hasta apoyar la escafandra en la Cáscara. Y entonces. Una claridad leve, casi imperceptible, se destaca en las tinieblas. Ávidamente concentro la vista a través de la fisura. Una nubecita blanca, muy tenue, que parece impulsada por una brisa, se mueve allá lejos, contra una negra bóveda. ¡El cielo! El vacío intergaláctico, desierto, inhóspito, con sólo una nubecilla cósmica distante millones de años-luz, una remota concentración de soles disfrazados de neblina. ¡La lluvia ha concluido! Vuelvo a gemir recordando. Y «eso» está ahí, a pocos centímetros.

¡Tan próximo, que mi rodilla derecha está en contacto con él! Respiro levemente: mi respiración es el único rumor que mis oídos perciben.

Y recuerdo algo más: los micrófonos están abiertos. Por lo menos lo estaban antes de desmayarme. Es posible que el golpe haya estropeado los instrumentos o que nadie, en el sector 517, haya escapado con vida. Nadie, salvo yo. Todos muertos. ¿Y L.? ¿Qué me había dicho L.? Los Altísimos hablarían esa noche.

La galaxia desaparece tras un rincón de la ventanilla. ¡Los Altísimos hablaron! L. no se había equivocado. La voz. Pero, ¿de dónde vino la lluvia? ¿Y esos despojos?. Me agito débilmente. Vuelvo a gemir. Y al moverme, descubro que estoy sentado en algo resbaloso, en algo al parecer líquido.

Algo untuoso. Aquella sustancia me llega a la cintura. Es espesa: forma una verdadera charca en mi derredor. La repugnancia me encoge la boca del estómago. Todo mi organismo se contrae con un asco espasmódico. El líquido de Mh., mezclado con su sangre, quizá el mismo que me salvara la vida al envolverme en una gruesa capa protectora, se ha empozado en torno a mí. Resbalando pesadamente en la densa materia trato de incorporarme, mientras el sudor empapa mi rostro. Me duele el pecho a cada esfuerzo que hago. De pronto, al apoyarme en falso en una saliente jabonosa, vuelvo a caer en la charca.

Ya me quedan pocas fuerzas. Comprendo que, si no soy capaz de hacer un acopio de ellas para la embalada final, me quedaré allí, sumido en el pantano. Hasta que el aire se me agote. El instinto me anima a sobreponerme. Me advierte un peligro cercano. Medio desvanecido, sintiendo martillazos en el cerebro y alfilerazos en el pecho, insisto en enderezarme. A tientas alargo una mano en busca de un punto de apoyo.

—¡Tengo que salir! ¡Tengo que salir de aquí! —Me incorporo, luego de un titánico despliegue de energía. He llegado al extremo del agotamiento, pero ya estoy de rodillas. Un lamento, mezcla de gemir doloroso y risa histérica, contrae mi rostro—: D. me ayudará… a burlar… al Identificador…

¡Debo salir!

Esa idea contribuye a darme alientos. Estiro la mano. Me aferró de algo indefinible que cuelga hacia el interior del socavón. Debe ser un brazo o una pierna. Me agarro de él, y me arrastro algunos centímetros. Mi punto de apoyo cede por momentos. Forcejeo. Saco fuerzas no sé de dónde, y poco a poco comienzo a deslizarme por el respiradero. Pero mi suelo no es sino una capa de miembros humanos, que ceden y se hunden silenciosos. Me detengo unos instantes a tomar aliento. Apoyo mi pecho en los que allí descansan, sin pensar en mi situación ni en la de los que me sirven de sostén.

Una oscuridad material se precipita sobre mí en negras oleadas. Me mareo. Semiinconsciente, los párpados pesadísimos, dispuestos a cerrarse en la primera oportunidad. Ni siquiera se me ha ocurrido encender las luces.

Llego por fin a lo que debe ser la superficie. A mis espaldas se alza la colina cuya pared me protegiera, libre de restos al parecer. Aquellos se han acumulado en los bajos de la Cáscara, luego de resbalar y rebotar en las arrugas, rellenando hondonadas y valles. Alcanzo el flanco de la colina y comienzo a subir.

Una hora. La cumbre del montículo. He hecho la mayor parte del trayecto reptando, aprovechándome de la más mínima aspereza del terreno para apoyarme. Dificultado por la rigidez de mi traje. Por último hago una breve pausa y miro al cielo. Está de nuevo despejado. Las galaxias prosiguen en su inmutable avanzar. La grande, aquella que me revelara la catástrofe, ha desaparecido tras el horizonte. Me pongo de rodillas. Mediante ímprobos empeños consigo mantenerme en pie, sin sentir mis piernas.

En medio de la oscuridad presiento que todos los alrededores se encuentran cubiertos de cadáveres. Tiemblo. Se doblan mis rodillas, y caigo a tierra.

Súbitamente escucho a lo lejos, a través de los audífonos, un diálogo indefinido. Veloz, escruto el espacio. Son voces excitadas. El radiorreceptor de mi traje no es de mucho alcance.

—¡Auxilio! —grito con un último acopio de energía.

—¿Quién habla?

—¡Aquí estoy…!

—¿Dónde?

—¡Al sudeste del 517!

—¿Está herido?

—¡No, no!

—¿Puede caminar?

—¡Sí!

—¡Trate de subir a una cumbre! ¡Apúrese! ¡Tenemos dos minutos para localizarlo!

—¡Estoy en una cumbre!

El diálogo se interrumpe por algunos segundos. La radio. No estaba cortada. Al dar la alarma había abierto todos los canales, de modo que mis gritos llegaran a casi todas las estaciones.

Las voces de varios hombres se aproximan veloces. Lanzo una ojeada circular al cielo, de bruces como estoy, entorpecidos mis movimientos por la escafandra. Violentos escalofríos me sacuden.

—¡Ilumine su traje!

¡Me había olvidado de aquel detalle! Torpemente doy contacto a la fosforescencia.

—¡Allí! —No disimula la voz su tono de alivio—. ¡Ya lo tenemos!

En el cielo aparece la imagen de una esferonave que se agranda en fracciones de segundo.

Acezando, agudizados los dolores del pecho, me paro y, como una marioneta, vuelvo a caer.

—¡Ánimos! ¡Ya llegamos!

No veo a los cronnios que desembarcan y me trasladan al navío.

—¡Qué a tiempo! ¡En cuarenta segundos más se cierran las salidas! Cronn se desembaraza de esto.

—¿Qué pasó…? —Muy débil, inconsciente casi, aflora la pregunta.

—Nos trajeron al lugar donde fueron expulsados hace algunos siglos los cadáveres de la otra raza…

El «nos trajeron» era de por sí elocuente. La antirraza. Yo, como nuevo cronnio, pertenezco a ella. Después de haber introducido la mutación, causante de la alergia racial, Ellos llevaron a Cronn, para satisfacer alguna venganza (la creación de los Máximos y Mínimos, como me dijera L.), a la misma región del espacio donde fueron lanzados los miles de millones de víctimas producidas por su odio. Hicieron llover sobre los nuevos cronnios, sobre las cabezas de los involuntarios asesinos, una nube de muertos. Una galaxia que se mantuvo flotando en el vacío durante noventa siglos para un día precipitarse sobre sus matadores desde el tiempo y el espacio. A eso se debió la larga espera de Cronn. Lentamente su fuerza de gravedad atrajo la nube que navegaba en aquel vacío sin estrellas.

Comprendía ahora, recostado en una camilla de la nave salvadora, que se hundía en las entrañas del sistema, el porqué del fatalismo cronnio. Un enemigo invisible y omnipotente, contra el cual ni siquiera podía intentarse luchar.

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