Los asesinatos e Manhattan (21 page)

Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
4.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues me sorprende —dijo Smithback mientras iba hacia la puerta, guiñándole el ojo y pensando: Seguro que de paso se las beneficia, a ella y a las demás «de abajo».

Al pisar la calle dio rienda suelta a una serie de palabrotas muy poco presbiterianas. Pensaba hurgar en el pasado de aquel tío hasta sabérselo al dedillo, incluido el nombre de su maldito osito de peluche. En Nueva York no se podía llegar a dueño de una constructora grande sin ensuciarse las manos. Seguro que había algo sucio, y él lo encontraría. Sí, había algo sucio. ¡Desde luego que lo había!

4

Mandy Eklund subió a la calle Primera por la escalera sucia del metro, se encaminó hacia el norte por la avenida A y, con paso cansino, puso rumbo a Tompkins Square Park, cuyos árboles anémicos se recortaban en un cielo teñido un poco, ya, por la mancha rojiza del amanecer. El lucero del alba se desvanecía casi a ras del horizonte.

Mandy se arrebujó un poco más en el abrigo que llevaba sobre los hombros, en un esfuerzo inútil por protegerse del frío de la madrugada. Se notaba un poco grogui, y cada vez que ponía un pie en la acera le dolía. A pesar de todo, la noche en el club Pissoir había sido memorable: música, copas gratis y baile. Junto a ella, los de Ford al completo, varios fotógrafos, gente de
Mademoiselle
y de
Cosmo…
Todos los que pintaban algo en el mundo de la moda, vaya. Lo estaba consiguiendo, aunque siguiera sin creérselo del todo. Seis meses antes aún trabajaba de esteticien en Bismarck, haciendo prácticas gratis en Rodney's. Un día, por casualidad, había entrado la persona indicada, y ahora Mandy estaba en la agencia Ford, gozando de la protección de la mismísima Eileen Ford. Jamás había soñado que pudiera ocurrir todo tan deprisa.

Su padre la llamaba por teléfono prácticamente a diario, desde la granja. Parecía mentira que se preocupara tanto por su vida en Nueva York. ¡Qué encanto! Él, que identificaba la ciudad con un antro de perdición, habría alucinado con lo tarde que volvía a casa. Aún no había renunciado a verla en la universidad. Quizá algún día… ¿Por qué no? De momento, a sus dieciocho años, Mandy se lo estaba pasando de muerte. El recuerdo de su padre, un hombre conservador, montado en un tractor John Deere yeternamente preocupado por ella, le arrancó una sonrisa de afecto. Esta vez llamaría ella, y le daría una sorpresa.

Se metió por la calle Séptima y bordeó el parque a oscuras, atenta a posibles atracadores. Nueva York se había vuelto una ciudad muchísimo más segura, pero seguía siendo aconsejable andarse con ojo. Palpó su bolso, y la tranquilizó el tacto de la botellita de spray de pimienta que llevaba en la cadena de las llaves.

Había dos mendigos durmiendo encima de cartones, y un hombre con traje gastado de pana que bebía en un banco, moviendo la cabeza. Por las ramas exánimes de un sicómoro pasó una brisa matinal, y sacudió las hojas, que empezaban a ponerse de un amarillo ictérico.

Una vez más, Mandy lamentó vivir tan lejos de la estación de metro. No tenía dinero para taxis —todo llegaría—, y de noche era un rollo caminar nueve travesías. Al principio el barrio le había parecido muy agradable, pero empezaba a afectarle su sordidez. Poco a poco iba llegando gente de más nivel, pero era un proceso demasiado lento; las casas ocupadas, en un estado lamentable, y los edificios viejos tapiados con hormigón tenían un efecto deprimente. Habría sido preferible el barrio del edificio Flatiron, o Yorkville, incluso, que era donde vivían muchas modelos de Ford, las que habían hecho carrera.

Rebasado el parque, se metió por la avenida C y su doble hilera de viejas, silenciosas casas. El viento, con un ruido acelerado y seco, acumulaba basura en las alcantarillas. Los portales negros exhalaban cierto olor parecido al amoníaco: pestilencia a orines. Allí nadie recogía las mierdas de perro; era un verdadero y asqueroso campo de minas, que Mandy sorteaba con cuidado. Aquella parte de la caminata siempre era la peor.

Vio que se acercaba alguien, y se puso tensa, sopesando la posibilidad de cambiar de acera. Sin embargo, se tranquilizó enseguida: era un viejo que caminaba con dificultad, apoyado en su bastón. Al acercarse vio que llevaba un bombín muy curioso. Como iba con la cabeza gacha, tuvo ocasión, incluso, de observar el ala lisa y el contorno preciso de la copa negra. No le sonaba haber visto a nadie con bombín, aparte de las películas en blanco y negro. El viejo, que arrastraba los pies y andaba con cuidado, presentaba un aspecto de otra época. Mandy tuvo curiosidad por saber qué hacía por la calle tan temprano. Debía de tener insomnio; algo, por lo visto, muy común entre la gente mayor: se despertaban a las cuatro y no podían volver a conciliar el sueño. Se preguntó si a su padre también le pasaba.

De repente, cuando estaban a punto de cruzarse, pareció que el viejo se fijaba en ella. Levantó la cabeza, y el brazo hacia el sombrero. ¡Iba a quitárselo para saludar!

Al separar el bombín de la cabeza, el brazo tapó todo lo demás menos los ojos, que sorprendían por su brillo y su frialdad. Daban la impresión de observarla. Sí, seguro que es insomnio, pensó Mandy, porque, con lo temprano que era, el viejo no tenía nada de sueño.

—Buenos días, señorita —dijo una voz cascada de anciano.

—Buenos días —contestó ella, esforzándose por disimular la sorpresa.

Por la calle no se saludaba nadie. Era una atención muy poco neoyorquina, y que le encantó.

De repente, al pasar al lado del viejo, Mandy notó que se le enrollaba algo en el cuello a horrible velocidad. Forcejeó, y quiso gritar, pero le tapaba la cara una tela húmeda, que desprendía un olor dulzón a productos químicos. Intentó aguantar la respiración por instinto, mientras hurgaba en el bolso con una mano y sacaba el spray de pimienta, pero quedó tumbada en la acera por efecto de un golpe brutal. Pataleó entre gemidos de dolor y miedo, y con los pulmones ardiendo. Después, una respiración entrecortada, y el torbellino de la inconsciencia.

5

En su leonera del quinto piso del edificio Times, Smithback, descontento, examinaba la lista que había escrito a mano en su libreta. Las palabras que la encabezaban, «empleados de Fairhaven», estaban tachadas. A la sede de la constructora ya se había encargado Fairhaven de que no pudiera volver. También estaba tachado «vecinos». Del bloque de pisos donde vivía Fairhaven le habían echado a patadas, a pesar de todas sus estratagemas y sus trucos. En cuanto a lo de investigar el pasado del magnate, las consultas a sus primeros socios sólo habían dado dos resultados: o bien una ristra de elogios de puro trámite, o una simple negativa a hacer comentarios.

Lo siguiente que había investigado eran las obras de beneficencia de Fairhaven. El Museo de Historia Natural, para empezar, había sido una auténtica pérdida de tiempo: por razones obvias, quienes conocían a Fairhaven no estaban dispuestos a hablar de él. En cambio, otro proyecto del magnate (la clínica infantil Little Arthur) había arrojado un éxito mayor, suponiendo que en un caso así pudiera hablarse de «éxito». Se trataba de un hospital pequeño de investigación, reservado a niños con enfermedades «huérfanas»: dolencias muy poco frecuentes para las que las empresas farmacéuticas no tenían interés en encontrar una cura. Smithback había conseguido entrar como lo que era (un periodista del
New York Times
interesado por la obra) sin levantar sospechas, y hasta le habían obsequiado con una visita informal de las instalaciones, pero, al final, más agua de borrajas: los médicos, las enfermeras, los padres y los propios niños entonaban alabanzas a Fairhaven. Daba incluso asco: días de Acción de Gracias, pagas extras navideñas, juguetes y libros para los niños, excursiones al estadio de los Yankees… Fairhaven había llegado al extremo de asistir a algunos entierros, un trago nada agradable. A pesar de los pesares, Smithback, resentido, pensaba lo siguiente: que lo único que demostraba era que Fairhaven ponía mucho esmero en cuidar su imagen pública.

Tenía una larga trayectoria como profesional de las relaciones públicas. Smithback no había encontrado nada. Nada.

Entonces, acordándose de algo, cogió un diccionario hecho polvo de una estantería y buscó la B. Baladí: de escasa importancia.

Devolvió el diccionario a su sitio.

No había más remedio que seguir profundizando, remontarse a la época en que Fairhaven aún no enfocaba su vida con tanta profesionalidad; cuando sólo era un adolescente con acné, un alumno entre tantos. Conque Fairhaven le consideraba un periodista del montón que hacía cosas baladíes. Pues el lunes, al abrir el periódico, no se reiría tanto.

El filón sólo tardó diez minutos de internet en aparecer. Hacía poco que la clase de Fairhaven en el instituto 84, el de la avenida Amsterdam, había celebrado el decimoquinto aniversario de su graduación, y lo había conmemorado con una página web que reproducía el anuario. Fairhaven no había asistido a la reunión, y hasta era posible que no estuviera al corriente de la página web, pero los datos del anuario sobre su persona estaban colgados en la red, y eran de libre acceso: fotos, apodos, clubes, aficiones… Todo. En efecto, allí estaba: un chaval con buena pinta, que salía con sonrisa de engreído en una foto borrosa de graduación. Jersey de pico, camisa a cuadros… Respondía al prototipo de chico urbano de familia rica. Su padre se dedicaba a la construcción, y su madre era ama de casa. En poco tiempo, Smithback se enteró de mil cosas: que había sido capitán del equipo de natación, que su signo del horóscopo era Géminis, que dirigía el club de debate, que su grupo de rock favorito eran los Eagles, que tocaba mal la guitarra, que quería ser médico, que su color preferido era el burdeos, y que había sido votado como el que tenía más posibilidades de acabar siendo millonario.

Mientras recorría la web, Smithback sufrió una recaída en su estado de ánimo. Era todo tan insoportablemente aburrido… Sin embargo, había un detalle que le llamó la atención. Como todos los alumnos, Fairhaven tenía un apodo, y en su caso era «el Cortes». Sintió que su decepción se aliviaba un poco. «El Cortes.» No estaría mal que el apodo delatara un interés secreto por torturar animales. Algo era algo.

Además, sólo hacía dieciséis años que se había graduado, y habría gente que se acordara de él. Si existía algún punto negro, Smithback lo encontraría. Que la semana siguiente abriera el periódico, el muy cerdo; vería lo deprisa que se le borraba aquella sonrisa de fatuo.

El instituto 84. Por suerte, sólo quedaba a unos minutos en taxi. Smithback dio la espalda al ordenador, se levantó y cogió la chaqueta.

El instituto estaba en el Upper West Side, en una manzana con muchos árboles entre Amsterdam y Columbus; quedaba relativamente cerca del museo, y era un edificio largo y ocre de ladrillo rodeado por una verja forjada. Para ser un colegio de Nueva York no estaba mal. Smithback se acercó a la puerta principal, la encontró cerrada (claro, por seguridad) y llamó al timbre. Contestó un policía. Smithback le enseñó la acreditación de prensa, y el poli le dejó entrar.

Parecía mentira, pero olía exactamente igual que el instituto donde había estudiado él, lejos en el espacio y el tiempo. Otra coincidencia era la pintura marrón de las paredes. Debe de ser que todos los directores de instituto leen los mismos manuales, pensó al pasar por el detector de metales y seguir al policía hacia el despacho del director.

Este le remitió a la señorita Kite. Smithback la encontró corrigiendo deberes en su mesa durante una pausa entre clases. Era una mujer guapa y de pelo gris. Al pronunciar el apellido Fairhaven, Smithback se llevó la satisfacción de ver que sonreía, señal de que se acordaba.

—¡Desde luego! —dijo la profesora. Su tono de voz era amable, pero con un matiz de seriedad que a Smithback le informó de que no estaba en presencia de ninguna abuelita inofensiva—. De Tony Fairhaven me acuerdo muy bien, porque iba a la primera clase de duodécimo curso que me asignaron y era uno de los mejores alumnos del colegio. Llegó a la final nacional.

Smithback asintió con deferencia y tomó algunos apuntes. No pensaba usar la grabadora, porque era una manera de que la gente no hablara.

—Cuénteme algo de él. Entre nosotros. ¿Cómo era?

—Un chico muy alegre y popular. Me parece que era capitán del equipo de natación. Un buen alumno, trabajador y versátil.

—¿Tuvo algún lío?

—Claro, como todos. Smithback se esforzó por no demostrar especial interés.

—¿Ah, sí?

—Solía traer la guitarra y tocarla en los pasillos, contraviniendo el reglamento. Tocaba fatal. Más que nada era para hacer reír a los demás alumnos. —Pensó un poco—. Un día provocó un atasco en el pasillo.

—Un atasco. —Smithback hizo una pausa—. ¿Y qué pasó?

—Que le confiscamos la guitarra, y ahí quedó la cosa. Se la devolvimos después de la graduación.

Smithback asintió. Se le había quedado helada la sonrisa de buena educación.

—¿Conocía a sus padres?

—Su padre se dedicaba a la construcción, aunque claro, el que ha llegado tan alto en el negocio ha sido Tony. De su madre no me acuerdo.

—¿Tenía hermanos o hermanas?

—Entonces era hijo único. Por la tragedia familiar, se entiende.

Smithback se inclinó hacia delante sin querer.

—¿Tragedia?

—Su hermano mayor, Arthur, que murió. Alguna enfermedad rara, no sé cuál.

Smithback lo relacionó de golpe.

—¿Y no le llamarían Little Arthur, por casualidad?

—Me parece que sí. Su padre era Big Arthur. Tony se quedó muy afectado.

—¿Cuándo sucedió?

—Estando Tony en décimo curso.

—¿Y dice que su hermano era el mayor? ¿También iba al colegio?

—No. Llevaba muchos años en el hospital. Era una enfermedad muy poco frecuente, que le deformaba.

—¿Cuál?

—Pues la verdad es que no lo sé.

—Dice que Tony estaba muy afectado. ¿En qué sentido?

—Se volvió introvertido, antisocial; pero a la larga lo superó.

—Ya. Claro. A ver, a ver… —Smithback consultó sus apuntes—. ¿Algún problema de alcohol, drogas, delincuencia…?

Intentó decirlo como si no le diera importancia.

—No, no, al contrario. —La respuesta fue seca. La expresión de la profesora se había endurecido—. Oiga, señor Smithback, ¿por qué escribe el artículo, exactamente?

Smithback se esmeró en poner cara de inocente.

—Sólo es un perfil biográfico del señor Fairhaven. Es que queremos dar una imagen completa, con lo bueno y lo malo, ¿sabe? No busco nada en especial. No, claro.

Other books

Dangerous Lover by Lisa Marie Rice
Fallen Beauty by Erika Robuck
Irish Eyes by Mary Kay Andrews
From The Heart by O'Flanagan, Sheila
The Theft of a Dukedom by Norton, Lyndsey
Her Dark Curiosity by Megan Shepherd