Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (41 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
9.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A las nueve y media pidió la cuenta y salió a la calle, listo para oxigenarse con una buena caminata otoñal hasta el museo. Empezó a silbar. Aunque tuviera pendiente arreglar lo de su relación con Nora, era un eterno optimista. Una buena manera de empezar era entregarle a Nora en bandeja de plata la información que quería. No podía pasarse toda la vida enfadada con él. Con lo mucho que tenían en común, los buenos tiempos —y los malos— que habían compartido… ¡Lástima que tuviera tan mal genio!

La felicidad de Smithback tenía otros motivos. Aunque de vez en cuando le fallara su intuición —y qué mejor ejemplo que lo de Fairhaven—, por lo general su olfato de periodista era infalible. Su artículo sobre Leng, sin ir más lejos, ya estaba bien encarrilado. Ahora sólo faltaba desenterrar unas cuantas pepitas sobre la vida personal de aquel loco, a fin de otorgar profundidad al personaje. Quizá, por qué no, una fotografía. Ya tenía una idea de dónde conseguirlo todo.

La intensa luz del otoño le hizo parpadear. Se llenó los pulmones de aire fresco.

Años antes —en la época en que redactaba lo que había empeado como una historia de la exposición sobre supersticiones del sexo—, se había empapado de conocimientos sobre la institución. Se sabía al dedillo su excéntrico trazado, sus entradas y salidas sus atajos, sus rincones escondidos y la disposición de sus archivos. Si entre aquellos muros se escondía alguna información sobre Leng, la encontraría.

Cuando se abrieron las grandes puertas de bronce, Smithback puso todo su empeño en fundirse con el público y guardar el máximo anonimato. Pagó la entrada, se puso el distintivo y se paseó entre los enormes esqueletos de la Gran Rotonda, igual de boquiabierto que los demás. Sin embargo, tardó poco en apartarse de los turistas y abrirse camino hacia la planta baja, que era donde estaba uno de los archivos menos conocidos pero más útiles del museo. Recibía el nombre coloquial de «registro viejo», y consistía en una sucesión de archivadores llenos de datos personales desde la fundación del museo hasta más o menos 1986, el año en que habían informatizado el sistema y lo habían trasladado a un espacio nuevo y reluciente del tercer piso, rebautizándolo al mismo tiempo como «recursos humanos». ¡Qué fresco tenía Smithback el recuerdo del registro viejo! Olor a naftalina y papel, un sinfín de fichas sobre empleados, colaboradores e investigadores difuntos del museo… El registro viejo conservaba cierta cantidad de material comprometedor, y Smithback se acordaba de que lo tenían cerrado y vigilado. Su última visita había sido a título oficial, y con un permiso firmado. Esta vez tendría que usar otra estrategia. Quizá los vigilantes le reconocieran. Claro que después de tantos años…

Mientras cruzaba la sala de aves, enorme, vacía y llena de ecos, intentó discurrir el mejor plan. Tardó poco en encontrarse ante las puertas de cobre con remaches donde ponía
REGISTRO DE PERSONAS, SECCIÓN ANTIGUA.
Miró por la rendija que había entre las dos y vio a dos vigilantes sentados a una mesa, bebiendo café. Dos vigilantes. El doble de posibilidades de que le reconocieran, y la mitad de entretener a uno. Era necesario librarse de uno de los dos.

Dio una vuelta por la sala de aves y, pensando, pensando, empezó a dar forma a un plan. Giró bruscamente sobre sus talones, salió al pasillo, subió por la escalera y se metió en una sala enorme, el Selous Memorial Hall. En el mostrador de información ya se veía al típico plantel de viejecitas simpáticas. Smithback se quitó de la solapa la identificación de visitante y la tiró a una papelera. Después se aproximó a la chica de información que le quedaba más cerca.

—Soy el profesor Smithback —dijo, sonriente.

—¿En qué puedo ayudarle, profesor?

La mujer tenía el pelo blanco y rizado, y los ojos de color violeta. Smithback la obsequió con su mejor sonrisa.

—¿Me dejaría usar el teléfono?

—Por supuesto.

La mujer le dio el que había debajo del mostrador. Smithback, que tenía a mano el listín del museo, lo consultó, encontró el número que buscaba y lo marcó.

—Registro viejo —dijo una voz de cascarrabias.

—¿Rook está de guardia? —le espetó Smithback.

—¿Rook? Aquí no hay ningún Rook. Se equivoca de número.

En señal de irritación, Smithback expulsó un chorro de aire hacia el auricular.

—Entonces, ¿quién hay en el registro?

—Yo y O'Neal. ¿Con quién hablo?

El tono de voz era agresivo y estúpido.

—¿«Yo»? ¿Quién es «yo»?

—Oye, tío, ¿te pasa algo?

Smithback adoptó el tono más frío que pudo.

—Disculpe que me repita, pero ¿sería tan amable de decirme quién es, y si le apetece que le expedienten por insubordinación?

La agresividad del vigilante quedó en nada.

—Me llamo Bulger.

—Bulger. Ya. Pues es al que busco. Soy Hrumrehmen, de recursos humanos.

Lo había dicho deprisa y con rabia, mascullando el nombre a propósito.

—Ah, perdone, no le había reconocido. ¿Qué quería, señor…?

—Ahora mismo se lo explico, Bulger. Resulta que ha surgido un problema con algunos… esto… datos de su ficha personal.

—¿Un problema de qué tipo?

La voz, como era lógico, delataba inquietud.

—Es confidencial. Se lo comentaré en persona cuando venga.

—¿Cuándo?

—¿Cuándo va a ser? Ahora.

—De acuerdo. Aunque no he oído bien su nombre…

—Ah, y dígale a O'Neal que mientras tanto envío a alguien abajo para que haga una inspección. Nos han llegado noticias preocupantes sobre falta de rigor.

—Ahora mismo se lo comunico, pero…

Smithback colgó el auricular y, al levantar la cabeza, vio que la voluntaria canosa le miraba con una curiosidad rayana en la sospecha.

—¿A qué venía eso, profesor?

Smithback le enseñó los dientes y se atusó el remolino.

—Nada, una broma a uno de la casa. Algo hay que hacer para animar el cotarro.

La mujer sonrió. Pobre, qué inocente, pensó Smithback con cierto sentimiento de culpa, mientras iba derecho a la escalera que llevaba al registro viejo. De camino, pasó al lado de uno de los dos vigilantes que había visto por la rendija, y que recorría la sala entre bufidos y temblores de su barrigón, con el pánico escrito en mayúsculas en la cara. El departamento de recursos humanos, que padecía el mismo exceso de funcionariado que el resto de la administración, tenía fama de temible. El vigilante tardaría diez minutos en llegar, otros diez en buscar por todas partes al inexistente señor Hrumrehmen, y diez más en volver. Smithback, por lo tanto, disponía de media hora para meterse en el registro a base de labia y encontrar lo que quería. No era mucho tiempo, pero se conocía el sistema de archivos del museo como la palma de la mano y tenía una confianza infinita en su don de encontrar en poco tiempo cualquier cosa que buscara.

Cruzó la sala por segunda vez hasta llegar a las puertas de cobre del registro viejo. Entonces enderezó los hombros y respiró a pleno pulmón. Levantó la mano y llamó con energía.

Le abrió la puerta el vigilante que quedaba. Parecía joven, casi demasiado para haber acabado el instituto. Ya estaba asustado de antemano.

—Hola, ¿qué desea?

Smithback hizo dos cosas a la vez: estrechar la mano fofa del vigilante, para sorpresa de este, y entrar.

—O'Neal, ¿verdad? Soy Maurice Fannin, de recursos humanos. Me mandan de arriba para ver si arreglo el asunto.

—¿Si arregla el asunto?

Smithback dio unos cuantos pasos por la sala y miró las hileras de archivadores metálicos, la mesa rayada, llena de vasitos de café desechables y colillas, y el color amarillo como de orines de las paredes.

—Esto es un desastre —dijo.

Se produjo un silencio incómodo, durante el que clavó en O'Neal una mirada penetrante.

—Le hemos dado un repasito a esto de aquí, y te digo una cosa, O'Neal: no nos gusta. No nos gusta en absoluto.

El acobardamiento de O'Neal fue instantáneo y total.

—Lo siento. Puede que si hablan con mi supervisor, el señor Bulger…

—No, si con él ya estamos hablando. Largo y tendido. —Smithback volvió a mirar la sala—. Mira, un ejemplo: ¿desde cuándo no hacéis una comprobación de dossiers?

—¿Una qué?

—Una comprobación de dossiers. ¿Desde cuándo, O'Neal?

—Pues… Es que no sé qué es. Mi supervisor no me ha explicado nada de ninguna comprobación…

—Qué raro. En principio tendría que sabérselo de memoria. Ya ves, O'Neal, es lo que digo: negligencia, mucha negligencia. Bueno, pues de ahora en adelante os exigiremos una comprobación de dossiers al mes.

Smithback frunció el entrecejo, se acercó a un archivador y abrió un cajón. Estaba cerrado con llave, tal como esperaba.

—Está cerrado con llave —dijo el vigilante.

—Sí, ya lo sé, no soy idiota. —Sacudió el tirador—. ¿Dónde está la llave?

—Allí.

El pobre vigilante señaló con la cabeza una caja de la pared, que también estaba cerrada con llave. Smithback pensó que el ambiente de miedo y de acoso promovido por los nuevos administradores del museo estaba resultándole muy útil. O'Neal tenía tanto miedo que no se le ocurriría dudar de Smithback o pedirle una identificación.

—¿Y la de eso?

—La llevo yo en la cadena.

Smithback volvió a mirar la sala y, gracias a su capacidad de observación, y al pretexto de que buscaba más infracciones, tuvo ocasión de fijarse en todo. Cada archivador tenía una etiqueta con una fecha. Por lo visto, los más antiguos eran de 1865, el año de la fundación del museo. Sabía que cualquier investigador de fuera del museo que quisiera un pase de acceso a las colecciones necesitaba el visto bueno de un comité de conservadores. En teoría, aún debían de estar guardadas sus deliberaciones, y los documentos que se le pedían al solicitante. Casi seguro que Leng se había beneficiado de uno de los pases en cuestión. Si el registro conservaba su ficha, contendría mucha información personal: nombre y apellidos completos, dirección, titulación, temas de investigación, lista de publicaciones… Hasta podía haber copias de algunas de estas últimas. Por poder, incluso podía figurar alguna foto. Dio unos golpes de nudillo en el archivador donde ponía «1880».

—Esto, por ejemplo. ¿Cuándo fue la última vez que hicisteisuna comprobación de dossiers en este cajón?

—Mmm… Que yo sepa, nunca.

—¿Nunca? —El tono de Smithback era de incredulidad—. Pues ¿a qué esperas?

El vigilante se acercó corriendo, abrió la caja de la pared, buscó la llave correcta y abrió el cajón.

—Ven, que te enseño a hacerlo.

Smithback abrió el cajón y metió una mano entre los documentos, levantando una nube de polvo. Mientras tanto, pensaba deprisa. En la primera carpeta sobresalía una tarjeta amarilla. La sacó. Era una lista por nombres de todas las carpetas del cajón, en orden alfabético, con fechas y con remisiones. Menuda maravilla. Tres hurras por los primeros funcionarios del museo.

—¿Ves? Se empieza con este índice.

Lo agitó ante las narices del vigilante, que asintió.

—Es una lista de todos los expedientes del archivador. Luego compruebas que estén todos. Es muy fácil. Pues eso es lo que se llama una comprobación de dossiers.

—Ah, ya.

Smithback leyó deprisa y por encima la lista de apellidos de la tarjeta. No había ningún Leng. La metió en su sitio y cerró el cajón de golpe.

—Ahora vamos a hacer lo mismo con mil ochocientos setenta y nueve. Por favor, abre el cajón.

—Sí, ahora mismo.

Smithback sacó la tarjeta con el índice de 1879. Volvía a no haber ningún Leng.

—Vais a tener que marcaros unas pautas mucho más estrictas, O'Neal. Estos archivos tienen un valor histórico enorme. Abre el siguiente, el setenta y ocho.

—Un momento.

Maldición. Tampoco había ningún Leng.

—Vamos a repasar por encima algunos más.

Le hizo abrir otros archivadores y consultar los índices amarillos, acribillándole a consejos sobre la importancia de la comprobación de dossiers. Los años pasaban inexorablemente, cada vez uno menos, y Smithback empezaba a perder la esperanza.

Hasta que en 1870 encontró el apellido Leng.

Se le aceleró el pulso y, olvidándose del vigilante, hizo correr las carpetas con los dedos. Al llegar a la L redujo el ritmo, examinó a fondo las carpetas y repitió la operación. Tres veces, tres, repasó la L, pero el dossier no estaba. Leng se le había adelantado.

Se quedó hecho polvo. Con lo buena que había sido la idea… Se levantó y miró la cara del vigilante, a la vez temerosa y servicial. Toda la idea al garete. Qué pérdida de energía y de talento. Qué manera de asustar a un pobre chico para nada. Ahora no había más remedio que volver a empezar desde cero; aunque lo primero era poner tierra de por medio antes de que volviera Bulger, mosqueado y con ganas de pelea.

—¿Y ahora? —dijo el vigilante.

Smithback cerró el cajón con un gesto cansino y miró su reloj.

—Tengo que volver. Tú sigue, O'Neal, que lo haces muy bien. No bajes el ritmo.

Se giró para marcharse.

—Señor Fannin…

Smithback tardó un poco en comprender que se dirigía a él, hasta que se acordó.

—¿Qué?

—¿Las copias de papel carbón también hay que revisarlas?

—¿Copias de papel carbón?

Smithback quedó en suspenso.

—Sí, las de la cámara.

—¿Qué cámara?

—La cámara, la de allí al fondo.

—Eh… Sí, claro. Gracias, O'Neal. Ha sido un error mío. Enséñame la cámara.

El joven vigilante le condujo hasta una puerta del fondo, y al cruzarla le enseñó una caja fuerte muy grande, con disco de níquel y puerta de acero macizo.

—Es aquí dentro.

A Smithback se le cayó el alma a los pies. Parecía Fort Knox.

—¿Puedes abrirla?

—No hace falta: desde que inauguraron la zona de seguridad ya no la tienen cerrada.

—Ya. ¿Y qué copias son?

—Duplicados de los dossiers de la entrada.

—A ver, ábrela.

O'Neal tiró con fuerza de la puerta, y apareció una salita repleta de archivadores.

—Vamos a revisar uno cualquiera. Mil ochocientos setenta, por decir algo.

El vigilante buscó con la mirada.

—Está aquí.

Smithback fue derecho al cajón y lo sacó. Los dossiers consistían en una especie de fotocopias antiguas, como fotos brillantes y de color sepia que se habían puesto borrosas. Hizo correr la L a toda prisa. Por fin. Un pase a nombre de Enoch Leng con fecha de 1870: unas cuantas hojas como de papel de fumar, que habían adquirido un tono marrón claro y estaban escritas a mano, con una letra muy fina y alargada. Smithback, con gesto veloz, las sacó de la carpeta y se las metió en el bolsillo de la chaqueta, disimulando el movimiento con una tos exagerada. Después se giró.

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
9.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

a Breed of Women by Fiona Kidman
Appleby at Allington by Michael Innes
Thwarting Cupid by Lori Crawford
Ground Zero (The X-Files) by Kevin Anderson, Chris Carter (Creator)
Be Mine by Kleve, Sharon
Underground to Canada by Barbara Smucker
El laberinto de la muerte by Ariana Franklin