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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (38 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—¿Cuándo se hizo cargo de la farmacia su padre?

El dependiente se lo pensó.

—Durante la guerra, no sé si en el cuarenta y uno o en el cuarenta y dos.

Todo encaja, pensó O'Shaughnessy. Volvió a guardar los libros y hojeó el montón de periódicos, pero el único fruto de su examen fue una nube de polvo. Menuda decepción se estaba llevando. A continuación movió la vela a un lado, y cogió los fajos de papeles. Se trataba de facturas y recibos de proveedores, correspondientes al mismo período: entre 1925 y 1942. Seguro que coincidían con los libros de contabilidad. En cuanto a los volúmenes de plástico rojo, saltaba a la vista que eran demasiado modernos para tener interés. Por lo tanto, sólo quedaban las cajas de zapatos. Ultima oportunidad. O'Shaughnessy cogió la de encima, sopló para quitar el polvo de la tapa y la levantó.

Contenía declaraciones de la renta antiguas.

Maldita sea, pensó al dejar la caja sobre las demás. Eligió otra al azar y levantó la tapa. Más declaraciones. Se apoyó en los talones con la vela en una mano y la caja de zapatos en la otra, pensando: No me extraña que el anticuario se marchara con las manos vacías. En fin, por probar…

En el momento en que se inclinaba suspirando con la intención de volver a guardar la caja, echó otro vistazo a los libros rojos.Qué raro. Según el farmacéutico, su padre sólo usaba la cajafuerte para guardar pertenencias de su abuelo. Pero el plástico se había inventado hacía relativamente poco, ¿no? Más tarde que 1942, seguro. Cogió uno de los libros por curiosidad y lo abrió. Se encontró con una página de renglones muy oscuros, cubierta de viejas anotaciones manuscritas. Tenía manchas de hollín y, como estaba un poco quemada, los bordes se deshacían.

Giró la cabeza. El dueño de la farmacia estaba lejos, buscando algo en una caja de cartón. O'Shaughnessy, nervioso, sacó de la caja tanto el primer libro rojo como el que le servía de pareja. Después apagó la vela y se levantó.

—Pues la verdad es que no hay nada muy interesante. —Enseñó los dos libros como si no tuvieran importancia—. Pero, bueno, me gustaría llevarme a la oficina este par. Serían uno o dos días, porcuestión de trámite. Y con su permiso, claro. Así los dos nos ahorramos papeleo, órdenes judiciales y todo eso.

—¿Órdenes judiciales? —dijo el farmacéutico, poniendo cara de preocupación—. Pues quédeselos hasta cuando quiera. Faltaría más.

Al salir a la acera, O'Shaughnessy hizo un alto para limpiarse el polvo de los hombros. Amenazaba con llover, y en los pisos y los bares de la calle se veía un parpadeo de luces encendiéndose. El redoble de un trueno venció en intensidad al zumbido del tráfico. O'Shaughnessy se subió el cuello de la chaqueta y se puso con cuidado los libros bajo el brazo, mientras caminaba a toda prisa hacia la Tercera Avenida.

En la otra acera, al amparo de la oscuridad del portal de una casa vieja, le observaba un hombre. Al verle marcharse, salió: llevaba un bombín muy calado, un abrigo negro largo y un bastón con el que daba golpes en la acera. Después de mirar con cautela a ambos lados, cruzó la calle lentamente en dirección a la farmacia New Amsterdam.

3

A Bill Smithback le encantaba la hemeroteca del
New York Times
, una sala grande y fresca donde las estanterías de metal rechinaban bajo el peso de volúmenes encuadernados en piel. Aquella mañana no había nadie. Últimamente los periodistas casi no la usaban; preferían las ediciones digitalizadas on-line, que sólo cubrían los últimos veinticinco años; o, en caso de necesidad, los visores de microfilm, que aunque fueran una lata resultaban más o menos veloces. En cambio, a Smithback seguía pareciéndole que no había nada tan interesante, o de una utilidad tan sorprendente, como hojear físicamente los números viejos. A menudo aparecían secuencias de información repartidas en números seguidos (o en páginas sucesivas), datos que en el vértigo del microfilm habrían pasado desapercibidos.

La reacción del director a la propuesta de un artículo sobre Leng había consistido en un gruñido que no comprometía a nada, señal segura de que le gustaba la idea. Al marcharse, Smithback había oído murmurar al monstruo de ojos saltones:

—Pero sobre todo que sea mejor que el de Fairhaven, ¿eh? Que haya un poco de tuétano.

Mejor que el de Fairhaven seguro que salía. Inevitablemente.

Cuando tomó asiento en la hemeroteca, ya había pasado la hora de comer. Una vez que el bibliotecario le hubo hecho entrega del primero de los volúmenes solicitados, Smithback lo abrió con veneración y aspiró el olor a pulpa de madera en descomposición, tinta vieja, moho y polvo. El volumen llevaba la fecha de enero de 1881. Encontró enseguida el artículo que buscaba: el incendio del gabinete de Shottum. Aparecía en primera plana, con un grabado muy conseguido de las llamas. En el artículo se informaba sobre la desaparición del eminente profesor John C. Shottum, a quien se daba por muerto, y sobre que también había desaparecido un tal Enoch Leng, descrito en vagos términos como inquilino del gabinete y «ayudante» de Shottum. Se notaba que el redactor no sabía nada del personaje.

Smithback pasó páginas hasta encontrar la continuación del artículo sobre el incendio, en la que se informaba de que habían aparecido restos humanos que parecían corresponder a Shottum. A Leng no se le volvía a mencionar. Procedió a hojear el volumen en sentido inverso y consultó las secciones de noticias sobre Nueva York, buscando artículos acerca del museo, el Lyceum o cualquier referencia a Leng, Shottum o McFadden. Era un trabajo lento, con el agravante de que a menudo se distraía con artículos cautivadores pero sin relación con el tema. Después de unas horas empezó a ponerse un poco nervioso. Sobre el museo había muchos artículos, y sobre el Lyceum unos cuantos; por haber, hasta había referencias esporádicas a Shottum y su colega Tinbury McFadden, pero Leng no aparecía por ningún lado; sólo en las recensiones de reuniones del Lyceum, en cuyas listas de asistentes aparecía de vez en cuando un tal «profesor Enoch Leng». Evidentemente, se esforzaba por pasar desapercibido.

Así no se va a ninguna parte, pensó Smithback. Cambió de enfoque, y adoptó uno que prometía ser mucho más difícil: empezando por 1917, el año en que Enoch Leng había abandonado su laboratorio de la calle Doyers, hojeó en sentido cronológico buscando asesinatos que se ajustaran a la descripción. Había trescientas sesenta y cinco ediciones del
Times
al año. En aquella época, los asesinatos aún no eran tan frecuentes como para no aparecer casi siempre en portada. En consecuencia, redujo sus pesquisas a las primeras páginas, así como a las necrológicas, donde buscaba el anuncio del fallecimiento de Leng, esa noticia que tanto les interesaba a O'Shaughnessy y a él.

Noticias sobre asesinatos había muchas. Tampoco faltaban necrológicas interesantes, que ejercían sobre Smithback una fascinación, al fin y al cabo, excesiva. La búsqueda procedía a ritmo lento. Por fin, en la edición del 10 de septiembre de 1918, encontró el siguiente titular: «Cadáver mutilado en un sótano de Peck Slip». El artículo, en un esfuerzo a la antigua por no herir la fina sensibilidad del público lector, evitaba entrar en detalles sobre la índole de las mutilaciones, pero todo indicaba que su localización era la parteinferior de la espalda. Mientras leía, a Smithback se le despertó su intuición de periodista: Leng, activo todavía, seguía asesinando después de haber abandonado el laboratorio de la calle Doyers.

Al final de la sesión de trabajo había encontrado media docena más de asesinatos (aproximadamente uno cada dos años) que podían ser obra de Leng. O bien existían otros que no habían llegado a descubrirse, o a partir de cierta fecha, Leng, renunciando a esconder los cadáveres, los dejaba repartidos en pisos por toda la ciudad. Las víctimas siempre eran gente sin techo, y sólo en un caso se había identificado el cadáver. Todas habían sido enterradas en la fosa común, con el resultado de que las similitudes habían pasado desapercibidas. La policía no había llegado a establecer el vínculo entre los crímenes.

Por lo visto, el último asesinato que delataba la mano de Leng correspondía a 1935; desde entonces, muchos crímenes, pero ninguno con las «peculiares mutilaciones» que constituían la firma del doctor. Smithback efectuó un cálculo mental rápido: Leng aparecía en Nueva York en la década de 1870, cuando debía de ser joven; treinta años, por decir algo. En 1935 habría tenido setenta. Entonces, ¿por qué se interrumpían los asesinatos?

La respuesta caía por su propio peso: por la muerte de Leng. Smithback no había encontrado la esquela, pero, teniendo en cuenta lo desapercibido que pasaba el personaje, lo contrario habría sido inverosímil. Se dijo: Adiós a la teoría de Pendergast. Además, cuanto más lo pensaba más seguro estaba de que en el fondo Pendergast no podía creerse algo tan absurdo. No. Lo usaba para despistar, en el marco de alguna estrategia sutil. Típico de Pendergast: astucia, sinuosidad, oblicuidad… Nunca sabías qué pensaba de verdad, ni qué planes tenía. La próxima vez que viera a O'Shaughnessy se lo explicaría, y seguro que el poli se alegraba de saber que Pendergast no se había vuelto loco.

Repasó las necrológicas de otro año, pero no aparecía nada sobre Leng. Lógico: su existencia no había dejado el menor reflejo escrito. Casi ponía los pelos de punta.

Consultó su reloj: hora de marcharse. Ya llevaba diez horas seguidas con lo mismo. En cualquier caso, había empezado con buen pie, descubriendo de golpe diez asesinatos por resolver que probablemente cupiera atribuir al buen doctor. Según sus cálculos, disponía de dos días antes de que el director empezara a exigir resultados; o más, si conseguía demostrar que su investigación estaba siendo recompensada con algunas pepitas de oro.

Abandonó la comodidad de la silla y se frotó las manos. Una vez consultado el rastro público, tocaba dar el siguiente paso: el astro privado del asesino. Aquel día de investigación había revelado una cosa sobre Leng: su condición de investigador invitado del museo. A Smithback le constaba que en aquella época, para acceder libremente a las colecciones, los científicos tenían que someterse a un control académico que proporcionaba datos como la edad, la educación, los títulos, la especialización, las publicaciones, el estado civil y la dirección del sujeto. Siguiendo aquella pista se podían encontrar otros tesoros documentales: escrituras, contratos de alquiler, acciones legales… De todo. Una cosa era que Leng hubiera rehuido la atención pública, y otra que no figurara en el archivo del museo. Cuando Smithback hubiera terminado, conocería a Leng como si fuese su hermano.

La idea le produjo un delicioso escalofrío de impaciencia.

4

O'Shaughnessy salió a la escalinata del edificio Jacob Javist, donde estaba la delegación del FBI. Ya no llovía. Las calles estrechas de la parte baja de Manhattan habían quedado sembradas de charcos. Pendergast no estaba ni en el Dakota ni allí, en la delegación. Experimentó una mezcla extraña de emociones: impaciencia, curiosidad, ansiedad… El hecho de no haber podido enseñarle enseguida su descubrimiento casi era una decepción. Seguro que Pendergast sabía reconocer el valor del hallazgo, y quizá fuera la pista que les hacía falta para solucionar el caso.

Se escondió detrás de uno de los pilares de granito del edificio para echarle otro vistazo a los libros de contabilidad. Repasó las columnas que había en cada página, con infinitud de entradas en tinta azul descolorida. Constaba todo: nombres de compradores, listas de productos químicos, cantidades, precios, direcciones de entrega, fechas… Las sustancias venenosas estaban en rojo. A Pendergast le iba a entusiasmar. Por supuesto, Leng habría hecho sus compras con seudónimo, y probablemente había dado una dirección falsa, pero no habría tenido más remedio que emplear el mismo seudónimo en todas sus compras. Como Pendergast ya había recopilado una lista con parte de los productos químicos empleados por el doctor (auténticas rarezas), nada era más fácil que cotejarla con las compras del libro de contabilidad y, de ese modo, averiguar el seudónimo de Leng. Si resultaba que usaba el mismo para otras operaciones, aquel librito les llevaría muy, pero que muy lejos.

Dedicó otro minuto a hojear los volúmenes, hasta que, con ellos bajo el brazo, reemprendió pensativo el camino hacia la calle Worth, el ayuntamiento y el metro. Los libros rojos cubrían el período entre 1917 y 1923, anterior al incendio de la farmacia. Se trataba, a todas luces, de los únicos artículos que habían sobrevivido al fuego. Pertenecían al abuelo, y los había vuelto a encuadernar el padre. Por eso el anticuario no se había molestado ni en mirarlos, porque parecían modernos. De hecho, había sido pura chiripa que él, en cambio…

Anticuario. Ahora que lo pensaba, le pareció sospechoso que a las pocas semanas de morirse el abuelo un marchante entrara en la farmacia como por casualidad, interesándose por la caja fuerte. Quizá el actual asesino hubiera precedido a O'Shaughnessy en la búsqueda de más información sobre las compras de sustancias químicas de Leng. No, imposible. Los asesinatos por imitación los había desencadenado el artículo, y aquello había sucedido antes. O'Shaughnessy se reconvino por no haber pedido una descripción del anticuario. Claro que siempe podía volver. Quizá Pendergast quisiera acompañarle.

De repente se detuvo. Sus pies le habían llevado por iniciativa propia más allá de la estación de metro, hasta la calle Ann. Iba a dar media vuelta cuando se dio cuenta de que no estaba lejos del 16 de la calle Water, la casa donde había vivido Mary Greene, y vaciló. Pendergast ya había ido con Nora, pero O'Shaughnessy aún no la había visto. Claro que tampoco había nada que ver, pero, bueno, ahora que estaba tan metido en el caso no quería perderse nada. Se acordó del Metropolitan, del vestido, tan patético, de la nota desesperada…

Valía la pena desviarse diez minutos. La cena no se iba a marchar. Siguió por la calle Ann hasta meterse por Gold, mientras silbaba «Casta diva», de la
Norma
de Bellini. Era el aria que más había cantado Maria Callas, y una de las favoritas de O'Shaughnessy. Estaba de buen humor. Redescubría que el trabajo de detective podía ser incluso divertido. Junto con otro redescubrimiento: el de su don innato para ello.

El sol, que estaba a punto de ponerse, apareció entre las nubes y proyectó ante O'Shaughnessy una sombra larga y solitaria. Tenía a la izquierda el viaducto de la calle South, y más lejos los muelles de East River. Durante el recorrido empezó a haber cada vez menos edificios de oficinas y bancos, y más casas de pisos, algunas con fachadas de ladrillo restauradas, en contraste con otras abandonadas y que parecían huecas. Empezaba a hacer fresquito, pero daba gusto recibir en la cara los últimos rayos de sol. Atajópor la calle John, a mano izquierda, y caminó hacia el río. Tenía delante una hilera de muelles antiguos. Algunos habían sido asfaltados y seguían en uso, mientras que los demás se caían a pedazos en el agua, con inclinaciones alarmantes; en algunos casos su mal estado era tal que habían quedado reducidos a dobles hileras de postes saliendo del agua. Cuando el sol se hubo puesto, el cielo se cubrió con una cúpula que iba del violeta al amarillo. En la otra orilla de East River, en las casas antiguas de Brooklyn, empezaban a encenderse las luces. O'Shaughnessy apretó el paso, viendo el vaho de su propia respiración.

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