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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos

BOOK: Los Altísimos
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Hernán Varela despierta en una clínica de Santiago. Todo lo que le rodea es normal salvo una pequeña ventana que se abre en el muro, y que luego desaparece sin dejar rastros. De esta manera comienza la acción de “ Los Altísimos”, la primera obra chilena de ciencia ficción, que lo es no solo por ampollarse en los campos contemporáneos del genero, sino por reflejar - mediante un ágil y eficiente dialogo, y un sentido preciso de lo irreal - lo que podría ser un mundo organizado y dirigido por la inteligencia de las maquinas y el poder ignoto de otra inteligencia: la de los Altísimos. ¿Por que Hernán Varela simple empleado de Acomsa, se transforma en “X”? ¿Donde se encuentra el lejano o cercano Cronn? ¿Quién guiara a “X” por el alucinante mundo de los nueve círculos? ¿Que acechan los Vigías?¿ Y los Técnicos, de impasible y hieráticos rostros? ¿Qué cuidan con tanto sigilo los Máximos? ¿Todas estas preguntas remontaran hasta la pregunta definitiva: ¿quiénes son los Altísimos?

Hugo Correa

Los altísimos

ePUB v1.0

Lecram / OZN
15.03.12

Título Original: Los Altísimos,

publicado por Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1973 (Segunda Edición).

Primera Edición: 1959.

© 1973 por Hugo Correa.

Edición Digital de Arácnido.

A la memoria de mi padre

Nos engañamos con la idea que habitamos en la superficie de la tierra; lo cual es

cabalmente como si un ser vivo que estuviese en el fondo del mar imaginara que estaba

en la superficie del agua, y que el mar era el cielo a través del cual veía el sol y las

demás estrellas, no habiendo llegado nunca a la superficie a causa de su debilidad y

pereza, y no habiendo jamás alzado la cabeza, ni sabido, ni oído de alguien que hubiese

visto cuanto más puro y bello que el suyo es el mundo de arriba.

PLATÓN, Fedón o Del Alma

I

Abro los ojos. Estoy recostado en una cama, de espaldas, tapado hasta el pecho. Voy distinguiendo cosas: paredes de un color verde oscuro, limpias y relucientes. A la izquierda, próxima al rincón, una puerta con una ventanilla. Detrás de la ventanilla, la noche.

La luz viene de la derecha, de una lámpara con una ampolleta esmerilada. Sin saber por qué su descubrimiento me produce alivio. Algo hay de poco común en el resto de la pieza. Ni el más leve rumor altera el aire.

Una persona se aproxima al lecho por la izquierda. Es un hombre joven, de unos treinta años, que viste uniforme blanco, cerrado hasta el cuello. Alto, delgado, con ojos de penetrante mirar. Lleva la cabeza descubierta, y su pelo negro contrasta con la blancura de su piel. Sus facciones son correctas, de rasgos definidos, e irradian una calma desconcertante.

—¿Cómo se siente? —La pregunta, en tono seco, apenas interrumpe el silencio.

—Pues…, no lo sé —respondo, con voz casi inaudible— ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy?

El hombre arrastra una silla, hasta ahora oculta de mi vista por el velador.

—En una clínica. Ha tenido una intoxicación alcohólica, bastante grave. Whisky falsificado —replica presto. Habla con un leve acento extranjero, tan leve, que bien podría deberse a la dureza de su pronunciación—. Estuvo muy mal, pero ya pasó el peligro. Sin embargo, no puede recibir visitas ni comunicarse con otras personas, mientras el médico no lo permita.

—¿No es usted el médico?

—No. —Seco, cada vez más seco—. Pero estoy autorizado para estar en contacto con usted y atender sus necesidades más inmediatas.

Se me antoja que el diálogo se ha suscitado entre el desconocido y otra persona ajena a mí.

¿Quién soy yo? Hernán Varela me llamo, sin duda. ¿Por qué he venido a parar a esta clínica?

Simplemente porque he bebido un licor adulterado. Intoxicación, sí, intoxicación alcohólica…

Deseo incorporarme. Hace un gesto negativo el otro. Descubro que el mínimo esfuerzo desplegado me produce malestar. Como si de insistir en la tentativa pudiera deshacerme.

—Aún está débil —dice el hombre—. Los efectos de la intoxicación son largos. ¡Es preciso tener paciencia!

Sonrío con debilidad.

—¿Cómo se llama usted?

—L. —replica, secamente—. Llámeme así, L.

—¿Desde cuándo estoy aquí?

—Desde anoche.

—¿Es miércoles hoy, entonces?

—Sí, miércoles —me informa, sin vacilar.

Miro el techo, y me quedo, la mirada fija en él, sin hablar. Intento concentrarme en mis recuerdos. Todos muy lejanos. Miércoles. El rostro de una mujer adquiere forma en mi mente.

Luego su cuerpo. Después, escenas de baile en restaurantes y boites. Yo era el que bailaba, evidentemente. ¿Y después? Existe un viaje en auto de por medio. Más adelante, una intoxicación.

Nada más. ¡Ah! La mujer se llamaba Raquel.

Se tornan borrosos mis pensamientos. Un mareo o un vahído, pero sin que sea ninguna de las dos cosas. Como si me hubiese separado en dos. Enmudezco mientras me parece flotar sobre la cama, apartado de todo. L. nada dice. Mantengo los ojos entrecerrados, sin saber qué hacer ni qué decir. Sé que nadie podrá ayudarme.

Una vez más, el silencio. Ignoro si aquella impresión pasará, o si, por el contrario, el yo desintegrado continuará escapando de a poco. Luego comienzo a sentirme envuelto en el silencio.

Voy flotando, flotando en un mundo blanquecino, lleno de aristas que me van mutilando. Aristas suaves, cuyas escisiones no me producen dolor. Y el silencio pesa cada vez más. Se ha materializado en una cosa informe, sin conciencia ni misericordia, que permanece agazapado. Me hundo en esas regiones sin ruidos, como un barco rodeado por una espesa niebla, navegando en un mar inmóvil. Y entonces… Una campanada o algo como una campanada, que parece brotar de todas partes, de todo cuanto me rodea, interrumpe la quietud. Es un son fantástico, ni muy penetrante ni muy opaco, el cual no proviene de una fuente determinada, sino de millones de focos pequeñísimos que resuenan al unísono. Forman un único sonido, amplio, vibrante, que todo lo penetra. Como una laguna quieta en la cual ha caído una piedra. La campanada provoca miles de ondas concéntricas que se alejan del foco, yendo a morir en las riberas del infinito una tras otra.

Rápido, abro los ojos. Con un rumor de hojitas secas, mis yoes se reintegran en lo poco que resta de Hernán Varela. Allí está L., observándome.

—¿Qué…, qué fue eso?

—¿El qué? —Me mira con curiosidad.

Quedo escuchando: nada se oye, como al principio.

—Pues…, me ha despertado un campanazo. Un ruido raro, que parecía venir no sé de dónde.

¡Estoy seguro que lo oí!

Una expresión de duda aparece en su ceño.

—¡No he oído nada! Es probable que lo haya soñado.

—Pero fue precisamente ese ruido el que me despertó. Juraría que no fue un sueño.

Su voz se endurece:

—A veces, como consecuencia de las intoxicaciones, se producen fenómenos sicológicos. Nos parece oír ruidos, conversaciones y hasta gritos. ¡Algo así le ha sucedido!

—¿Qué fue de ella?

Basta eso para que entienda.

—Está perfectamente. No hubo necesidad de hospitalizarla.

Se me producían chispazos de lucidez:

—¿Cómo llegaron ustedes al departamento?

—Fernando Mendes llamó para allá, y usted, que se sentía muy mal, le pidió ayuda.

El silencio, siempre al acecho, se acentúa. No es un silencio ominoso ni inquietante. Es, simplemente, una ausencia de ruidos. Algo que parece natural, como si fuese una calidad intrínseca del lugar.

—¿Tiene hambre?

Asiento con desgano. Toca un timbre y aguarda unos instantes. En seguida se dirige al rincón de la izquierda. Se ha abierto una ventanilla en el muro. Le oigo conversar en voz baja con otra persona. Me es imposible oír qué dicen. Se queda allí, esperando algo.

—Estoy preocupado por Fernando Mendes. —Mi comentario resulta falto de entusiasmo—.

Usted debe saber que soy su representante para Chile. Además, es mi mejor amigo.

Vuelve con una bandeja, en la cual hay un plato de ensalada surtida con un filete. Se me abre el apetito. Ayudado por L. me siento en la cama, experimentando, al hacerlo, un pequeño mareo.

Tengo la fugaz impresión de estar al borde de un abismo, lo cual me provoca vértigo. Cierro los ojos y la sensación pasa.

L. se queda mirándome comer por un rato.

—Ha dicho usted que Mendes es su mejor amigo. ¿Por qué piensa que es así?

La pregunta suena rara. Dejo de comer, y, a mi vez, lo miro. Sereno, sostiene mi mirada.

—Bueno…, Fernando Mendes ha hecho mucho por mí.

¿Le contaría todo? A pesar de su frialdad aparente, inspira confianza. Los días que precedieron al accidente fueron de una actividad enervante. Viví en un mundo casi irreal. Y, ahora, aquella clínica… Indudablemente, el poder sincerarme con alguien, por desconocido que fuese, me probaría bien. Hasta ese instante, a nadie le había hecho confidencias de mi espectacular cambio de fortuna.

—¿Qué hizo Mendes por usted? —L. es muy diplomático. ¡Ni que hubiese esperado el término de mis conjeturas!

He concluido la colación. Recoge L. la bandeja y va a la ventanilla. Cuando regresa noto que, más allá de él, en el muro, el ventanuco ha desaparecido. ¡No se divisan ni rastros de él! En cualquiera otra ocasión habría sentido curiosidad por averiguar las causas de una desaparición tan completa. La oscuridad del rincón, donde la luz de la lámpara apenas alcanza, no permite ver mayores detalles.

—¡Ah! Me olvidaba… —Me recuesto, hundiendo la cabeza en la almohada—. Sí: Mendes me ayudó a surgir. Antes de conocerle, yo era un simple empleadillo en Acomsa. Le caí en gracia, pues me encontraba parecido a un amigo suyo, un muchacho francés de apellido Lemaire…

Hacía sólo diez días que Fernando Mendes me abordara en la calle. Volví a ver su rostro barbudo y a oír su voz franca:

—Perdone que me presente así, sin mayores etiquetas. ¡Resulta que usted es igual a un gran amigo mío!

Sostuvimos un corto diálogo. De inmediato tuve la impresión de haber visto antes al brasileño.

Pero su reciente llegada a Chile, país que visitaba por primera vez, me sacó de mi error. Deduje, por lo tanto, que Mendes se parecía de manera notable a algún conocido mío. Aún en sus gestos y en su modo de ser se advertía dicha semejanza.

A los tres días de conocerlo, Mendes me ofrecía la representación de sus intereses en Chile.

Cruzaba yo por una etapa de decaimiento moral agudo, cuyo punto crítico se produjo por esos mismos días. Me parecieron entonces naturales las razones por él expuestas para darme esa responsabilidad. Hallar a una persona casi idéntica a un viejo amigo no era un mal motivo para que el brasileño, hombre de pocas relaciones en Chile, experimentara una inmediata simpatía por mí.

Me lancé impetuoso a la nueva vida. Con el ímpetu del nuevo rico. Entonces inicié mis salidas con Raquel, mi secretaria en Acomsa.

Hasta esa parte recordaba con precisión. Después, las imágenes se tornaban borrosas.

—Es un buen motivo para que él lo haya elegido como su hombre de confianza. ¡Una razón sentimental bastante decisiva!

Notable me parece la rapidez con que L. traduce sus ideas. Su lenguaje es fluido, sin vacilaciones. Larga sus frases como quien repite un guión.

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