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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (16 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Paseó la mirada a lo largo y ancho del despacho: chimeneas de mármol rosado, ventanas curvas con vistas a Museum Drive, paneles de roble ennoblecidos por una pátina de siglos, cuadros de Audubon y De Clefisse… Después se contempló a sí mismo: traje oscuro, de corte anticuado y casi clerical, pechera blanca almidonada, pajarita de seda en señal de independencia de ideas y acciones, zapatos hechos a mano… Y, por encima de todo (su vista recayó en el espejo de encima de la repisa de la chimenea), un rostro bien parecido, elegante, incluso, pese a un toque de severidad; un rostro que aguantaba con gran dignidad el peso de los años.

Suspirando un poco, se giró hacia el escritorio. Quizá le entristecieran las últimas noticias, que acechaban en grandes titulares desde encima de la mesa: aquel artículo tan deleznable, debido a la pluma del mismo granuja que en el 95 había metido en líos al museo. Hasta entonces Collopy había tenido la esperanza de que para calmar las aguas bastara la medida de retirar los materiales problemáticos del archivo, pero ahora había que contar con la carta. Era, a todos los niveles, un desastre potencial: su plantilla involucrada, un agente del FBI merodeando, y Fairhaven, uno de los principales mecenas de la institución, en entredicho. Frente a tantas posibilidades, a cual más ingrata, Collopy notó que le daba vueltas la cabeza. O se tomaban medidas, o el asunto amenazaba con deslucir su gestión. Como mínimo.

No, eso ni lo pienses, se dijo Frederick Watson Collopy. Ya lo solucionaría. Con la estrategia correcta, hasta los peores escenarios (palabra de moda) podían remediarse. En efecto, era lo que hacía falta: una estrategia sutil, y puesta en práctica con la mayor habilidad. Esta vez, pensó, el museo no reaccionará con la visceralidad de siempre. No, el museo no condenaría la investigación, ni protestaría contra el expolio de su archivo. No denunciaría las actividades sospechosas de aquel agente del FBI, como tampoco eludiría su responsabilidad, ni recurriría a evasivas o encubrimientos. Nada de acudir en ayuda de su mayor mecenas, Fairhaven. Al menos de puertas afuera. ¡Con lo mucho que se podía hacer con ellas cerradas, por decirlo de algún modo! Aplicar, con discreción y estrategia, las palabras adecuadas; tranquilizar o inquietar, según los casos; gastar dinero en tal cosa y tal otra… Todo suave, muy suavemente.

Apretó un botón de su intercomunicador, y dijo afablemente:

—Señorita Surd, dígale al señor Brisbane, si es tan amable, que venga a mi despacho en el momento que le convenga.

—Sí, doctor Collopy.

—Muchísimas gracias, señorita Surd.

Soltó el botón y se apoyó en el respaldo. Después, con gran cuidado, dobló el
New York Times
y lo dejó donde no pudiera verlo; y, por primera vez desde que había salido de su dormitorio, sonrió.

11

Nora Kelly ya sabía por qué la convocaban. Cómo no, si había visto el artículo en la edición matinal. Era la comidilla, no ya del museo, sino seguramente de toda Nueva York, y adivinaba su efecto sobre alguien como Brisbane. Desde primera hora había esperado el momento de que la avisaran; aviso que se había concretado ahora, a las diez menos cinco. Brisbane había esperado hasta las diez menos cinco. Seguro que para tenerla en vilo. Se preguntó si significaría que le concedía cinco minutos para desaparecer del museo. No le extrañaría.

En la puerta de Brisbane faltaba la placa. Llamó, y la secretaria la hizo pasar.

—Siéntese, por favor.

Era una mujer mayor y demacrada, y se notaba que estaba de mal humor. Nora se sentó y pensó: maldito Bill. ¿Cómo se le había ocurrido? De acuerdo, era impulsivo (tendía a actuar antes de activar el córtex), pero esta vez se había pasado de la raya. Nora iba a ponerse sus tripas de tirantes, como habría dicho su padre. Le cortaría los testículos, los ataría a una correa y se los pondría en la cintura, como unas boleadoras. ¡Con lo crucial que era el empleo para Nora, e iba el tío y prácticamente le rellenaba el formulario de despido! ¿Cómo, cómo había sido capaz de hacerle algo así?

Sonó el teléfono de la secretaria.

—Ya puede pasar.

Nora accedió al despacho interior. Brisbane estaba al lado del escritorio, poniéndose la pajarita delante de un espejo. Llevaba pantalones negros con una franja de raso, y camisa almidonada con botones de nácar. En la silla había una chaqueta de esmoquin. Nora se quedó a un paso de la puerta, pero Brisbane no dijo ni hizo nada indicativo de que la hubiera visto entrar. Observó la destreza con que se hacía el nudo de la pajarita.

El vicepresidente se decidió a hablar.

—Doctora Kelly, en las últimas horas he averiguado muchas cosas sobre usted.

Nora se quedó callada.

—Por ejemplo, sobre una expedición desastrosa al desierto del sudoeste en la que quedó en entredicho su capacidad de liderazgo, e incluso científica. Y sobre un tal William Smithback, del
Times
. No sabía que fuera tan amiga suya.

Se tomó unos segundos para enderezar la pajarita, que sobresalía de un cuello blanquecino y escuálido como de gallina, parecido acentuado por el gesto de forzarlo.

—Tengo entendido, doctora Kelly, que entró en el archivo con personas ajenas al personal de este museo, infringiendo gravemente sus normas.

Siguió tensando y ajustando, mientras Nora permanecía callada.

—Es más: ha estado empleando sus horas de trabajo en ayudar al agente del FBI, no en trabajar. Otra infracción clarísima.

Nora sabía que era inútil recordarle a Brisbane que el permiso lo había otorgado él, aunque fuera en contra de su voluntad.

—Termino: otra cosa que infringe las normas del museo es tener contacto con la prensa sin pasar por el departamento de relaciones públicas. La normativa existe por algo, doctora Kelly. No es simple burocracia. Tiene que ver con la seguridad del museo y la integridad de sus colecciones, de su archivo y sobre todo de su prestigio. ¿Me entiende?

Nora miró a Brisbane, pero no se le ocurría nada que decir.

—Su conducta ha sido motivo de una gran preocupación en el museo.

—Oiga —dijo ella—, si piensa despedirme, vaya al grano.

Brisbane se decidió a mirarla, componiendo una falsa expresión de sorpresa en su cara rosada.

—¿Quién ha dicho la palabra despedir? No sólo no la despedimos, sino que le prohibimos presentar la dimisión.

Nora le miró azorada.

—Va a quedarse en el museo, doctora Kelly. Piense que ahora mismo es la gran protagonista. El doctor Collopy está de acuerdo. Después de un artículo tan interesado y favorable a su persona, no se nos ocurriría ni locos dejar que se marchara. Está blindada. Al menos de momento.

A medida que escuchaba, Nora pasó de la sorpresa a la indignación. Brisbane dio un golpecito a la pajarita, se echó el último vistazo en el espejo y se giró.

—Quedan suspendidos todos sus privilegios. Desde ahora ya no tiene acceso a las colecciones centrales del archivo.

—¿Y al servicio de señoras?

—Prohibido tratar de cuestiones relativas al museo con personas ajenas a él, sobre todo con el agente del FBI y el periodista, Smithback.

De ese no hace falta que te preocupes, pensó Nora, furibunda.

—Lo sabemos todo sobre él. Abajo hay un expediente como de treinta centímetros de grosor. Supongo que sabe que hace unos años escribió un libro sobre el museo. Fue antes de que me contrataran, y no lo he leído, pero dicen que no era precisamente de premio Nobel. Desde entonces, aquí es persona
non grata
.

La miró a los ojos con frialdad y sin pestañear.

—Aparte de eso no hay cambios. ¿Esta noche irá a la inauguración de la nueva sala de primates?

—No lo tenía planeado.

—Pues empiece a planearlo, que por algo es la empleada de la semana. La gente querrá verla con energía y contenta. De hecho, el museo va a emitir un comunicado de prensa sobre nuestra heroína, la doctora Kelly, y aprovechará para llamar la atención sobre el civismo del museo, y nuestra larga historia de servicio público a la ciudad. No hace falta que le diga que, si le preguntan sobre el tema, su deber es sacar balones fuera: conteste que todo su trabajo, sin excepción, es rigurosamente confidencial. —Brisbane cogió la chaqueta de la silla y se la puso con mucho cuidado. Después se quitó un hilo suelto del hombro y se alisó el cabello, impecable—. Confío en que encuentre un vestido adecuado en su ropero. Agradezca que no sea uno de los bailes de etiqueta que últimamente gustan tanto en el museo.


¿Y
si me niego? ¿Y si no me presto al programa?

Brisbane se abrochó los gemelos y volvió a girarse hacia ella. Después desvió la mirada hacia la puerta, y Nora le imitó.

En ella estaba el doctor Collopy en persona, con las manos enlazadas. Durante sus paseos silenciosos por las salas del museo, el director ofrecía una imagen amedrentadora, por no decir siniestra: delgado, vestido con severidad, dotado de un perfil de diácono anglicano, la rigidez de su postura intimidaba. Perteneciente a una larga estirpe de científicos e inventores respetables, era un hombre de actitud enigmática y de voz sosegada que jamás parecía levantar. Como remate, tenía en propiedad una casa antigua en West End Avenue, teatro, desde hacía poco tiempo, de su vida conyugal con una chica de bandera, cuarenta años menor. Esta última relación suscitaba un sinfín de comentarios y conjeturas obscenas.

Por una vez, sin embargo, al director Collopy le faltaba poco para sonreír. Dio un paso. Los rasgos angulosos de su pálida cara parecían haberse suavizado y animado; tanto, que llegó al extremo de estrechar la mano de Nora entre dos palmas secas, mientras la miraba atentamente a los ojos. En reacción a su mirada, Nora experimentó un vago hormigueo que la cogió totalmente por sorpresa y la llevó a comprender de pronto qué debía de haber visto la jovencísima esposa: que, tras aquella fachada impenetrable, se escondía un hombre de gran vitalidad. La sonrisa de Collopy, al producirse —porque a la larga se produjo—, fue como ver encenderse una antorcha. Nora se sintió bañada en una irradiación de encanto y de energía.

—Nora, conozco sus investigaciones, y he estado siguiéndolas con grandísimo interés. La teoría de que las ruinas de Chaco Canyon puedan estar influidas por los aztecas, o haber sido construidas por ellos, incluso, es… importante; rompedora, si me apuran.

—Entonces…

Collopy la interrumpió con una ligera presión en la mano.

—No estaba al corriente del recorte presupuestario en su departamento. Aquí no se ha salvado nadie de apretarse el cinturón, pero es posible que hayamos pecado de cierta indiscriminación.

Nora obedeció al impulso de mirar a Brisbane, pero la expresión facial del vicepresidente se había vuelto hermética, ilegible.

—Por suerte, estamos a tiempo de devolverle los fondos, y no sólo eso, sino de añadirles los dieciocho mil dólares que necesita para esas dataciones tan cruciales con carbono catorce. De hecho, el tema me interesa de manera personal. De niño visité las ruinas de Chaco con el doctor Morris en persona, y se me ha quedado grabado su esplendor.

—Gracias, pero…

Otra leve presión.

—No, por favor, no me las dé. Es el señor Brisbane quien hatenido la amabilidad de someter el tema a mi atención. Sus investigaciones en el centro, Nora, son importantes; darán prestigio al museo, y estoy dispuesto a ponerlo todo de mi parte para que salgan bien. Si necesita algo, llámeme. A mí personalmente.

Le soltó la mano con delicadeza, y se giró hacia Brisbane.

—Tengo que ir a preparar el discurso. Gracias.

De repente ya no estaba.

Nora miró a Brisbane, pero su superior mantenía el mismo hermetismo facial de antes.

—Ya sabe qué pasará si se ajusta al programa —dijo él—. En cuanto a las consecuencias de la otra alternativa, prefiero no comentárselas.

Se giró hacia el espejo y se miró por última vez.

—Hasta esta noche, doctora Kelly —dijo afablemente.

12

Convencido de ser el centro de todas las miradas, O'Shaughnessy siguió a Pendergast por la alfombra roja de la escalinata que llevaba a las puertas del museo, grandes y de bronce. Así, uniformado, tenía la sensación de hacer el gilipollas. Dejó bajar la mano hasta la culata de la pistola, y le complació observar que a pocos metros un hombre con esmoquin le miraba nervioso. Otro consuelo fue acordarse de que por participar en aquel circo encopetado le pagaban un cincuenta por ciento más, lo cual, tratándose del capitán Custer, no era moco de pavo.

En Museum Drive estaba formándose una hilera de coches, de los que se apeaba gente guapa y no tan guapa. Los periodistas y fotógrafos, que eran pocos, ponían cara de desconsuelo, porque no les dejaban pasar de unas cuerdas de terciopelo. Los flashes eran escasos y esporádicos. De hecho, ya había una camioneta con el logo de una cadena de televisión local en el proceso de guardar los bártulos y marcharse.

—Veo que la inauguración de la nueva sala de primates es bastante más modesta que otras a las que he asistido —dijo Pendergast, mirando alrededor—. Será que están cansados de tanta fiesta.

—¿Primates? ¿A toda esta gente le interesan los monos?

—Yo diría que la mayoría ha venido a observar a los primates fuera de las vitrinas.

—Muy gracioso.

Cruzaron la puerta, y parte de la Gran Rotonda. Hasta hacía dos días, la última visita de O'Shaughnessy al museo se remontaba a su infancia. Comprobó que los dinosaurios seguían dondesiempre, y, un poco más lejos, la manada de elefantes. La alfombra roja y las cuerdas de terciopelo seguían internándose en el edificio, entre dos filas de chicas sonrientes que les orientaron mediante gestos de las manos y la cabeza. Muy simpáticas. O'Shaughnessy pensó que no era mala idea volver algún día que no estuviera de servicio.

Atravesaron la sala africana por una puerta grande, enmarcada por colmillos de elefante, y accedieron a otro espacio de notables dimensiones, una especie de sala de recepción ocupada por innumerables mesitas, cada una con su vela. Había toda una pared ocupada por un bufet larguísimo y rebosante de comida, bufet cuyos extremos estaban ocupados por sendos y bien surtidos bares. Al fondo de la sala habían montado una tarima. Cerca de Pendergast y O'Shaughnessy, en una esquina, un cuarteto de cuerda se esmeraba con un vals vienés. El policía escuchó con incredulidad. Eran malísimos. Bueno, al menos no se cargaban nada de Puccini.

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