Los asesinatos e Manhattan (42 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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—Muy bien. Todo esto también habrá que someterlo a una comprobación de dossiers, claro. —Salió de la caja fuerte—. Oye, O'Neal, veo que, aparte de lo de la comprobación, haces las cosas como Dios manda. Ya se lo comentaré a los de arriba.

—Gracias, señor Fannin. La verdad es que me lo tomo en serio, y que…

—Ojalá se pudiera decir lo mismo de Bulger. Ese se cree muy importante.

—Sí, es verdad.

—Bueno, O'Neal, pues hasta otra.

Smithback se batió prestamente en retirada. Justo a tiempo. Al salir volvió a cruzarse con Bulger, que volvía con la cara enrojecida y llena de manchitas, con los pulgares metidos en el cinturón, sacando agresivamente los labios y la barriga y haciendo ruido con las llaves. ¡Menudo cabreo llevaba encima! Al dirigirse a la salida que le quedaba más cerca, Smithback casi tuvo la sensación de que los documentos sustraídos le quemaban el forro de la chaqueta.

LA CASA VIEJA Y OSCURA
1

Cuando estuvo en la calle y fuera de peligro, Smithback se metió en Central Park por la entrada de la calle Setenta y siete y se sentó en un banco, al lado del lago. A fuerza de calor, la mañana luminosa de otoño se estaba convirtiendo en un día precioso de veranillo de San Martín. Se llenó los pulmones de aire fresco y volvió a pensar en lo fabuloso que era como reportero. Bryce Harriman no habría conseguido los papeles ni con un año de margen y disponiendo de todo el personal de maquillaje de Industrial Light & Magic. Se sacó tres hojas de papel del bolsillo, regodeándose en lo que le esperaba. En el momento en que el sol iluminó la página de encima, le subió a la nariz un vago olor a polvo.

Era una copia de papel carbón, vieja, amarronada y difícil de leer. La primera hoja presentaba el siguiente encabezamiento: «Solicitud de acceso a las colecciones. Museo de Historia Natural de Nueva York».

Solicitante:
Profesor Enoch Leng, doctor en medicina, doctor en letras (U. de Oxford), caballero de la Orden del Imperio Británico, miembro de la Roy al Society, etc
.

Avalador:
Profesor Tinbury McFadden, departamento de mamíferos
.

Segundo avalador:
Profesor Augustus Spragg, departamento de ornitología
.

Se ruega al solicitante que describa brevemente al comité los motivos de su solicitud:

El solicitante, doctor Enoch Leng, desea acceder a las colecciones de antropología y mamíferos para investigar cuestiones de taxonomía y clasificación, y preparar una serie de ensayos comparativos de antropología física, osteología humana y frenología
.

Se ruega al solicitante que exponga su titulación académica en detalle y con las fechas pertinentes:

El solicitante, profesor Enoch Leng, es bachiller en artes por el Oriel College (Oxford) con los máximos honores, doctor en Filosofía natural por el New College (Oxford) con los máximos honores, miembro electo de la Royal Society desde 1865, y caballero de la Orden de la Jarretera desde 1869
.

Se ruega al solicitante que declare su domicilio permanente y, en caso de que difiriera, su actual lugar de residencia en Nueva York:

Profesor Enoch Leng 891 Riverside Drive, Nueva York

Laboratorio de investigación sito en
:

Gabinete de Producciones y Curiosidades Naturales J. C. Shottum

Calle Catherine, Nueva York

Se ruega al solicitante que adjunte una lista de publicaciones y proporcione separatas como mínimo de dos de ellas a fin de que sean sometidas a la atención del comité.

Smithback buscó por los papeles, pero se dio cuenta de que se le había escapado lo fundamental.

El veredicto del comité se expone a continuación:

Por la presente, a 27 de marzo de 1870, se le otorga al profesor libre acceso a las colecciones y la biblioteca del Museo de Historia Natu ral de Nueva York
.

Firma autorizada:
Tinbury McFadden
.

Firmado:
E. Leng
.

Smithback dijo una palabrota en voz baja. Se había desinflado de golpe. El material era pobre, muy pobre. Lástima que Leng no se hubiera licenciado en Estados Unidos, porque habría sido mucho más fácil seguirle la pista. En fin, quizá se pudiera conseguir la información de Oxford por vía telefónica, aunque también era posible que las titulaciones fueran falsas. La lista de publicaciones habría sido mucho más fácil de comprobar, y mucho más interesante, pero ahora era imposible regresar por ella. Una idea tan buena, y cuya ejecución le había salido tan lograda… Maldita sea.

Volvió a buscar por los papeles. Ni foto, ni currículo, ni biografía donde constara el lugar y la fecha de nacimiento. Lo único que había era una dirección.

Maldita sea. Maldita sea.

Entonces se le ocurrió otra cosa. Se acordó de que lo que buscaba Nora era eso, la dirección. Al menos tenía material para una oferta de paz.

Calculó deprisa: el 891 de Riverside Drive quedaba muy al norte, por Harlem. En aquel trecho de Riverside Drive aún quedaban en pie muchas mansiones viejas, aunque casi todas estuvieran abandonadas o divididas en apartamentos. Claro que lo más probable era que la casa de Leng hubiera sido demolida hacía mucho tiempo, pero tampoco era imposible lo contrario, que sobreviviera. Podía servir para una buena foto, aunque fuera una ruina. Sobre todo si lo era. Pensándolo bien, hasta era posible que hubiese cadáveres enterrados en el solar, o tapiados en el sótano. Quizá estuviese el del propio Leng, pudriéndose en algún rincón. O'Shaughnessy quedaría encantado, y a Nora le iría de perlas. Además, ¡qué espléndido colofón para su artículo! El periodista, investigando, encuentra el cadáver del primer asesino en serie de Estados Unidos. Inverosímil, claro que sí, pero bueno. Echó una ojeada a su reloj. Casi la una. ¡Por todos los santos! Un trabajo detectivesco tan brillante, y ¿qué conseguía? Nada, la maldita dirección. En fin, sólo se tardaba una o dos horas en ir a ver si aún existía la casa.

Volvió a meterse los papeles en el bolsillo y dirigió sus pasos hacia Central Park West. No tenía mucho sentido coger un taxi; por un lado, se negarían a llevarle tan al norte, y por el otro, aunque llegara, luego no podría encontrar otro de vuelta. Por otra parte, aunque fuera de día, no tenía ninguna intención de pasearse por un barrio tan peligroso. Lo mejor era un coche de alquiler. El
Times
disfrutaba de condiciones especiales con Hertz, y había una sucursal bastante cerca, en Columbus. Pensándolo bien, si aún existía la casa, seguro que se le despertarían las ganas de entrar, hablar con sus actuales inquilinos, enterarse de si durante las reformas habían encontrado algo raro… Cosas así. Cuando acabara ya podía ser de noche.

Fue lo que le decidió: alquilaría un coche.

Tres cuartos de hora más tarde, iba por Central Park West de sur a norte en un Taurus plateado. Volvía a estar contento. Aún no estaba dicho que al final no le saliera un magnífico artículo. Después de haber pasado por la casa, podía investigar en la biblioteca central, por si encontraba algún artículo sobre Leng. Por poder, quizá hasta pudiera consultar el archivo de la policía y enterarse de si en vida de Leng había ocurrido algo raro cerca de su casa.

Quedaban muchas pistas por seguir, y muy prometedoras. Lo de Leng podía acabar siendo más gordo que lo de Jack el Destripador. El parecido existía. Sólo faltaba un periodista que le insuflara vida. Con suficiente información, podía llegar a convertirse en su próximo libro. Entonces el Pulitzer, que parecía que siempre le esquivara, sería pan comido. Y aún había algo más importante (o como mínimo igual): la posibilidad de reconciliarse con Nora. Estaba a punto de ahorrarles, a ella y Pendergast, mucho tiempo perdido en consultar escrituras de propiedad. Por otra parte, le daría una satisfacción a Pendergast: intuía que tenía en él un aliado silencioso. Sí, el balance iba a ser positivo.

Al llegar al final del parque se metió por Cathedral Parkway hacia el oeste, y luego hacia el norte por Riverside Drive. Al pasar por la calle Ciento veinticinco y cruzar la frontera entre Morningside Heights y Manhattanville, redujo la velocidad para leer los números de los edificios en ruinas: 470, 501. Pasaron otras diez manzanas, de sur a norte. Entonces Smithback frenó un poco más y aguantó la respiración.

Tenía a la vista el 891 de Riverside Drive.

La casa aún existía. Le pareció mentira haber tenido tanta suerte: ni más ni menos que la casa de Leng.

Al pasar la miró a fondo, fijándose en todos los detalles, y se metió por la siguiente calle a la derecha, la Ciento treinta y ocho. Rodeó la manzana con el corazón a punto de estallar.

El 891 era una casa antigua, de estilo Beaux Arts, que ocupaba toda la manzana, y cuya entrada, enmarcada por columnas, tenía un friso neobarroco. ¡Coño, si hasta había un escudo de armas encima de la puerta! Esta última quedaba un poco apartada de la calle, separada por una vía de servicio que formaba una isla triangular contigua a Riverside Drive. Al lado de la puerta no había timbres ni interfono. Las ventanas de la planta baja estaban cerradas con tablones y chapa. Por lo visto, no habían llegado a compartimentar el edificio, sino que, como tantas casas viejas de Riverside Drive, llevaba varios años en estado de abandono. Todoera demasiado caro: mantenerla, derribarla o reformarla. Casi todas las mansiones de esas características se las había quedado el ayuntamiento por impago de impuestos, y como única medida se limitaba a poner planchas.

Smithback se inclinó sobre el asiento del acompañante para verla mejor. Las ventanas del primer piso no tenían tablones, ni, por lo que se veía, cristales rotos. Era perfecta, el prototipo de casa de asesino en serie. Ya se imaginaba la foto de portada, y que el artículo, firmado por él, suscitaría un registro policial y la aparición de más cadáveres. La situación mejoraba por momentos.

¿Ahora qué? No estaba de más echar un vistazo por alguna ventana, siempre que encontrase aparcamiento, claro.

Se apartó del bordillo y dio otra vuelta a la manzana. Luego bajó por Riverside buscando un hueco donde aparcar. Teniendo en cuenta lo pobre que era el barrio, parecía mentira que hubiera tantos coches: tartanas, cochazos de chuloputas con mucho trote encima, todoterrenos de última generación con altavoces enormes… Tardó seis o siete manzanas en encontrar un hueco que no estuviese del todo prohibido, en una bocacalle de Riverside. ¡Joder! Debería haber contratado a un chofer de uniforme y dejarle esperando mientras inspeccionaba la casa. Ahora tenía que caminar nueve manzanas de Harlem. Justo lo que había querido ahorrarse.

Después de aparcar el coche bien pegado a la acera, tomó la precaución de echar un vistazo alrededor. Entonces salió, cerró con llave y deprisa, pero no tanto como para llamar la atención, se alejó por la calle Ciento treinta y siete. Al llegar a la esquina caminó más despacio y se acercó a la mansión como si paseara, hasta llegar a la entrada de la puerta cochera. Entonces hizo un alto para observar la casa con mayor detenimiento, procurando no levantar sospechas. En sus tiempos había sido muy lujosa. Era de mármol y ladrillo, con unos quince metros de altura, buhardillas, ventanas ovaladas, torres y una pasarela superior. La fachada tenía adornos en relieve, de piedra caliza incrustada en el ladrillo. El lado que daba a la calle estaba protegido por una valla alta de pinchos de hierro, rotos y oxidados. En el patio, además de haber muchos hierbajos y chatarra, campaban a sus anchas los matorrales de zumaque y ailanto, y había dos robles muertos. Las ventanas del último piso daban al Hudson y a la planta de control de contaminación de aguas de North River.

Smithback sintió escalofríos. Después de una última miradaen derredor, cruzó la vía de servicio y se dirigió al camino de entrada. Las superficies de mármol y ladrillo, antaño elegantes, se habían convertido en una alfombra de pintadas. En los rincones, el viento había acumulado casi un metro de basura. Sin embargo, vio que al fondo del camino había una puerta de roble macizo. También la habían llenado de pintadas, pero conservaba un aspecto practicable. No tenía ni ventana ni mirilla. Sigiloso, avanzó unos cuantos metros sin apartarse del muro exterior. Apestaba a orina y excrementos. Al lado de la puerta habían dejado un cargamento de pañales usados, y en un rincón, una montaña de bolsas de basura destrozadas por los perros y las ratas. Justo entonces, como si lo hubiera oído, salió tambaleándose de la basura una rata gordísima que arrastraba la barriga por el suelo, y que, tras una mirada insolente a Smithback, volvió a meterse entre la porquería.

Smithback se fijó en que a cada lado de la puerta había una ventanita ovalada. Estaban las dos tapadas con chapa, pero quizá se pudiera arrancar una. Se acercó y tocó con cuidado la que le quedaba más cerca, comprobando su firmeza. Como una piedra: no había rendijas ni manera de asomarse al interior. La otra ventana estaba igual de bien tapada. Inspeccionó los bordes en busca de agujeros, pero no había ninguno. Tocó la puerta de roble y le pareció igual de sólida. Aquella casa estaba cerrada a cal y canto, inexpugnable. Quizá lo estuviera desde la muerte de Leng. Dentro podía haber perfectamente objetos personales. Volvió a preguntarse si también quedarían restos de víctimas.

En cuanto llegara la policía, adiós a cualquier oportunidad de seguir investigando.

Podía ser interesantísimo dar una vuelta por dentro. Levantó la cabeza y siguió con la mirada las líneas del edificio. Desde su viaje a una zona de cañones de Utah tenía un poco de experiencia en escalar por las rocas. El viaje en que conoció a Nora. Se apartó y estudió la fachada. Había asideros de sobra: cornisas, molduras… Tan lejos de la calle corría poco riesgo de que le vieran. Con un poco de suerte, quizá pudiera escalar hasta alguna de las ventanas del primer piso. Sólo para echar un vistazo.

Se giró hacia el camino de entrada. En la calle no había nadie, y en la mansión reinaba un silencio sepulcral. Se frotó las manos, se alisó el remolino y, apoyando la puntera del zapato izquierdo en la hilada inferior del edificio, empezó a escalar.

2

El capitán Custer miró el reloj de la pared de su despacho. Casi era mediodía. Notando que su vasto estómago rugía, tuvo ganas— por como mínimo, vigésima vez— de que llegaran las doce cuanto antes, para poder salir a Dilly's Deli, pedir un bocadillo con doble
comed beefy
queso y ración extra de mayonesa, y meterse el monstruo en la boca. Cuando estaba nervioso siempre tenía hambre, y estaba teniendo un día de muchísimos nervios. No llevaba ni cuarenta y ocho horas al frente del caso y ya había recibido llamadas impacientes: del alcalde, del jefe de policía… Los tres asesinatos tenían a toda la ciudad al borde del pánico. Él, por desgracia, no tenía nada nuevo que aportar. El balón de oxígeno que, por iniciativa suya, le había reportado el artículo sobre los huesos viejos ya casi no tenía fuelle. Los cincuenta detectives asignados al caso seguían las pistas como desesperados, pero nada. Además, ¿seguirlas adonde? A ningún sitio. Custer resopló y cabeceó. Pandilla de lameculos incompetentes…

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