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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (19 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—¿Sabe qué le digo, señor Pendergast? Que vaya a hacer los trámites, y luego vuelve. ¿Le parece bien?

—Tardaría demasiado —dijo el tal Pendergast—, y retrasaría mucho la autopsia. Le agradecería mucho que nos permitiera observar.

Por alguna razón, su tono de voz insinuaba una dureza para nada acorde con lo melifluo del acento y lo educado de las palabras. Dowson vaciló.

—Oiga, con todo mi respeto…

—Con todo mi respeto, doctor Dowson, no estoy de humor para pasarme el día con cumplidos. Adelante con la autopsia.

La voz había adquirido una frialdad como de hielo seco. Dowson se acordó de que estaba en marcha la cámara de vídeo, y miró de reojo a la enfermera. Intuía claramente la posibilidad de ser humillado por aquel individuo, cosa que no daría una buena imagen de él ni sería buena para su expediente. A fin de cuentas se trataba de un agente del FBI. En cuanto a él, estaba cubierto, puesto que le habían filmado pidiéndole autorización.

Suspiró.

—Usted mismo, Pendergast. Póngase gorro y guantes. Y el sargento también.

Esperó a que hubieran vuelto. Entonces retiró la sábana mediante un sólo movimiento. El cadáver estaba de espaldas: rubia, joven y fresca. El frío de la noche había evitado su descomposición. Dowson acercó la boca al micro y empezó la descripción. El agente del FBI miraba el cadáver con interés, pero Dowson se dio cuenta de que el poli de uniforme empezaba a estar incómodo, porque cambiaba de punto de apoyo y apretaba mucho los labios. Sólo le faltaba alguien vomitando.

—¿Aguantará? —le preguntó en voz baja a Pendergast, refiriéndose al poli con un gesto de la cabeza.

Pendergast se giró.

—Sargento, no hace falta que lo vea.

El poli tragó saliva, desplazó su mirada desde el cadáver a Pendergast y volvió a fijarse en la muerta.

—Voy a recepción.

—Cuando salga, tire el gorro y los guantes al cubo de la basura —dijo Dowson con una satisfacción cargada de sarcasmo.

Después de ver marcharse al policía, Pendergast se giró hacia Dowson y dijo:

—Le aconsejo que antes de efectuar la incisión en Y dé lavuelta al cadáver.

—¿Y eso por qué?

Pendergast señaló los documentos con la cabeza.

—Página dos.

Dowson lo cogió y pasó la primera página. «Laceraciones abundantes. Heridas profundas de arma blanca.» Al parecer, la joven había recibido varias puñaladas en la parte inferior de la espalda. Eso, o algo peor. El informe de la policía era tan refractario como de costumbre a la averiguación de lo ocurrido desde el punto de vista médico. No le habían asignado el caso a ningún forense. Estaba calificado como de prioridad baja. Por lo visto, la tal Doreen Hollander era una doña nadie.

Volvió a colgar la tablilla.

—Sue, ayúdame a girarla.

Dieron la vuelta al cadáver, dejando la espalda a la vista. La enfermera retrocedió, y estuvo a punto de gritar. Dowson miraba con cara de sorpresa.

—Parece que se haya muerto en el quirófano, durante una operación para quitarle un tumor de la columna.

¿Otra metedura de pata de los de abajo? La última semana, sin ir más lejos, se habían confundido al adjuntar los documentos, y no con uno, sino con dos cadáveres. No obstante, Dowson se dio cuenta enseguida de que no era ninguna muerte hospitalaria, porque la herida, que ocupaba toda la parte inferior de la espalda y la zona del sacro, tenía tierra y hojas pegadas.

—Raro, francamente raro.

Extremó su atención, y empezó a describir la herida ante la cámara esforzándose por que no se le notara la sorpresa en la voz.

—A primera vista no se ajusta a las heridas de arma blanca aleatorias que describe el informe. Presenta el aspecto de… de una disección. La incisión, suponiendo que lo sea, arranca unos veinticinco centímetros por debajo del homóplato y unos dieciocho por encima de la cintura. Parece que le hayan extraído la cola de caballo entera, empezando por Ll y terminando por el sacro.

Al oírlo, el agente del FBI se giró bruscamente hacia él.

—La disección comprende el
filum terminale
, —Dowson se agachó un poco más—. Enfermera, pase la esponja por aquí.

La enfermera retiró algunos restos de suciedad de alrededor de la herida. El silencio era absoluto, a excepción del zumbido de la cámara, y, en un momento dado, el ruido de las ramas y las hojas al deslizarse hacia el canalillo de la mesa.

—Falta la médula espinal, concretamente la cola de caballo. Ha sido extraída. La disección se extiende periféricamente hacia el neuroforamen, y a la apófisis transversa. Enfermera, irrigue Ll y L5.

La enfermera obedeció con prontitud.

—La… mmm… disección retiró la piel, el tejido subcutáneo y la musculatura paraespinal. Al parecer, se utilizó un retractor autoestático. Veo las marcas aquí, aquí y aquí.

Señaló con cuidado las diversas zonas, para que se viera en el vídeo.

—Se han extraído las apófisis espinosas y las láminas, además del ligamento amarillo. La dura sigue presente. Se observa en ella una incisión que va de Ll hasta el sacro, y permite la extracción completa de la médula. A juzgar por su aspecto, se trata de una incisión… muy profesional. Enfermera, el microscopio.

La enfermera trajo uno grande sobre ruedas, y Dowson inspeccionó deprisa las apófisis espinosas.

—Parece que se haya utilizado un
rongeur
para extraer las apófisis y las láminas de la dura.

Se puso derecho y se secó la frente con la manga de la bata. No se trataba de ninguna disección estándar, como la que pudiera hacerse en la facultad de medicina, sino de algo más parecido a las prácticas de los neurocirujanos en las clases de neuroanatomía avanzada.

De repente se acordó del agente del FBI, Pendergast, y le miró de reojo para observar su reacción. Durante las autopsias había visto a mucha gente impresionada, pero nada parecido a la expresión de aquel hombre, que más que impresionado parecía la muerte en persona, tal era la mala cara que ponía.

El agente tomó la palabra.

—Doctor, ¿me permite que le interrumpa con unas cuantas preguntas?

Dowson asintió.

—¿La disección fue la causa de la muerte?

A Dowson no se le había ocurrido pensarlo. Tuvo escalofríos.

—Si la intervención se hizo con vida, en efecto: habría provocado la muerte del paciente.

—¿En qué momento?

—Nada más efectuar la incisión en la dura, habría salido el fluido cerebroespinal. Suficiente para provocar la muerte.

Volvió a examinar la herida. Parecía que la operación hubiera provocado gran efusión de sangre en las venas epidurales, algunas de las cuales se habían retraído, señal de traumatismo previo a la defunción. Sin embargo, el responsable de la disección no había trabajado alrededor de las venas, como un cirujano en un paciente vivo, sino que las había seccionado sin rodeos. Se trataba de una operación realizada con gran habilidad, pero también, según todos los indicios, con prisa.

—Hay muchas venas seccionadas, y sólo están ligadas las de mayor tamaño: la hemorragia habría obstaculizado la intervención. Es posible que la víctima muriera por desangramiento antes de la apertura de la dura, dependiendo de lo deprisa que actuara el… interventor.

—Bueno, pero al empezar la operación ¿estaba viva?

—Parecería que sí. —Dowson tragó saliva débilmente—. A pesar de ello, no parece que se tomaran medidas para mantenerla con vida en el transcurso de la… disección.

—Le sugiero unos análisis de sangre y tejidos, para ver si la habían sedado.

El doctor asintió.

—Siempre los hacemos.

—En su opinión, doctor, ¿qué grado de profesionalidad tiene la intervención?

Dowson no contestó. Trataba de poner orden en sus ideas. Había posibilidades de que se tratara de algo grave, y enojoso. Seguro que al principio intentarían que pasara desapercibido y mantenerlo a poca altura, a salvo del radar de la prensa neoyorquina, pero al final se correría la voz, como siempre, y saldrían muchas voces críticas con su intervención. Más valía tomárselo con calma, paso a paso. No era el crimen rutinario a que se refería el informe policial. Suerte que aún no había empezado la autopsia en sí. Tenía que agradecérselo al agente del FBI.

Se giró hacia la enfermera.

—Que venga Jones con la cámara de gran formato, y la del estereomicroscopio. Ah, y necesito que me ayude otro forense. ¿Quién hay de guardia?

—El doctor Lofton.

—Pues que venga en menos de media hora. También quiero consultar a nuestro neurocirujano, el doctor Feldman. Dígale que suba en cuanto pueda.

—Sí, doctor.

Se dirigió a Pendergast.

—No tengo muy claro que se pueda quedar sin autorización oficial, la que sea.

Le sorprendió no encontrar resistencia.

—Lo comprendo, doctor. Considero que la autopsia está en buenas manos. Personalmente, ya he visto bastante.

Y yo, pensó Dowson. Ahora tenía la seguridad de que era obra de un cirujano, y le repugnaba la idea.

O'Shaughnessy estaba en recepción, indeciso entre meter dinero en la máquina de café o no meterlo. Decidió que no. Francamente, estaba avergonzado: él, supuesto poli duro y sardónico de Nueva York, marchándose como un cobarde. Había estado a punto de vomitar en plena sala de autopsias. El espectáculo de aquella pobre chica desnuda y rellenita encima de la mesa, con el cuerpo azulado y sucio, la cara juvenil hinchada, los ojos abiertos, el pelo lleno de hojas y de ramas… El recuerdo le arrancó escalofríos renovados.

Aparte de vergüenza, sentía verdadera furia contra el asesino. No era poli de homicidios, ni había querido serlo, ni siquiera al principio; odiaba ver sangre, pero tenía a su cuñada en Oklahoma, y era más o menos de la misma edad. De repente, con tal de pillar al asesino, se consideró capaz de aguantar lo que fuera.

Pendergast cruzó sigiloso y fantasmal la puerta de acero inoxidable.

El sargento, que apenas mereció una mirada por su parte, le siguió a la calle y subió con él al coche, todo ello en silencio.

Decididamente, Pendergast estaba irritado por algo. De por sí era una persona taciturna, pero O'Shaughnessy nunca le había visto de tan mal humor. Seguía sin tener ni idea de porqué aquel crimen le había merecido un interés tan repentino, hasta el punto de interrumpir la investigación sobre los asesinatos del siglo XIX. Tampoco le pareció el momento de preguntárselo.

—Primero dejamos al sargento en comisaría —dijo Pendergast al chófer—. Y luego me llevas a casa.

Se acomodó en el asiento de cuero. O'Shaughnessy le miró, y consiguió preguntar:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha visto?

Pendergast miraba por la ventanilla.

—El mal.

Fue lo último que dijo.

3

William Smithback, con su mejor traje (el Armani, recién salido de la tintorería), su mejor camisa blanca planchada y su corbata más seria, estaba apostado en la esquina de la avenida de las Américas y la calle Cincuenta y cinco. Paseó la mirada en sentido ascendente por el monolito gigantesco de cristal y cromo del edificio Moegen-Fairhaven, donde el sol formaba ondas de un azul verdoso, como si fuera un pedazo de mar. Su presa se encontraba en algún punto de aquella mole de cien millones de dólares.

Se consideraba capaz de conseguir una entrevista con Fairhaven. Por labia que no quedara. Aquel reportaje prometía bastante más que lo que había querido endosarle el director, el asesinato de una turista en el Ramble. Evocó la cara de su director, con sus canas, los ojos enrojecidos aumentados por unas gafas de culo de botella y el dedo de fumador en suspenso, diciéndole que lo de la mujer de Oklahoma muerta iba a ser gordo. ¿Gordo? ¡Si en Nueva York no paraban de cargarse a turistas! Era una pena, pero así estaba el mundo. Escribir sobre asesinatos era hacer de machaca. En cambio, Smithback tenía una corazonada sobre lo de Fairhaven, el museo y los asesinatos antiguos que interesaban tanto a Pendergast, y siempre se fiaba de su intuición. El director no quedaría decepcionado. Smithback tiraría el cebo al agua, y no estaba dicho que Fairhaven no mordiese el anzuelo.

Volvió a respirar hondo, cruzó la calle (con un gesto obsceno a un taxi que le pasó rozando a bocinazos) y se acercó a la entrada, de granito y titanio. Al acceder al interior, fue recibido por otra superficie enorme de granito. Había una mesa grande con media docena de guardias de seguridad, y detrás de ella varias baterías de ascensores.

Todo decisión, caminó hacia la mesa de seguridad y se apoyó agresivamente en ella.

—Vengo a ver al señor Fairhaven.

El guardia más cercano repasaba un listado de ordenador.

—¿Nombre? —preguntó sin molestarse en mirarle.

—William Smithback, del
New York Times
.

—Un momento —masculló el guardia, cogiendo un teléfono.

Marcó un número y le pasó a Smithback el auricular. Se oyó una voz nítida.

—¿Qué desea?

—Soy William Smithback, del
New York Times
, y vengo a ver al señor Fairhaven.

Era sábado, pero Smithback partía de la premisa de que Fairhaven estaría en su despacho. La gente así nunca se tomaba los sábados libres. Los sábados, además, no solía haber una coraza tan impenetrable de secretarias y personal de seguridad.

—¿Tiene cita? —preguntó la voz femenina, a cincuenta pisos de altura.

—No. Soy el periodista que investiga lo de Enoch Leng y los cadáveres del solar de donde trabajaba, en la calle Catherine, y tengo que hablar ahora mismo con el señor Fairhaven. Es urgente.

—Tiene que pedir hora por teléfono.

Era una voz completamente neutra.

—Pues nada, se la pido. Quiero pedir hora para las… —Smithback miró su reloj—. Las diez.

En este momento el señor Fairhaven está ocupado —contestó enseguida la voz.

Smithback respiró hondo. Conque estaba en su despacho. Ahora, a sacar la caballería. Seguro que entre la secretaria del teléfono y Fairhaven se interponían otras diez, pero no sería la primera vez que cruzara tantas capas.

—Oiga, que si el señor Fairhaven está demasiado ocupado para hablar conmigo no tendré más remedio que informar de que no ha querido hacer comentarios en el artículo que estoy escribiendo para la edición del lunes.

—En este momento está ocupado —repitió la voz de robot.

—«Sin comentarios.» Será muy positivo para su imagen pública. Ya veo que el lunes el señor Fairhaven querrá saber quién del despacho le dio largas al periodista. No sé si me explico.

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